Educación, Libros, Sociedad, Televisión

Confesar, adivinar y hacer las tareas

Rorschach9

“Everybody lies”.
Dr. House

Entrevista
La última vez que postulé a un trabajo me pidieron ser evaluado psicológicamente para conocer y predecir mi forma de ser. Me hicieron llenar una tabla con mis virtudes y defectos, me preguntaron cosas por escrito que luego desarrollé en una entrevista oral, completé series lógicas de líneas, triángulos y cuadrados, además del famoso test de Rorschach. Cuando la psicóloga me pidió describir la primera de sus diez láminas con manchas simétricas de acuarela, le comenté lo difícil que debía resultar tomar ese examen de manera genuina, considerando las recomendaciones que muchos entregan para triunfar en él. Ella recordó que claro, supuestamente no hay que ver monstruos, asesinatos ni murciélagos en las manchas, y cerró el tema diciendo que todo eso era mentira, que el test seguía funcionando si uno decía la verdad. Entonces describí lo que veía con la mayor honestidad posible, suponiendo que si ella me descubría un rasgo negativo para el trabajo al cual postulaba, era mejor identificarlo antes que después de haber firmado el contrato. Más tarde leí que la evaluación en el test de Rorschach va mucho más allá de la identificación de ciertos animales y que, por ejemplo, quien “desmenuce las respuestas con detallismo, buenos análisis, cuidado en la configuración de las respuestas, ajuste a las manchas, etc., también procederá así, muy probablemente, en el trabajo y en su vida en general” (Sainz y Gorospe, 30). Es posible que mi advertencia antes de rendir el test fuese registrada por la psicóloga como signo de que soy desconfiado o de que intento distanciarme de lo que todo el mundo sabe. Lo cierto es que disfruté el test porque me gusta describir e interpretar imágenes ante alguien que se interese en ello, algo que también debiese haber quedado en mi informe.

Días después me llamaron del trabajo, donde valoraron mis rasgos positivos y me preguntaron por los negativos. Aunque no dije nada esta vez, nuevamente me sentí tentado a mentir como lo podría haber hecho en el test de Rorschach, convirtiendo mis defectos en virtudes malinterpretadas. Opté por un equilibrio entre la negación de ciertos defectos y el compromiso de superar los otros, siempre dudando de mi honestidad. Las entrevistas laborales son difíciles porque uno debe cumplir con los a veces contradictorios objetivos de conseguir el trabajo y de mostrar quién es uno, como si nuestra verdadera identidad no mereciera tanto ser contratada. Son difíciles porque ni siquiera sabemos si nos conocemos tan bien. Como citaba Borges de Mark Twain, “nadie puede comunicar la verdad sobre sí mismo, ni tampoco ocultarla” (Bioy, 104). Quizás por eso el test de Rorschach sigue funcionando, por todo lo que no podemos ocultar.

Interrogatorio
Lo que me quedó dando vueltas es el problema de las situaciones en que decir la verdad parece una mala idea. Alain de Botton dice que todas las mentiras surgen así. “Cada vez que hay una mentira, hay dos personas. Está el mentiroso y la persona que ha establecido una situación en la que no se puede aceptar la verdad. Por eso se le miente. No tengamos una imagen tan demandante de lo que es ser una buena persona, que nos hará mentir cuando no podamos alcanzarla. La mentira no es solo un problema del mentiroso, sino también de su audiencia”.

Vi un lamentable ejemplo de esto en Making a murderer, un documental que Netflix ofrece en diez episodios de una hora cada uno. La historia es la de Steven Avery, un estadounidense que pasó 18 años en la cárcel por una violación que no cometió, según se supo en 2003 gracias a un examen de ADN que le entregó la libertad. Poco tiempo después de que él demandara a los responsables de este grave error, los mismos policías culparon a Avery de haber asesinado a Teresa Halbach, una joven desaparecida de 25 años. El documental indica las inconsistencias en la acusación y la debilidad de las pruebas en la creación del supuesto asesino de Halbach. Una de esas pruebas es la confesión de Brendan Dassey, un sobrino de Steven. La admirable recolección de material incluye la grabación de esa confesión, obtenida en un interrogatorio que dos detectives hicieron a Brendan, un joven de 16 años. La siguiente transcripción acelera un diálogo que en realidad es bastante lento, en gran medida por la timidez y las limitaciones intelectuales de Brendan.

Brendan

Detective 1: Vamos. Algo en la cabeza. ¿Brendan? ¿Qué más le hicieron? Vamos.
Detective 2: Lo que él te obligó a hacer, Brendan. Sabemos que te obligó a hacer algo más.
D1: ¿Qué fue? ¿Qué fue?
D2: Tenemos las pruebas, Brendan. Solo necesitamos que digas la verdad.
Brendan: Le cortó el pelo.
D1: ¿Le cortó el pelo? Bien. ¿Qué más?
D2: ¿Qué más le hicieron en la cabeza?
B: La golpeó.
D1: ¿Qué más? ¿Qué te hizo hacer?
Brendan: Cortarla.
D1: ¿Cortarla dónde?
B: En la garganta.
D1: ¿Le cortaste la garganta? ¿Qué más le pasó en la cabeza?
D2: Es muy importante que nos lo digas para que te creamos.
D1: Vamos, Brendan. ¿Qué más?
D2: Ya lo sabemos. Solo necesitamos que nos lo digas.
B: Es lo único que recuerdo.
D1: Bueno, voy a preguntártelo directamente. ¿Quién le disparó en la cabeza?
B: Él.
D1: ¿Por qué no lo dijiste?
B: Porque no lo recordaba.

(Making a murderer, episodio 3, 53:14 – 55:33)

Los acusantes y la familia de Teresa Halbach consideran que este diálogo demuestra la participación de Brendan en el asesinato, aunque después no se hubiesen encontrado pelos cortados ni sangre derramada en el lugar de los hechos relatados. Los defensores coinciden con lo que Brendan dice a su madre en una conversación telefónica, que ese relato es falso y que él solo intentaba adivinar lo que los detectives querían escuchar.

