Breve, Ficción, Sociedad

The Truman Show, una historia de la religión

The Truman Show es una historia de la religión. En ella un hombre descubre que no está solo en el universo, sino observado por una especie de Dios omnisciente compuesto por 5 mil cámaras y millones de espectadores. Es decir, que lleva toda su vida protagonizando un reality show.

Conocemos a Truman demorándose frente al espejo del baño en la mañana, saludando a los vecinos y conduciendo a su trabajo. Es la rutina de un día común, que se rompe con un hecho sobrenatural. Truman ve en la calle a su padre que murió hace años, pero vivo. Un resucitado. Como siempre en esas situaciones, las cosas son confusas, hay demasiada gente, el padre desaparece en un bus y Truman se queda perplejo, buscando fotos que comparen a quien creyó haber visto con quien realmente vio. Su entorno familiar le dirá que se equivoca, que siempre hay una explicación más razonable para todo, pero Truman queda intranquilo, sensible a cada cosa extraña que le sucede.

Cuando experimenta con la realización de actos impredecibles como salir de su oficina y entrar en un edificio cualquiera, aparenta ser científico, pero es religioso por lo indefendible de su hipótesis: hay algo ahí afuera que me observa e interviene constantemente en mi vida. El mundo trata de decirme cosas, todo pasa por algo. Y de hecho es así, todo pasa para que el espectáculo televisivo conserve y multiplique su audiencia. Ella es la divinidad que sabe y decide todo. Umberto Eco escribió que a falta de un Dios que nos comprenda y juzgue con justicia, del cual podamos decir “Dios sabe cuánto he sufrido” o “Dios sabe que soy inocente”, nos queda el ojo de la sociedad, el ojo de los otros, al que hay que mostrarse para no caer en el agujero negro del anonimato. Por eso el éxito de las redes sociales y los reality shows.

Pero esta es una historia moderna de la religión, que no termina en la creencia, sino en la huida de ella. Truman llega a la frontera del mar, sube una escalera y abre una puerta en el cielo pintado sobre las paredes del gigantesco estudio de televisión. Oye la voz del director, un Dios que le promete la seguridad del paraíso conocido, donde hasta las peores tormentas se calman con un par de palabras: “es suficiente”. Y Truman piensa eso, que ya ha tenido suficiente del destino manejado por unos guionistas que dan sentido a cada manifestación del azar. Se despide con una reverencia, da media vuelta y cruza el umbral del estudio televisivo hacia el agujero negro del anonimato. Se convierte en alguien como nosotros, los espectadores, que celebramos la valentía de su decisión.

(Texto escrito para el Taller de Críticas Maestras de Hermes el Sabio.)

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Ficción

Testimonio de un tirón

pirana

Obvio que había escuchado historias sobre esto, pero una cosa son las historias y otra la experiencia, que a veces se vive tan rápidamente que ni las historias más completas sirven de algo. Hay situaciones en que ni la experiencia sirve, y eso es lo que me preocupa. Es decir, claro, uno sabe que debe andar siempre con cuidado, que otros animales andan tan hambrientos como una bajo el agua y que hay que pensarlo bien antes de lanzarse a comer cualquier cosa. Pero ahí la experiencia contradice a las historias porque uno se ha pasado toda la vida comiendo de todo y nunca ha sentido nada malo más allá de uno que otro problema digestivo que dificulta dormir bien. Y si hago esta comparación entre la experiencia y las historias es porque voy a contar una historia que para mí fue una experiencia, con más valor que las historias normales, aunque entiendo lo difícil que debe ser percibir eso para quienes sólo lean o escuchen esto que se transmite igual que las historias inventadas. ¿Acaso existe una mejor manera de compartir experiencias? Hay que convertirlas en historias para que tengan un orden comprensible, razón suficiente para interrumpirme y empezar por el principio.

