
Al principio, hace 13.810 millones de años, el universo era un puntito ardiente. Tenía un tamaño infinitamente pequeño y una temperatura infinitamente alta. Entonces, sin que nadie sepa por qué, el punto ardiente explotó hacia lo contrario, un universo cada vez más grande y frío en un proceso que sigue sucediendo todavía. En el primer segundo después de la explosión, la temperatura ya había bajado a unos 10 mil millones de grados. Cien segundos después la temperatura era de mil millones de grados, todavía muy alta, pero ya suficientemente baja como para que algunas partículas empezaran a combinarse hasta formar los primeros núcleos de átomos, pero solo eso. Tuvieron que pasar un millón de años en que el universo siguió creciendo y enfriándose para que recién pudiesen surgir los primeros átomos. Como todas las teorías científicas, la de la gravedad empezó a ser cierta desde la explosión. Por eso los átomos dispersos se fueron atrayendo hasta formar galaxias giratorias como la Vía Láctea. En su interior, una nube de gas con residuos de estrellas viejas llegó a formar nuestro Sol hace unos 5 mil millones de años. Una pequeña cantidad de los elementos más pesados, digamos lo que sobró del Sol, quedó dando vueltas a su alrededor y llegó a estabilizarse en planetas. Así surgió la Tierra hace 4 mil 550 millones de años.
En ese tiempo nuestro planeta se parecía al resto del universo: era un montón de átomos probando todas las combinaciones posibles. La mayoría no resultaban, pero como tenían tanto tiempo, se siguieron combinando hasta llegar a una forma muy improbable, pero que sin duda ocurrió: moléculas capaces de hacer copias o réplicas de sí mismas, que por eso llamamos replicadores. Los más exitosos fueron los que vivían por más tiempo, se reproducían más rápidamente y creaban copias más parecidas al original. Para conseguir lo primero, vivir por más tiempo, aprendieron a atacar y defenderse. En realidad, más que aprender, lo que pasó fue que entre tantas copias iguales, alguna tenía un error que terminó siendo un acierto. Por ejemplo, replicadores con una capa de piel que los protegía de peligros externos. Como los que tenían piel resistían más que los sin capa, los primeros sobrevivieron y los segundos se extinguieron (esto es lo que decía Darwin de que los más aptos sobreviven). Con el paso del tiempo, los replicadores empezaron a llamarse genes y sus pieles protectoras se convirtieron en lo que somos nosotros y todos los seres vivos que pueblan la Tierra, máquinas de supervivencia para los genes. Por eso tenemos instintos que nos ayudan a cuidarlos: hacemos todo lo posible por evitar el dolor y la muerte, tenemos deseos sexuales para reproducirnos y lo hacemos con un sistema donde cada hijo conserva la mitad de nuestro material genético. Así que eso somos, modestos intentos de estabilidad en un universo que sigue mutando y expandiéndose hasta no sabemos cuándo más.
Fuentes
Stephen Hawkins, La teoría del todo (2002), conferencias 2 y 5
Richard Dawkins, El gen egoísta (1976), capítulo 2