Mamá: Brendan, no inventas algo así a menos que haya pasado. ¿O es verdad que él la mató?
Brendan: No que yo sepa, te lo dije. Pudo hacerlo, pero no conmigo.
M: Sé sincero, ¿dices la verdad?
B: Sí.
M: ¿No tienes nada que ver con esto?
B: No.
M: No me mientas, Brendan.
B: No miento.
M: No entiendo. ¿Por qué dijiste toda esa mierda si no es cierta? ¿Y cómo se te ocurrió?
B: Adivinando.
M: ¿Cómo que adivinando?
B: Lo adiviné.
M: No se adivina algo así, Brendan.
B: Pero eso hago también con mis tareas escolares.

(Making a murderer, episodio 4, 36:46 – 37:34)

Aquí el problema se volvió relevante para lo que hago como profesor de colegio, que incluye hacer preguntas y dar tareas como las que Brendan resolvía adivinando. Me preocupa porque me parecería pésimo tener alumnos que respondan como Brendan, renunciando a pensar por su cuenta para adivinar mis pensamientos y escribirlos con el fin de obtener una buena nota. Creo que gran parte de la educación funciona así. Los estudiantes aprenden qué quiere el profesor y se lo entregan en las evaluaciones. Supongo que esa es una de las críticas que se hacen a las pruebas estandarizadas como el Simce y la PSU. Los alumnos dejan de pensar por su cuenta para adivinar la alternativa más correcta en las pruebas. El ejercicio no es completamente inútil. También es valiosa la capacidad de ponerse en el lugar del otro y decirle lo que quiere oír. La cordialidad podría consistir en eso (aunque el diccionario la asocie también a la sinceridad). Es una capacidad valiosa pero limitante. Jacques Rancière identifica el problema con precisión: las preguntas de respuestas adivinables son atontadoras porque son falsas. Las preguntas del mundo real no tienen respuestas correctas preestablecidas, sino que las hace quien desea aprender lo que desconoce. “Quien quiere emancipar a un hombre debe preguntarle a la manera de los hombres y no a la de los sabios, para ser instruido y no para instruir. Y eso sólo lo hará con exactitud aquél que efectivamente no sepa más que el alumno, el que no haya hecho antes que él el viaje, el maestro ignorante” (20). Por eso falla el interrogatorio a Brendan Dassey, porque los detectives esperaban una respuesta que ya conocían. Por eso él se adapta correctamente a la situación cuando intenta adivinar. ¿Algo en la cabeza? ¿Qué se le hace a las cabezas? ¡El pelo! A las cabezas se les corta el pelo. ¿Otra cosa? ¡El cuello! Las cabezas se pueden cortar por el cuello. Hasta que los detectives, igual que maestros atontadores, revelan la respuesta que esperaban, sin que ella surgiera de Brendan, negándole su emancipación. Esto será inmediatamente literal cuando encierren al interrogado en la cárcel.

Terapia
Tengo un último caso para compartir, uno donde se mezclan el colegio y la evaluación psicológica. Aparece en La broma infinita de David Foster Wallace, que afortunadamente no necesito resumir aquí. Así que empiezo de golpe, casi sin contexto. Cuando Hal Incandenza encontró a su padre muerto en casa, con la cabeza reventada por haberla metido a un microondas, fue sometido a una terapia psicológica basada en el supuesto de que él había quedado traumado por ver esa cabeza “reventada como una patata sin cortar” (294). El terapeuta era un hombre duro e insaciable que le preguntaba “¿cómo te sentiste, cómo te sientes, cómo te sientes cuando te pregunto cómo te sientes?” (290). Para sacárselo de encima, Hal fue a la biblioteca y leyó libros de psicología sobre la muerte y el duelo, especializándose en la aceptación. “El terapeuta no me aceptó nada de esto. Fue como uno de esos exámenes finales de las pesadillas, para los que te preparas de forma inmaculada y finalmente, al llegar allí, todas las preguntas te las hacen en hindú” (290). Hal estaba tan obsesionado, que empezó a dormir mal y a perder peso. “El terapeuta me felicitó por el mal aspecto que tenía” (291). Todos se alegraban creyendo que Hal finalmente experimentaba el duelo por la muerte de su padre, cuando lo cierto es que sufría por no poder liberarse del psicólogo. Cuando pidió ayuda a una especie de gurú, descubrió que había estado enfocando el asunto desde un ángulo equivocado. “Había ido a la biblioteca y actuado como un estudiante del dolor. Lo que necesitaba estudiar era a los mismísimos profesionales” (292). Tenía que identificarse con el terapeuta para saber lo que esperaba de él, a semejanza de un alumno que dejara de estudiar su asignatura para especializarse en su profesor.

Hal partió a la sección dedicada a las terapias en una biblioteca y al día siguiente volvió renovado donde el terapeuta. “Lo que hice fue presentarme hecho una fiera. Le acusé de inhibir mi esfuerzo por procesar mi dolor al negarse a validar mi falta de sentimientos. Le dije que ya le había dicho la verdad. Dije tacos y palabras malsonantes. Le dije que me importaba un rábano si era o no una figura de autoridad con una abundante cosecha de credenciales. Le dije que era un mierda. Le pregunté qué carajo pretendía de mí. Mi comportamiento fue paroxístico. Le dije que le había dicho que no sentía nada, lo cual era verdad. Le dije que parecía que él quería que yo me sintiera tóxicamente culpable por no sentir nada. Date cuenta de que yo introducía sutilmente ciertos términos de gran peso profesional en la terapia de dolor, como «validar», «procesar» y «culpa tóxica». Los saqué de la biblioteca” (292-293). El terapeuta lo alentó a continuar con esa furia y Hal le gritó que no era culpa suya haber tenido que entrar a la casa justo cuando su padre había muerto ni que el olor a cerebro reventado le hubiese despertado el apetito. El psicólogo lo absolvió de la terapia y Hal pudo recuperar su vida normal.