No me gusta presentarme diciendo mi especie porque entiendo que las pirañas tenemos mala fama por esto de que nos comemos todo lo que encontramos, lo cual es cierto hasta el punto de que hace poco un tío me contó con orgullo que se había comido la cola de un joven caimán que descansaba una mañana entre las plantas de una orilla. Yo nunca he llegado tan lejos, quizá porque soy joven y tengo mucho por conocer sin salirme de los límites de lo conocido por todos, a diferencia de mi tío que hace tiempo anda buscando experiencias nuevas, como si se fuera a morir pronto y no quisiera dejar el mundo sin haber cumplido una lista de tareas. Y no lo digo porque estar a punto de morir se sienta así, sino por la idea que se tiene de ese hecho que sólo pocas hemos estado a punto de experimentar (lo digo así para callar a los escépticos que intentan convencerme de que yo sí me morí y después volví a la vida. Los llamo escépticos por no creer en mi versión, aunque al mismo tiempo se muestren muy ingenuos al creer que uno puede morirse y después resucitar).

Pero iré al principio o al menos diré algo para no abusar de la paciencia del lector. La escritura me hace alargar las reflexiones por aprovechar que nadie va a interrumpirme como cuando hablo, aunque también es cierto que el lector podría ser peor y simplemente abandonarme, cosa que me parecería muy negativa para el mismísimo lector, quien debiese beneficiarse con mi historia. Seré directa: los rumores son ciertos y las medidas de seguridad son todas necesarias, como verán en mi poco ejemplar historia basada en mi poco ejemplar experiencia. Es verdad que unas comidas tiran con la fuerza suficiente para arrastrarnos más allá de la superficie, ocasionando un dolor horrible que dura varios días en los labios si es que se consigue volver al agua como me pasó a mí, que gracias a eso estoy aquí contando esto como si fuese una vieja sabia aunque sólo soy una niña cuya experiencia me volvió sabia, al menos en el tema de la alimentación y la muerte, o de la alimentación mortal o de la muerte por alimentación.

Me gusta decirlo así porque suena extraño. La alimentación debiese ayudarnos a vivir. Eso es lo perverso de este asunto. Resulta que en el agua existen ciertos alimentos que esconden un mecanismo mortal para nosotras, del cual yo escapé milagrosamente para contar esta historia (pero no para ser usada como amuleto sagrado de la suerte, según me han insinuado parientes mayores, que a cierta edad empiezan a creer en cualquier cosa, así como a mi tío le dio por hacer cualquier cosa. Me intrigan los viejos y sus opiniones). La recomendación es conocida: rodear los alimentos muertos hasta asegurarse de que no se mueven, algo difícil de seguir porque en el agua todo está siempre moviéndose (la verdad es que ni siquiera estoy tan segura de que eso hubiese evitado lo que me pasó).

Iba una tarde de aguas tibias y luminosas buscando lo de siempre: comida. Lo digo así, sin vergüenza, porque entiendo que a eso se dedican todos los animales, salvo la extrañísima excepción del monstruo que me perdonó la vida y que por eso debiese llamar de otra manera, si es que el susto y el dolor ocasionado por él no hubiesen sido monstruosos. Llevaba varias horas sin comer, siguiendo movimientos de animales que resultaron ser más grandes que yo, más victimarios que víctimas para mí, hasta que sentí una intensa revuelta de aguas superficiales junto a las plantas en la orilla de un cruce de ríos. Me acerqué cautelosamente para ver qué había, pues el hambre no anula la curiosidad sino que con suerte es al revés: encontrar alimento por andar curioseando. Fui al lugar del ruido sin asomarme demasiado a la superficie, que me volvería más visible, y encontré un panorama muy extraño: cuatro pedazos de carne permanecían bastante estáticos a una altura demasiado parecida, como si los hubiese tragado una culebra transparente que mantenía su profundidad con una postura horizontal. A veces pasa eso, una encuentra una corriente agradable que sólo pasa por un punto específico y dan ganas de quedarse ahí toda la tarde, aunque después dé hambre y uno quiera irse. Me acerqué a uno de los bocados y observé que desde un punto reflejaba la luz del sol. Pasé por el lado de una de las presas: era carne terrestre difícil de encontrar así, trozada, bajo el agua. Di vueltas alrededor y noté que un primo andaba igual que yo a dos carnes de distancia, inspeccionando una presa. Cuando le mordió una parte, el resto salió disparado a hacia arriba.Yo pensé que mi olfato me engañaba porque al parecer estas no eran carnes terrestres sino animales completos que nadaban a velocidades increíbles cuando sentían el dolor de una mordida. Mi primo se me acercó con actitud victoriosa diciendo que se había salvado de un tirón, que es como llamamos a esos alimentos mortales que huyen agarrándonos de la boca. Muchos no creen en ellos y los toman como excusas para situaciones más difíciles de aceptar, como los suicidios o las migraciones individuales, lo que al parecer hizo mi abuelo río arriba. Yo no solo creo en los tirones, sino que estoy segura de su existencia porque experimenté uno pocos minutos después.

