Llegan las vacaciones y nuevamente somos libres de leer lo que queramos porque tenemos tiempo y nadie nos obliga a nada. Pero con tanta libertad y posibilidades, corremos el riesgo de parecernos al niño en la feria anual descrito por Schopenhauer, que imagino en una kermesse o en una juguetería. “Echamos mano a todo lo que nos atrae al pasar, nuestra conducta se vuelve absurda, como si convirtiéramos la línea de nuestro camino en una superficie: entonces corremos en zig-zag, vagamos de aquí para allá y no llegamos nunca a nada” (330). Me pasa con muchas cosas, pero sobre todo con los libros. ¿Estaré llegando a nada si dejo todos los libros que empiezo hasta la mitad por leer otros nuevos?
En la segunda de las Siete Partidas del rey Alfonso X, donde se indica cómo los maestros deben enseñar los saberes a los estudiantes universitarios, el legislador del siglo XIII anotó:
“Bien et lealmente deben los maestros mostrar sus saberes á los escolares leyéndoles los libros et faciéndogelos entender lo mejor que ellos pudieren: et desque comenzaren á leer deben continuar el estudio todavia fasta que hayan acabados los libros que comenzaron, et en quanto fueren sanos non deben mandar á otros que lean en su logar dellos” (341).
La ley medieval enseña que los alumnos debiesen leer los libros de principio a fin y con el mismo profesor. Se promueve así una lectura ordenada, sin cambios ni abandonos abruptos como los del niño en la juguetería. La gran diferencia está en que las jugueterías y las vacaciones son libres, en oposición a los programas universitarios diseñados por reyes, sobre todo si tienen fama de sabios. ¿Qué dirá sobre este tema un escritor que se dirige a lectores desocupados?
En su prólogo a Los hermanos Karamazov, Fiodor Dostoievski explica que su novela tiene dos largas partes y que “cada uno es libre de hacer lo que le parezca; puede cerrarse el libro desde las primeras páginas del primer relato y no volverlo a abrir, pero hay lectores delicados que prefieren llegar hasta el final para no fallar con parcialidad; tales son, por ejemplo, los críticos rusos. Al lados de ellos, el corazón se siente más tranquilo» (38-39).
Sin leyes que nos fuercen a leer los libros completos, el novelista solo puede persuadirnos con su retórica. Por eso nos dice que somos libres de leer cuanto queramos, pero comenta que los lectores delicados que leen hasta el final emiten opiniones más imparciales y quedan con el corazón más tranquilo. Al menos a mí, Dostoievski logró convencerme y terminé leyendo las 800 páginas de su novela sin entender qué personaje era quién ni qué sentido tenían las discusiones teológicas que interrumpían el relato policial, lo único que me mantenía con el libro abierto, además del deseo de tener mi corazón tranquilo. Pasaron todas las páginas y palabras ante mis ojos, pero olvidé casi todo en un libro que no disfruté. Si hubiese conocido antes a Montaigne, podría haber seguido su ejemplo:
“No me muerdo las uñas si al leer me topo con dificultades; ahí las dejo, tras haberles hincado el diente dos o tres veces. […] Lo que no veo de entrada, menos lo veo obstinándome en ello. Nada hago sin alegría; y el esfuerzo excesivo me obnubila el entendimiento, me lo entristece y me lo cansa” (94).
Al fin me encuentro con alguien que lee como un vacacionista, alguien que nada hace sin alegría. Si un libro me aburre, es sensato dejarlo para buscar otro que sí me interese. Este sistema puede hacerme más feliz, ¿pero me lleva a algo o, como decía Schopenhauer, me dejará en la nada?
He encontrado a dos ilustres lectores que al parecer leyeron libros de forma incompleta obteniendo buenos resultados. Me refiero al escritor inglés del siglo XVIII Samuel Johnson y al argentino del siglo XX Jorge Luis Borges. Del primero, su amigo James Boswell dice en la biografía que le dedicó: “Tenía una extraña facilidad para captar a la primera lo valioso de cualquier libro, sin someterse a la tarea de leerlo atentamente de principio a fin” (38).
Así es. El gran Samuel Johnson, al cual, según Harold Bloom, “ningún crítico de ningún país, ni antes ni después de él, ha hecho sombra” (196), no necesitaba leer los libros enteros para encontrar sus virtudes. Era demasiado impaciente para quedarse tanto tiempo con un mismo libro.
Esa falta de paciencia puede explicar que Borges escribiera sobre el Ulises de Joyce sin haberlo leído:
“Confieso no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran, confieso haberlo practicado solamente a retazos y sin embargo sé lo que es, con esa aventurera y legítima certidumbre que hay en nosotros, al afirmar nuestro conocimiento de la ciudad, sin adjudicarnos por ello la intimidad de cuantas calles incluye”.
A lo mejor esa sea la razón que tenemos para abandonar un libro: creemos conocerlo antes de llegar a su final. Intuimos que más páginas leídas no nos dirán mucho más y nos movemos de lugar. James Boswell, sobre un par de años que Samuel Johnson pasó leyendo sin planificación, se pregunta:
“La carne de los animales que se alimentan vagando, puede tener un mejor sabor que la de los animales encerrados. ¿No habrá la misma diferencia entre los hombres que leen siguiendo a su gusto y los hombres confinados en celdas y colegios para cumplir tareas establecidas?” (31).
Desde esta perspectiva, el defecto de abandonar libros puede volverse una virtud, si es cierto que el movimiento mejora lo que pensamos y decimos. Finalmente, transcribo una última justificación para abandonar los libros a la mitad. La dijo Pedro Peirano en una entrevista, cuando le preguntaron por sus lecturas infantiles:
“Leía libros de aventuras. […] Principalmente eran libros que proponían un mundo. Estabas dentro de ese libro por mucho tiempo y era como una foto de una realidad de la que no querías salirte nunca. Hubo libros que yo no terminé. Por ejemplo, Robinson Crusoe era tan bueno que no lo terminé. Me quedaron diez páginas y dije ‘ningún final puede ser mejor que terminarlo’. Entonces lo dejé ahí para siempre y de alguna manera eso significa que siempre estoy leyendo ese libro porque uno dice ‘estoy leyendo el libro hasta que no lo termine’” (3:30).
Cuando dejamos una lectura incompleta somos más felices, comprendemos con mayor eficiencia, nos volvemos más interesantes y leemos más porque cada libro que dejamos sin finalizar queda abierto y lo seguimos leyendo, simultáneamente, con los otros libros que tampoco vamos a cerrar.
Fuentes citadas
Alfonso X. Las siete partidas del rey don Alfonso X, el sabio. Tomo 2. Madrid: Imprenta Real, 1807.
“Álvaro Díaz y Pedro Peirano” en Una belleza nueva. Entrevistador: Cristián Wanken. 3 de noviembre.
Bloom, Harold. El canon occidental. Barcelona: Anagrama, 2009.
Borges, Jorge Luis. «El ‘Ulises’ de Joyce» en Inquisiciones.
Boswell, James. The life of Samuel Johnson. New York: Alfred A. Knopf, 1992.
Dostoyevsky, Fyodor. Los hermanos Karamazov. Madrid: Edaf, 1991.
Montaigne. «De los libros» en Ensayos II. Madrid: Cátedra, 2010. Págs. 92-108.
Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación. Trads. Rafael-José Díaz y Montserrat Armas . Madrid: Akal, 2005.