La entrevista laboral y la terapia psicológica son muy distintas a un interrogatorio que busque incriminar a un sospechoso. Mientras las primeras dos buscan conocer a la persona estudiada para contratarla o ayudarla, el interrogatorio no se interesa tanto en el individuo como en la información que él pudiese entregar. Por eso es grave que los sistemas de evaluación escolar se parezcan a un interrogatorio, porque vuelven a los estudiantes un elemento secundario ante la información que manejen. El modelo debiese ser la terapia psicológica, donde la evaluación diagnostica un caso que podría mejorar con la ayuda de un especialista. Como se ve en las situaciones recolectadas, las distinciones no son tan simples porque los sujetos estudiados pueden tener la misma sensación en la entrevista laboral, la terapia psicológica, el interrogatorio incriminatorio y la evaluación académica. Esta sensación es la de una exigencia tan fuerte, que se termina actuando de manera deshonesta por agradar al otro. Eso dificulta lograr los objetivos de las cuatro situaciones y anula al sujeto estudiado, alguien con una imagen tan negativa de sí mismo que prefiere falsear su mundo interior. ¿Qué habría que hacer? Aunque no sé de qué manera, lo ideal sería conseguir situaciones donde la figura examinadora, ya sea el psicólogo, el detective o el profesor, transmitan la empatía necesaria para que el sujeto estudiado se atreva a mostrarse como realmente cree ser. Al menos la psicóloga laboral logró eso conmigo. Me sentí tan en confianza, que le conté todo lo que yo pensaba sobre mí como trabajador. Ahora, cuando empiece a trabajar, iré confiado porque sé que no contrataron a un personaje que inventé en la entrevista, sino a la persona que creo ser.

Fuentes impresas
Bioy, Adolfo. Borges. Edición minor. Barcelona: Backlist, 2010.
Foster Wallace, David. La broma infinita. Barcelona: Mondadori, 2011 (Google Libros).
Sainz, Francisco Javier y Gorospe, Lourdes. El test de Rorschach y su aplicación en la psicología de las organizaciones. Barcelona: Paidós, 1994 (Google Libros).

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¿Por qué leen los que no quieren leer?

Unas alumnas de octavo básico me preguntaron esta semana por qué tienen que leer tanto en Lenguaje si la mayoría de ellas terminará trabajando en áreas muy lejanas a la lectura y la escritura. ¿Por qué se impone leer a los que no quieren leer? En el momento improvisé una respuesta basada en lo que cuenta Doris Sommer sobre el ex alcalde de Bogotá, Antanas Mockus, quien dice: “Cuando me siento atrapado, me pregunto ¿que haría un artista?” Conté que llegó a sus creativas soluciones políticas con mimos, globos y disfraces gracias a su habilidad interpretativa desarrollada como lector. “Los artistas piensan críticamente para interpretar el material existente con nuevas formas”, dice Sommer en The work of art in the world. De esta manera, la lectura y las experiencias estéticas entrenan el pensamiento crítico, útil para lo que sea que vayamos a hacer en nuestras vidas.

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En la primera temporada de Game of Thrones, el gran Tyrion Lannister dice que “la mente necesita libros como una espada necesita una piedra de afilar”. Leer nos agudiza la mente por medio de un enfrentamiento entre las ideas del texto y las nuestras. Como dijo Christina Nehring en The New York Times, “en sus mejores momentos, los libros son invitaciones a pelear, no llamadas a rezar” (“Los libros te vuelven aburrido”). Con esto se refiere a que no leemos para venerar autores sino para poner a prueba nuestras ideas y las del texto. Desde el lado de los escritores, Gerald Graff y Cathy Birkenstein sostienen que todo texto argumentativo surge como una respuesta a otros textos porque opinar es entrar en conversación con otros. “Trabajar con el modelo ‘ellos dicen/yo digo’ puede ayudarnos a inventar, a encontrar algo que decir. En nuestra experiencia, los estudiantes descubren mejor lo que quieren decir no pensando sobre un tema aislado, sino leyendo textos, escuchando atentamente lo que otros escritores dicen y buscando un espacio donde entrar en la conversación” (They say/I say). Ante este argumento, las alumnas de octavo podrían insistir en la idea de que ellas no quieren ser escritoras. Sin embargo, estarán de acuerdo en que quieren tener ideas propias, identidades definidas, saber quiénes son. Y en gran medida para eso leemos, para sacar filo a nuestras espadas mentales, formar nuestras capacidades individuales y poder usarlas mejor. El “conócete a ti mismo” délfico no se consigue mirándose el ombligo, sino haciéndolo dialogar con los ombligos ajenos.

Otra razón para desarrollar las habilidades lectoras es la capacidad de construir sentidos. Stanley Fish explica esto cuando diferencia las oraciones de las listas de palabras. “¿Qué hacemos cuando creamos una oración a partir de una colección aleatoria de palabras? ¿Qué agregamos a esas palabras al volverlas reconocibles como oraciones? La respuesta se puede dar en una sola palabra: ‘relaciones’” (How to write a sentence). El mundo es un caos que nuestras mentes se esfuerzan por ordenar de manera lógica. Un ejemplo de orden lo entregan los textos escritos. Por eso el gran consejo de Stanley Fish para escribir oraciones correctas es: “asegúrate de que cada elemento de tu oración se relaciona con los otros elementos de manera clara y sin ambigüedades”. Leer nos enseña a encontrar el sentido en el texto que tenemos ante nuestros ojos y en el mundo real que ese mismo texto refiere. Por eso, después de leer la novela que Francis Scott Fitzgerald hizo sobre su vida, Gerald Murphy le escribió a su biógrafo: “sólo la parte inventada de nuestra historia –la parte irreal– ha tenido alguna estructura, alguna belleza”. La ficción y la escritura en general tienen la virtud de tomar hechos aislados y relacionarlos para conformar estructuras con belleza. Y esto es algo que todos necesitamos. El sentido que cada persona da a su vida, el que da a cada experiencia, existe únicamente para quien establece relaciones lógicas de oposición y semejanza. Un gran modelo para ello se encuentra en los textos. Por eso nos gustan las historias clásicas, porque jerarquizan los elementos de la realidad y nos ayudan a distinguir entre lo importante y lo secundario, como ilustra este video de María Popova:


(También puedes ver una versión subtitulada en español.)