Aceptando la posibilidad de que las otras carnes fueran tirones, como dijo mi primo, o animales muy veloces, como creí yo, me alejé a una zona más profunda del agua, esperando recuperar el ritmo estable que el susto había hecho perder a mi respiración. Me dejé llevar por las suaves corrientes y cerré los ojos imaginando el origen de los sonidos que sentía vibrar a lo lejos. El olor me hizo volver a mirar. Era un animal como los de antes, pero solitario y de movimientos lentos. Consciente de los peligros, me acerqué suavemente, esperando que reaccionara al sentir mi proximidad, pero no hizo nada. El olor era delicioso, carne fresca de animal terrestre, quizá un resto de lo cazado por algún caimán.

Me cuesta saber lo que hice después porque es demasiado rápido y extraño. Supongo que intenté tragarme el pedazo de carne, aunque también es posible que él me haya agarrado por el labio o que las dos cosas hayan pasado juntas. Lo cierto es que sentí el tirón. Esa cosa me mordió el labio y, sin salir de mi boca, me llevó arriba a toda velocidad, con una fuerza de intensidades rítmicas como de oleaje. Cerré los ojos pensando que todo terminaría en la superficie del agua, pero el movimiento continuó más allá, en el aire.

Lo que vi afuera no tiene nombre o al menos yo no lo conozco. Había unos monstruos que parecían delfines rosados con tentáculos como de pulpo, pero sin ventosas, aunque manipulaban objetos. Eran suaves, sin escamas, y hacían ruidos extraños y diversos, como de muchos animales juntos. Uno de esos tentáculos que se subdividía en más colas o brazos se organizó con otro y me agarraron por arriba y abajo de mi cuerpo y empezaron a forcejear con las mandíbulas de la carne que yo había tratado de comer, todavía aferradas al lado derecho de mis labios, y me dieron vuelta y lo que vi fue el horror: pirañas secas, opacas y muertas amontonadas como si fueran basura al fondo del agua, pero en un espacio blanco y luminoso, porque ahí todo era luz y colores intensos por la falta de agua. Me fui asfixiando con mis branquias secas y de un tirón que me rompió la boca quedé libre de la carne y su mordida. Un palo duro se enterró contra mis dientes, no para hacerme daño, sino para investigarme, quizá preparando un daño posterior. La espantosa situación de las amigas amontonadas fue pareciéndome atractiva. Lo terrible era estar viva, siendo inspeccionada por ese monstruo de ojos frontales, si es que algo de lo que recuerdo es como lo vi porque lo tengo muy confuso en la memoria, además de que me faltan palabras para describirlo. Entonces me sentí libre, volando por el aire, y caí de vuelta en el agua.

Me quedé quieta. Dejé que el peso me hundiera y retomé gradualmente el movimiento de mis branquias. Los sonidos acuáticos volvían. La confusión había terminado. Miré a mi alrededor y de golpe entendí que debía esconderme entre las rocas más profundas, así que bajé y me quedé un buen rato con la mente en blanco, hasta que me quedé dormida. Al día siguiente no tuve dudas sobre lo que me había pasado porque me seguía doliendo el labio, que se recuperó después.