Otra razón para leer es el uso terapéutico que podemos dar al arte. En palabras de Alain de Botton, “el arte nos compensa ciertas debilidades que tenemos desde el nacimiento, más de la mente que del cuerpo, debilidades que podemos llamar fragilidades psicológicas” (Art as therapy). Esto incluye la esperanza que nos da un final feliz y el alivio de sentirnos menos solos al descubrir que otros sufren por causas similares a las nuestras. Gonzalo Garcés indica algo semejante cuando dice que el arte ofrece advertencias sobre cómo debiésemos o no comportarnos. “En su origen todo el arte, y en particular la narrativa, son fábulas cautelares. Mirá lo que te puede pasar si robás el fuego del cielo como Prometeo. Mirá lo que te puede pasar si mirás atrás como la mujer de Lot. Que no te pase como a Gilgamesh, que rechaza los encantos de Ishtar y por eso la diosa despechada envía contra él al Toro de los Cielos” (“Todo lo que necesitás saber sobre la vida”).

Por último, la literatura nos acerca como seres humanos al presentarnos puntos de vista que, contextualizados adecuadamente, nos resultan aceptables o al menos comprensibles. Borges lo explicó del siguiente modo: “El concepto de asesinos denota una mera generalización; Raskolnikov, para quien ha leído su historia [en Crimen y castigo] es un ser verdadero. En la realidad no hay, estrictamente, asesinos; hay individuos a quienes la torpeza de los lenguajes incluye en ese indeterminado conjunto. En otras palabras, quien ha leído la novela de Dostoievsky ha sido, en cierto modo, Raskolnikov y sabe que su ‘crimen’ no es libre, pues una red inevitable de circunstancias lo prefijó y lo impuso” (“El verdugo piadoso”). No sé si algún lector empezó a matar gente por haber leído a Dostoievsky, pero sé que su lectura nos ayuda a ponernos en el lugar de quienes sí han matado. Nos enseña a ser empáticos y, en consecuencia, un poco menos egocéntricos.

No creo que la lectura sea la única manera de aprender a resolver problemas, formar opiniones propias, encontrar sentidos, compensarnos psicológicamente y sentir empatía por los demás. Ni siquiera creo que la mayor parte de los lectores consigan estos objetivos. Sólo creo que la lectura puede ayudarnos en esos aspectos. Supongo que en algo de esto habrán pensado quienes volvieron obligatorio el estudio del lenguaje y la literatura durante toda la vida escolar. Si no es así, no importa. Los profesores de Lenguaje podemos trabajar para que nuestra clase sirva a estos objetivos prácticos y consigamos estudiantes, no necesariamente cultos, pero sí más sabios, respetuosos y felices.

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Aprender acompañado

Discurso por el Día del Profesor

El miércoles uno de ustedes, de los alumnos, me preguntó en el patio por qué quise ser profesor. Como hago siempre con las preguntas serias, le respondí con una broma. Le dije que esa fue la única manera que encontré de no salir nunca del colegio. Porque claro, el mundo es tan grande, tan lleno de alternativas, de peligros, que uno no sabe por dónde empezar. Entonces yo opté por quedarme aquí, en un colegio. Más vale Infierno conocido, que Cielo por conocer. Él no me creyó nada y me dijo “no, dígame por qué quiso ser profesor”.

Mi segunda respuesta la dije más despacio porque era más en serio. Dije algo como: “soy profesor porque me gusta leer”. Súper nerd y, además, poco convincente. ¿Qué tiene que ver el gusto por la lectura con una sala de clases? Por eso agregué algo sobre leer acompañado. “Me gusta leer acompañado”, una cosa así. Y ahí creo que me fui. Me alejé del alumno antes de que se le ocurriera otra pregunta personal.

Y en realidad es eso. Me gusta leer acompañado, pero no como pasa en las bibliotecas, donde uno se sienta a leer rodeado de muchos lectores silenciosos, cada uno metido en su propio libro. Me gusta leer acompañado porque lo que me gusta es aprender acompañado. Me refiero a lo que pasa cuando dos personas saben cosas diferentes, empiezan a conversar y terminan sacando conclusiones que a ninguna de las dos se les hubiese ocurrido por sí solas.

Descubrí hace tiempo este gusto por el aprendizaje acompañado, cuando estudiaba en el colegio. Tuve profesores y compañeros de curso con los que me daba gusto aprender. Con mis amigos comentábamos discos de música, películas, juegos de computador y hablábamos de la vida en general. Nos quejábamos del colegio, de nuestros compañeros, de los profesores… Nos quejábamos de muchas cosas y terminábamos construyendo nuestras ideas sobre lo bueno y lo malo, lo bonito y lo feo, lo que querríamos y evitaríamos en nuestras vidas.

También, estaría bueno decirlo hoy, aprendí muchas cosas con los profesores del colegio. Recuerdo a uno de Historia que en segundo medio me enseñó que la cultura era algo admirable y grande, mucho mayor que las clases, las guías y los libros del colegio. Después tuve a un profesor de Lenguaje que me enseñó algo fundamental: resulta que la cultura, además de grande y admirable, podía ser entretenida. Ese profesor lo pasaba muy bien en sus clases, presentándonos a escritores, obras de teatro, películas, compositores y todo lo que nos hiciera más grande el mundo.

Porque el aprendizaje acompañado hace eso, agranda el mundo. O sea que no era verdad cuando le dije a uno de ustedes que soy profesor para evitar un planeta demasiado grande, porque esa grandeza también puede estar en la sala de clases o en el patio del colegio.

No es fácil aprender acompañado. Es muy difícil. Para eso se necesitan al menos dos personas con ganas de aprender algo parecido. Y eso cuesta encontrarlo. Muchos se han acostumbrado a aprender solos, yendo de link en link, de video en video y de aplicación en aplicación a través de sus computadores y celulares. A lo mejor por eso funciona lo de los likes en facebook, porque cuando uno creía haber descubierto algo solo, aparece alguien más y te dice “bien, me gusta”. Al menos alguien valora tu descubrimiento. Aunque aprender acompañado sigue siendo otra cosa, algo que necesita una comunicación mayor, algo a lo que el comentario escrito con emoticón se acerca sin alcanzar a llegar.

Para eso está el colegio. Al menos, para eso vengo yo a este colegio. Para conseguir un difícil encuentro entre demasiadas personas, todas juntas en una sala, y aprender acompañado. Muchos días no resulta. Algunos alumnos prefieren aprender de sus compañeros, del diario, de sus celulares o de otras asignaturas. Otros no sienten el gustito de compartir descubrimientos y, por ejemplo, divididen los trabajos grupales y cada estudiante termina aprendiendo tan solitario como los lectores de la biblioteca que mencioné hace un rato. O tienen observaciones interesantes y terminan haciéndolas en privado en lugar de decirlas ante todo el curso. Pienso que ahí está nuestro gran desafío como profesores y también de ustedes como estudiantes. Justificar que estamos juntos en este colegio y, entre todos, conseguir eso que mí me hace tan feliz: aprender acompañado.

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Cómo comentar un texto

Así termina el primer texto que le entregué.

Así termina el primer texto que le entregué.

(Soy profesor de Lenguaje y hace una semana un alumno de segundo medio me propuso lo siguiente. Para mejorar su capacidad de análisis y escritura, me pidió que cada semana yo le entregue un texto que él comentará en un ensayo que yo le comentaré de vuelta. En lugar de comentar mi comentario, él recibirá un nuevo texto para reiniciar el ciclo de la lectura y la escritura. El primer texto que le entregué fue el mito de Faetón, narrado por Ovidio en la Metamorfosis (pp. 96-109). Me dijo que le gustó, pero que no sabía qué tipo de texto escribir. Entonces redacté lo siguiente.)

Me preguntas cómo habría que escribir un ensayo sobre los textos que te voy a ir entregando y lo primero en que pienso es una frase de El gran Gatsby, donde Nick Carraway dice que con sus lecturas querría ser “el más limitado de todos los especialistas, ‘el hombre completo’. Esto no es sólo un epigrama, porque, después de todo, a la vida se la observa mejor desde una sola ventana” (cap. 1). De ahí tomé el nombre de este blog. Años atrás, en un libro que consideré mi favorito, subrayé una frase parecida: “de entre todas las vidas posibles hay que anclarse a una para poder contemplar, serenamente, todas las otras” (Baricco 152). Las dos citas dicen prácticamente lo mismo, que no podemos tomar todos los puntos de vista para ver un objeto. Hay que elegir uno. Eso es verdad para la vida, pero podría no serlo para la escritura porque uno podría tratar de escribir todas las opiniones posibles sobre un mismo objeto. Los ensayos permiten hacer eso. Pero como quiero dar el ejemplo y tomar una sola ventana, una de todas las vidas posibles que este texto podría llegar a tener, me anclo a la idea de que los ensayos deben tener un solo punto de vista. Le doy ese nombre metafórico para no limitar tus textos a temas ni tesis argumentativas, aunque son un buen punto de partida. Quizás me parezca relevante esto de elegir una única ventana porque es algo que me cuesta hacer. Como dice Holden Caulfield, “mi problema es que me gusta cuando alguien hace digresiones. Es más interesante” (El guardián entre el centeno, cap. 24). Por eso las hago, aunque sé que habría que evitarlas para ser más claro, para que el lector capte algo de lo que uno está comentando.

El otro punto relevante es ser capaz de transmitir ese punto de vista personal. En un buen prólogo de un mal libro, Juan Villoro  dice que W. H. Auden “sostiene que la crítica negativa siempre informa más del que escribe que del tema en turno: ‘no puedes reseñar un libro malo sin lucirte’. El desafío esencial del ensayista consiste en argumentar virtudes. Nabokov sabía que no hay juicio estético más preciso que sentir un escalofrío en el espinazo. El ensayo asume en forma intrépida el reto de razonar escalofríos” (10). Me gustan mucho los ensayistas capaces de destruir un texto o una película, pero prefiero a los que son capaces de explicar lo positivo. Ese objetivo me parece el mejor, si no el único, para elaborar interpretaciones, para dar racionalidad a algo que no la tiene. Los buenos libros nos hacen pensar y sentir tantas cosas, que creemos posible ordenar todo eso en torno a una tesis que demostramos con fragmentos del texto. Ese es, creo, el origen de las interpretaciones, aunque después uno lo pase bien inventando pruebas sobre la riqueza simbólica de lo leído. Uno solo quiere decir: “ahí hay algo, vayan a buscarlo”. Pero, para que nos crean, le ponemos un nombre a ese algo. Así es como el intérprete también se siente un poco artista, uno que busca en los textos lo que otros buscarían en la realidad. «Si debemos justificarnos, inventamos razones estéticas, culturales, filológicas, históricas, filosóficas, morales. Pero la verdad es que, a fin de cuentas, nuestros juicios son casi todos refutables fuera del campo hedonista» (Alberto Manguel). El único argumento verdadero es el placer, pero si nos quedamos solo en él no creamos un ensayo.

Junto al punto de vista y la racionalización del placer, hay un tercer elemento que valoro en los ensayos: la creación de historias. El comentario puede ser también un texto narrativo, uno que cuente la historia de la lectura que se comenta. Como dijo Miguel de Unamuno, “lo que en un filósofo nos debe más importar es el hombre” (Del sentimiento trágico de la vida, cap. 1). No es que sea un deber, pero pasa realmente. Además de las ideas, uno quiere saber sobre la persona que las pensó. Borges lo dice en una charla sobre la ceguera: “he observado que se prefiere lo personal a lo general, lo concreto a lo abstracto. Por consiguiente, empezaré refiriéndome a mi modesta ceguera personal” (330). Así habría que hablar, desde la ceguera de uno, que marca el límite con lo que sí se puede ver, con la ventana o el punto de vista.

Para finalizar este texto, propongo tres ejemplos de comentarios que admiro.

BB, nuestro lujo de los lunes por Hernán Casciari

Hernán Casciari tuvo un blog tan bueno sobre series de televisión, que al principio yo lo leía solo por el gusto de leerlo, sin saber ni querer saber nada sobre su tema. Me atrajeron sus buenas historias y el punto de vista que adoptaba en cada una de ellas. Recuerdo con especial cariño su presentación de Breaking Bad, donde cuenta que al final de cada episodio se quedaba pegado ante el televisor repitiendo la palabra “nopueser”, que en español significa “no puede ser posible”. La imagen identifica una verdad: a mí también me costaba mucho volver a la vida real después de cada capítulo de esa tremenda serie.

Uno sabe que Casciari exagera, pero lo hace para mejorar las anécdotas. Esto lo explica él mismo en un texto que funciona como un arte poética: “fue allí cuando le dimos verdadera dimensión a la honestidad que implica regalar una mentira donde es uno —el narrador— quien queda mal parado”. Ese texto, donde explica que las historias que le interesa escribir se ubican en un punto intermedio entre la realidad y la ficción, también es una historia.