Ojalá mi historia cumpla la promesa que hice al principio y ayude a los lectores a moverse con más cuidado bajo el agua. Espero no producir el efecto contrario de terminar atrayendo peces a la emocionante experiencia del tirón, porque no tiene nada de agradable. Además mi retorno al agua fue excepcional. Por eso hay tan pocos testimonios verídicos y demasiados rumores, porque lo normal es lo que vi allá arriba, pasar a formar parte de un montón de pirañas muertas. Lo normal es morir, quedarse entre la luz, el aire y los colores intensos. No sé por qué volví. Mi tía dice que me salvé para cuidarla a ella, pero yo no le creo. Pienso en las hermanas que vi juntas, muertas, que también tenían tías, y creo que la mayor diferencia entre ellas y yo es el tamaño. Yo soy más chica. Quizá por eso me devolvieron, porque todavía tengo muy poca carne que ofrecer. Esa es la razón de que ahora voy con más cuidado, comiendo solo lo que se ve absolutamente seguro y nunca en exceso, porque ahora temo la comida que produce tirones y la que me hace crecer, la que me sacaría del agua y me impediría regresar.

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Ficción, Imágenes

El fondo del príncipe

Encuentro en el Oriente

Es difícil elegir un buen fondo de celular. Edgar Allan Poe, que no tuvo este problema pero sí el de elegir alfombras, decía que ellas no debiesen tener dibujos llamativos. “En este caso, la norma es, por encima de todo, fondos identificables y dibujos carentes de significado que resalten”. Recomendaba usar formas circulares o geométricas, como muchos de los fondos que vienen con los celulares, quizá para no perturbar el ánimo de los usuarios/habitantes. Pero las cosas son más complejas porque por otro lado queremos que el celular nos represente, que nos signifique. Por eso los músicos eligen fotos de sus bandas favoritas, los cinéfilos de sus películas y las viejas fotos de sus nietos. ¿Cómo elegir el fondo perfecto? ¿Qué efectos podría llegar a tener un fondo mal elegido? Supongamos que yo estudiara el tema y me volviera un experto en fondos de celular. ¿Podrían llegar a pedirme algo como esto?

“Le explico. Su excelencia usa todo el tiempo su celular. Eso no debiese sorprendernos, lo normal es usar siempre el celular. Pero en este caso es particularmente delicado el tema, pues según el psicólogo del príncipe, el fondo de esos pajarito con mal genio, ¿cómo es que se llaman? Lo tengo aquí anotado… Bueno, le decía que según el psicólogo… Aquí está: Angry Birds. Al parecer, por culpa de un fondo donde aparecían esos monos de caras rojas y enojonas, su majestad fue adquiriendo una expresión similar que afectó a sus emociones y lo volvió, finalmente, un hombre enojado con ganas de destruirlo todo. Según el psicólogo, que ha estudiado los efectos de la tecnología moderna en sus usuarios, el juego de los Pájaros Mal Genio no debe haber afectado directamente a su majestad, consciente de que botar edificios era solo un juego. El problema estuvo en tener a esos personajes en el fondo de su celular, es decir, fuera del juego. ¿Me entiende? Al volver cotidianos a esos personajes enojones y destructores, su excelencia asumió eso como algo normal. Y esta es la terrible conclusión: según nuestro psicólogo, que en realidad dirige un equipo de análisis e investigación sobre el caso, la guerra con Pakistán se debería al efecto que el fondo de los Pájaros Geniales produjo en su excelencia. Por eso lo hemos llamado, señor Venegas, porque creemos que solo usted podrá devolvernos la paz a nuestro país, seleccionando un fondo que calme a su majestad y le haga ver que los bombardeos no debiesen ser más que un juego, y nunca una decoración de fondo para nuestra vida cotidiana”.

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