Otro comentario admirable de Casciari es cuando comparó su experiencia como espectador de Lost con una relación amorosa. “La primera temporada de Lost fue como el inicio de un noviazgo salvaje. Como esos amores a primera vista en donde sólo cabe pensar que la vida será siempre maravillosa y que nada, en todo el mundo, nos sacará del paraíso. Acción, suspenso, misterio”. Después de leer esta historia, empecé a ver Lost. Luego vinieron las otras series, también recomendadas por Casciari en ese blog, que este año retomó en otro sitio web.

Lo último que diré de él, en lugar de pegar más links a textos suyos que admiro, es que rescato la finalidad de sus publicaciones. Lo dijo en el comentario número 34 de esta reseña. Alguien le reclamó por presentar una serie que muchos ya conocían hace tiempo con informaciones que tampoco eran nuevas. Casciari le respondió:

“Es verdad. Pero eso ocurre porque sabés muchísimo sobre tele, mirás un montón de series y leés blogs específicos. En esta columna no escribo para los que ya son fanáticos y saben todo. ¿Qué gracia tiene? En el futuro voy a recomendar muchas cosas que seguro ya viste, y de las que ya leíste mil reseñas. Espero que no te enojes cada semana”.

¿Por qué me gusta que diga eso? Porque muestra que Casciari está haciendo difusión cultural, que se está dirigiendo a un público amplio para compartir buenas obras de arte. Y eso, que conmigo resultó y me ha hecho ver series de excelente calidad, hace que me sienta muy agradecido de él.

300: El Nacimiento de un Imperio… ¿Qué tal? por Hermes Antonio

Hermes sí que haría enojar al comentador de Cascari, porque reseña las películas más conocidas que existen. Su especialidad es Hollywood, las películas que los multicines anuncian con afiches gigantes, las que vemos en paraderos de micros y páginas completas del diario. Lo genial de Hermes es su voz, como puede verse en su propia descripción:

Flims: El nuevo rincón de Hermes es una página dedicada al cine, las series y la cultura plop en general, aunque más cine que nada. Su responsable es el visionario Hermes, también conocido como Hermes Antonio, Hermes el Sabio, Hermes Guachito Rico, Crítico Famoso, etc. Los comienzos de su destacada labor en el campo de la crítica fliméfila seria se remontan al año 2006, donde debuta en un entonces promisorio sitio llamado Blogspot.com. Una fría mañana de marzo en que todo cambió, Hermes Antonio decidió –naah, me aburrí. Soy yo oh. Quería tener biografía de Arturo Prat y la estaba escribiendo yo mismo, pero me cansé (sorry)”.

Tiene una rapidez impresionante para hacer chistes que me hacen reír muy fuerte. (¡Un sitio promisorio llamado Blogspot.com! Es como si uno dijera ser redactor de uno de los sitios web más visitados de Internet: Facebook.) Además de los chistes, Hermes juega muy bien a racionalizar el placer, asumiendo desde el comienzo lo que decía Alberto Manguel, que casi todos los juicios estéticos son refutables.

“Lo mejor de Trescientos es que debe ser una de las películas de batallas más entretenidas de todos los tiempos, porque estos vedettos musculosos lo único que saben y quieren hacer en la vida, es ir a la guerra a morir con honor. Lo juro, es en lo único que piensan y desde que son chicos porque cuando son péndex que en vez de ir al colegio practican combo en loci, en vez de ir al McDonald’s van al gimnasio a hacer tiburones, y en vez de pedir esmárfons piden cera depilatoria”.

La prueba de que Trescientos es una entretenida película de batallas es que lo único que saben hacer sus personajes es ir a la guerra. ¿Qué relación hay entre la opinión y el argumento? Ninguna, y eso no es un defecto en las columnas de Hermes. El argumento funciona porque todo lo que dice después es gracioso y porque representa muy bien el personaje que es Hermes, un niño del cual solo existe una fotografía:

Hermes Antonio

Su niñez justifica su libertad de juicios, asociaciones y graciosos malentendidos. También explica la falta de lógica en sus explicaciones. ¿Qué hace un niño para convencer sobre la calidad de una película? Enumera sus partes y, totalmente en serio, dice que, por ejemplo, “Trescientos es buena porque tiene los mejores guerreros que existen”. Y eso no tiene nada de malo, no en el personalísimo estilo de Hermes.

Clásicos que deberías leer aunque te digan que deberías leerlos: El Decamerón por Ernesto Filardi

A Ernesto Filardi también se le podría reclamar por comentar obras demasiado conocidas. De hecho, en Jot Down tiene una sección donde solo presenta textos típicos, más conocidos como clásicos. Y como ya dije, encuentro que eso no tiene nada de malo.

Me gustó leer hace poco que, después de publicar un bonito texto sobre La regenta (novela que yo también podría comentar en este blog porque es una de mis favoritas), retuiteó de una lectora: “lo que no consiguieron varias profesoras de lengua, lo habéis conseguido vosotros: que lea La regenta”. Después Filardi tuiteó:

“He trabajado casi diez años haciendo campañas de animación a la lectura, y cosas así son las que dan todo el sentido a lo que uno hace”.

Me conmovió leer eso, supongo que porque soy profesor de lenguaje y porque tengo este blog, dos espacios en los que intento compartir la felicidad de leer. Ernesto Filardi lleva diez años animando a la lectura, pero menos de uno escribiendo para la sección “Clásicos que deberías leer aunque te digan que deberías leerlos”. El nombre de la sección supone que nadie quiere leer lo que debería leer y agrega que, de todos modos, algunas de esas lecturas sí debiesen realizarse. Asume una resistencia por parte del lector, sabe que es difícil mandar a alguien a leer, por ejemplo, las mil páginas de La regenta.

Por eso empieza desde el principio, explicando que los libros clásicos son buenos. Entonces pregunta a los lectores en quién podemos confiar para determinar si un libro es bueno o malo. “Dense un tiempo para buscar una posible respuesta.

Tic.

Tac.

Tic.

Tac.

¿Qué juez es lo suficientemente sincero e imparcial como para sentenciar si un texto literario es modelo digno de imitación?

Tic.

Tac.

Tic.

Tac.

En efecto. La respuesta es el tiempo”.

Así escribe. Ingenioso y didáctico. Porque el recurso del tiempo que pasa para encontrar que él mismo, el tiempo, es la respuesta buscada no solo es creativo, sino que además se fija en nuestra memoria.

A diferencia de Casciari y Hermes, Filardi presenta obras históricamente lejanas. Su gran trabajo es acercarlas. Al resumir la situación de donde surgen las historias del Decamerón de Bocaccio, habla de los jóvenes que en 1348 salen de la ciudad para huir de la peste. “Si cambiásemos la fecha por una de dentro de unas décadas y la palabra peste por ataque nuclear, epidemia zombi o invasión alienígena nos encontraríamos con un blockbuster distópico próximamente en todas sus pantallas. […] ¿A quién no le apetecería, por ejemplo, marcharse a una villa en la Toscana con unos amigos hasta que se acabe la crisis de una vez?” Sin dejar este estilo juguetón, cuenta rápidamente una de las historias del Decamerón y la interrumpe en su punto más intrigante para que nos vayamos a buscar el final y el libro completo.

Una vez le escribí por twitter: “No sé si seguir aprendiendo y riendo con las reseñas de @ErnestoFilardi o hacerle caso y leer a Bocaccio”.

Él, como promotor de la lectura que es, me dijo: “Yo que tú leería a Bocaccio. Porque vas a aprender y a reír muchísimo más que conmigo ;)”

¿Qué debieses hacer ahora? ¿Leer a Hernán Casciari, a Hermes Antonio, a Ernesto Filardi o a Bocaccio? ¿Ver Breaking Bad o la segunda parte de 300? ¿Escribir sobre alguno de ellos o sobre nuevos textos? Te recomiendo ir a leer cualquier cosa, pero después escribir sobre ella. Así podrás compartir esa lectura y recodarla cuando se te haya olvidado.

Bibliografía impresa
Baricco, Alessandro. Océano mar. Barcelona: Anagrama, 1999
Borges, Jorge Luis. Obras completas III. Buenos Aires: Emecé, 2007.
Villoro, Juan. De eso se trata. Santiago: Diego Portales, 2007.

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Educación, Internet

Defensa de la gramática inglesa apoyada en doge

Por primera vez en toda mi vida, hoy sentí ganas de ser profesor de inglés. Más específicamente, de ser un profesor que enseñe la gramática del inglés. ¿Por qué? Porque una amiga me mandó un texto donde la lingüista Gretchen McCulloch demuestra la importancia que actualmente tiene la gramática para hacer imágenes estúpidas en internet. Más específicamente, para escribir en las fotos del perrito doge:

Después de exhibir que es una experta en memes y escritura por internet, la buena Gretchen McCulloch demuestra que las frases doge tienen una gramática particular que se conserva aunque no haya una foto central, comic sans ni colores fluorescentes. La prueba es este resumen de Romeo y Julieta:

What light. So breaks. Such east. Very sun. Wow, Juliet.
What Romeo. Such why. Very rose. Still rose.
Very balcony. Such climb.
Much love. So Propose. Wow, marriage.
Very Tybalt. Much stab. What do?
Such exile. Very Mantua. Much sad.
So, priest? Much sleeping. Wow, tomb.
Such poison. What dagger. Very dead. Wow, end.

Luego explica la selectional restriction y cómo su uso intencionalmente agramático rige la nueva generación del lenguaje en internet, donde la ortografía se ha recuperado para que las bromas se dirijan contra la sintaxis del inglés. Lo interesante de esto es que para poder escribir frases doge hay que dominar las reglas, única manera de poder romperlas. Por eso surgen diálogos como el siguiente, también citado en el artículo:

Friend #1: Doge is a rescue dog. Much respect. So noble. Wow.
Friend #2: Your dogeing is too coherent. “Much noble, so respect.”

En definitiva, me gustaría estar frente a un curso defendiendo la gramática inglesa porque sin un conocimiento acabado de ella sería imposible escribir estupideces adecuadamente. ¿Cómo ser intencionalmente estúpido si no sabes de la inteligencia? ¿Cómo ser agramatical si no sabes gramática?

Termino de escribir esto y pierdo las ganas de ser profesor de inglés. Ya dije todo lo que tenía que decir en ese rol. Puedo volver a ser yo.

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Educación

Las tres tareas del formador de profesores

“Entre la actitud culta del alumno y las virtudes del profesor” es un buen ensayo de Jorge Peña porque reúne las tres funciones que la enseñanza de la pedagogía debiese tener: nombrar, ejemplificar y motivar.

Nombrar

La enseñanza es una tarea práctica que se puede ejercer sin una formación teórica, a partir de experiencias personales y ejemplos. Es como el lenguaje o los juegos, que “coinciden en tener, como actividades, ciertas reglas y condiciones preestablecidas, que aprendemos al comienzo, pero también un grado considerable de indeterminación, vaguedad y espacio abierto para la improvisación, la variación personal o total y la invención” (Cordua 330). La educación no es otra cosa que un tipo de relación entre personas, si no es exclusivamente una forma de comunicación. Por eso los juegos y el lenguaje resultan comparables con ella. Las reglas pueden ser muy básicas: roles diferentes entre el profesor y los alumnos donde, por ejemplo, el primero dirige actividades que en gran medida serán evaluadas al finalizar cierto periodo de tiempo con una nota u otro sistema semejante. Otras reglas son que el profesor debiese dominar habilidades o conocimientos que los alumnos esperan desarrollar y, por lo anterior, tener cierta distancia jerárquica respecto de los alumnos. Enumerar estas reglas tan obvias puede parecer un ejercicio estúpido porque no lo necesitamos, pues ya hemos desarrollado “un sentimiento de las reglas” (Cordua 325). Esta tarea que acabo de considerar estúpida es la que llamo nombrar, una de las funciones de la formación pedagógica. Si comparamos reglas y sentimientos, podremos relativizar la estupidez de su descripción. En principio, no necesitamos nombrar los sentimientos para experimentarlos. No tienen que definirnos el amor para empezar a sentirlo. Sin embargo, nos gusta ese ejercicio e inexplicablemente sentimos que nos sirve de algo. Por eso las películas y las canciones de amor son tan exitosas, porque nos ayudan a nombrar lo que nos pasa. Incluso hay gente que abusa de este recurso y termina dedicando canciones famosas a quienes aman; se sienten tan incapaces de describir su amor que terminan indicando con el dedo lo que otro cantó y dicen ‘eso que están cantando ahí con palabras tan bonitas, eso es lo que siento por ti’. Otro uso importante de nombrar las reglas es el que dice Pedro Aznar en la canción “Amor de juventud”, donde un joven enamorado “le lee poemas sin parar” a su enamorado porque “se quiere asegurar de que él siente lo mismo”. ¿Es amor esto que siento? ¿Es gramaticalmente correcto lo que escribí? ¿Me estoy comportando como un profesor en mi sala de clases? Dar nombre a lo que ya sabemos nos sirve para responder estas preguntas que surgen al actuar.

Ejemplificar

Sin embargo, los nombres y las reglas suelen ser insuficientes cuando enseñamos o aprendemos algo. Jorge Peña dice que “si nos instalamos en el plano abstracto, el de las ideas y definiciones, seremos unos lateros insoportables. Debiéramos tener un lema a la hora de enseñar: hay que pasar constantemente de la imagen a la idea” (307). Esas imágenes son los ejemplos. Wittgenstein escribió: “¿Cómo le explicaremos a alguien lo que es un juego? Creo que le describiremos juegos y podremos agregar a la descripción: ‘eso y lo que se le parece lo llamamos juegos. […] No conocemos los límites porque ellos no están trazados. Como hemos dicho, podemos trazar un límite para un propósito particular. ¿Es que así logramos hacer útil por primera vez al concepto [de juego]? ¡De ninguna manera!” (Cordua 206-207). Ejemplificar al enseñar pedagogía es más entretenido y más realista porque los límites que trazan las reglas son bastante relativos. Por lo mismo es que para aprender de amor preferimos ver una película con una historia o leer los poemas del amante de Pedro Aznar que leer un libro de psicología teórica. Esos ejemplos pueden ser descripciones de casos reales, idealmente narrados por sus protagonistas, o videos de clases ejemplares “porque es un recurso insustituible para la comunicación del conocimiento didáctico” (Lerner 188). Delia Lerner especifica que “las situaciones de clase que es más productivo analizar son las que pueden caracterizarse como ‘buenas’, porque son estas situaciones las que permiten explicitar el modelo didáctico con el que se trabaja” (179). Por eso son necesarios los ejemplos, porque explicitan lo que en la teoría solo sería abstracción.

Arriba las manos

En tercer lugar, la formación debiese cumplir una función que puede parecer superflua en profesores con una vocación segura: motivar. El profesor debe estar consciente de la importancia que tiene su trabajo y no perder las ganas de perfeccionarse en él. Esto es lo más difícil de lograr. Yo por ejemplo, disfruté mucho la lectura del ensayo de Jorge Peña, en gran medida porque da nombre a prioridades que también considero relevantes en la tarea docente y porque me dieron ganas de realizarlas en una sala de clases. El texto me motivó a ser un profesor culto y alegre, aunque falló en un aspecto difícil de superar. Lo cuento porque no creo ser el único con este problema. Leí el texto, estuve de acuerdo en casi todo, lo encontré motivante, pero no sentí que debiese cambiar mi forma de ser como profesor. Me pasó lo que dicen que Jonathan Swift comentó sobre la sátira, que es “una especie de espejo donde el espectador descubre generalmente todas las caras excepto la suya”. Vi las caras de otros profesores que debiesen mejorar, quizá leyendo ese mismo ensayo, pero no la mía. Me motivó vocacionalmente, pero no produjo nada en la acción. Quizá eso dependa más del lector que del escritor y haya que seguir el consejo de Macedonio Fernández: “No lea tan ligero, mi lector, que no alcanzo con mi escritura adonde está usted leyendo” (28).

Podría criticarse a Peña porque no pone ejemplos. Comparte muy buenas citas de Gabriela Mistral, pero no nos lleva nunca a una sala de clases. Esto se relativiza al considerar que el texto de Peña es un ejemplo de lo que propone: es culto, en el sentido de abierto al pensamiento e interesado en el saber didáctico. Ayuda mucho que se involucre personalmente en los textos que enseña diciendo cuáles son sus favoritos, como se ve en las notas al pie número 7 o 15. Jorge Peña realiza un texto completo sobre pedagogía porque nombra, ejemplifica y motiva a ser un buen profesor. Como en el lenguaje, los juegos y el amor, todo eso puede ayudar, aunque el verdadero aprendizaje se da en la práctica.

Fuentes

Cordua, Carla. Wittgenstein. Santiago: Universidad Diego Portales, 2013. (El link lleva a otra edición.)

Fernández, Macedonio. Papeles de Recienvenido. Barcelona: Linkgua digital, 2013

Lerner, Delia. Leer y escribir en la escuela: lo real, lo posible y lo necesario. México: Fondo de Cultura Económica, 2008.

Peña Vial, Jorge. “Entre la actitud culta del alumno y las virtudes del profesor”. Estudios públicos 93. (2004): 291-315.

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Educación, Libros

Ser el Quijote por no querer serlo

En una clase sobre el Quijote donde pedí a los alumnos que dijeran todo lo que sabían de él, uno contó que cuando chico vio una película del Quijote que lo impactó mucho. Lo que lo impresionó fue el momento en que se muestra que por leer muchos libros de caballerías, a Alonso Quijano “se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio”. El alumno decía, y yo quiero creerle, que al ver eso empezó a tenerle miedo a los libros y que dejó de leerlos. En la mente le quedó la imagen del cerebro que se seca de tanto leer.

¿Por qué quiero creerle? Porque es una lectura muy quijotesca del Quijote, la cual, fallidamente, busca diferenciar al lector del personaje. Para no volverse loco, mi alumno dejó de leer libros, pero lo hizo por leer quijotescamente una película. Porque la película le dijo que los libros podrían volverlo loco, cometió la locura de dejar de leer libros. Igual que el Quijote, el alumno no sabe que tomó la ficción por realidad, que leyó como un loco.

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