Imágenes, Sociedad

La identidad chilena en nuestros billetes

Soy profesor de Lenguaje en Enseñanza Media y cuando mis alumnos me preguntan qué he estudiado, me gusta contarles que dediqué más de un año a las imágenes de los cinco billetes chilenos actuales y que de eso resultó una tesis de magíster de 120 páginas. ¿Sobre cómo se hicieron los billetes? No, sobre lo que se ve en los billetes: 120 páginas dedicadas casi exclusivamente a observar cinco retratos y cinco paisajes.

Entonces les comparto datos curiosos: que en todos los billetes aparece un símbolo mapuche del sol, que un historiador se enojó porque en los mil pesos le quitaron el gorro a Carrera Pinto, quien además no era chascón como se ve en el retrato, sino completamente pelado, que en los dos mil pesos el nombre del Banco Central tapa sospechosamente la famosa calavera que Manuel Rodríguez llevaba en el cuello, que el cóndor de los diez mil pesos es el primero que aparece volando en la historia del dinero chileno o que esos sacos repartidos en el desierto de los veinte mil pesos en realidad son nidos de flamencos, como se ve abajo a la izquierda, donde hay un huevo abandonado por las aves que se alejan en la esquina superior derecha. Generalmente sacan sus billeteras para verificar que todo sea cierto (¿aunque dónde habré encontrado al historiador enojado por un gorro y cómo saber que ese cóndor es el primero que vuela?) y yo quedo contento por haber despertado una curiosidad y una atención a los detalles que les pido aplicar cuando lean para mi asignatura.

Una foto del calvo Carrera Pinto y su peludo retrato en el billete de mil pesos.

Algunas veces me preguntan por las conclusiones de la tesis, lo cual me lleva a la pregunta que la estructura y le da sentido: ¿qué identidad chilena construyen esos cinco billetes? Les cuento que trabajé como una especie de Sherlock Holmes, entendiendo cada detalle de las imágenes como una pista o un indicio de la identidad chilena, semejante a Sigmund Freud, que estudiaba el inconsciente a partir de las imágenes soñadas por sus pacientes. Como el detective y el psicoanalista, me muevo entre el detalle y el contexto, entre un signo y sus parientes más lejanos. Por ejemplo, me fijé en los paisajes naturales del reverso, algo que desde el himno nacional nos parece tan típicamente chileno, y quise compararlos con los otros paisajes en la historia del billete chileno. Salí a buscar ¡y no había más espacios naturales! Solo uno muy raro del siglo XIX, cuando cada banco emitía sus propios billetes. Los diez pesos del Banco de Talca mostraban al volcán Descabezado con su nombre y altura. Todos los otros paisajes tenían construcciones, locomotoras o escenas agrícolas. ¿Qué cambió en Chile como para que solo ahora haya parques nacionales en los billetes? La historia es larga, pero podemos resumirla en un cambio de la mirada chilena hacia la naturaleza, que antes era utilitaria y después se volvió contemplativa. Un ejemplo de esto es que los primeros parques nacionales de 1925 se hicieron para atraer turistas, aunque si la agricultura generaba más ingresos en los mismos terrenos, se acababa el parque, algo impensable ante la fuerza actual del ecologismo.

Al centro, el único paisaje natural anterior a los billetes del Bicentenario: el volcán Descabezado en los 10 pesos del Banco de Talca, fundado en 1869.

Esta metodología detectivesca hizo que un trabajo sobre solo cinco billetes se convirtiera en una reflexión sobre el Chile contemporáneo y buena parte de su historia. La conclusión más general, cuyo desarrollo sinteticé para una revista académica argentina, es que los billetes chilenos del presente no buscan imponernos una identidad nacional, sino que se ofrecen como imágenes libremente interpretables, con el costo de no proponer una narrativa comunitaria que se proyecte al futuro. Pienso que este tema, tratado en un texto que equilibra lo académico y lo anecdótico, podría resultar atractivo para los lectores chilenos, tal como veo que interesa a mis estudiantes de colegio. Por eso me gustaría publicarlo en un libro.

Artículo publicado en la Revista LIS de la Universidad de Buenos Aires
Estándar
Imágenes, Periodismo, Sociedad

¿Quién mató a Herzog?

vladimir-herzog

Vladimir Herzog

El 24 de octubre de 1975, el periodista Vladimir Herzog fue visitado por los policías de la dictadura que gobernaba Brasil desde hacía diez años. Él tenía 38 años y dos hijos. Herzog pidió aplazar el interrogatorio al que querían someterlo para alcanzar a terminar el noticiero de esa noche en TV Cultura, que él dirigía. Cumpliendo lo acordado, a las ocho de la mañana siguiente llegó a la sede del Codi-DOI, un órgano del ejército, para que lo interrogaran. En la tarde de ese mismo día Herzog estaba muerto en una celda. “Vladimir Herzog fue asesinado bajo tortura, y los militares, esta vez, no tenían cómo desaparecer con el cuerpo – la redacción entera de TV Cultura sabía que su director había ido espontáneamente al DOI. Sin alternativa, construyeron la versión del suicidio” (Schwarcz, cap. 18). El sindicato de periodistas denunció la farsa del suicidio y la familia se negó a sepultar el cuerpo en pocas horas y en silencio, como exigían los militares. Un rabino determinó que Herzog sería enterrado dentro del cementerio israelí y no junto a los muros, donde se sepultaba a los suicidas. Ocho mil personas asistieron en silencio a un homenaje dirigido por los líderes de tres religiones en la catedral de São Paulo, mientras setecientos periodistas protestaban en un auditorio silencioso de Río de Janeiro. El arzobispo Helder, que participó en la ceremonia ecuménica de la catedral, dijo a un periodista: “Hay momentos en que el silencio habla más alto. Hoy el suelo de la dictadura comenzó a temblar. Es el comienzo del fin” (Schwarcz, cap. 18). Aunque la dictadura duró diez años más, muchos coinciden en que estos años habían marcado el inicio del proceso de término.

catedral

El culto ecuménico en la Catedral da Sé

En ese contexto, el artista Cildo Meireles (1948) ideó otra manera de seguir hablando alto en silencio. Era un problema al que le daba vueltas desde hacía tiempo: ¿cómo crear un sistema de circulación e intercambio de información que no dependa de ningún tipo de control centralizado? En 1970 pensó que en la sociedad hay circuitos que incorporan la ideología de quienes los producen, pero que al mismo tiempo son pasivos cuando reciben inserciones. Meireles aplicó este principio en las botellas retornables de Coca Cola, en las que escribió mensajes como “yankees go home!” y “which is the place of the work of art?” con letras blancas. Estas pasaban desapercibidas hasta que se rellenaban los envases con el contrastante color oscuro de la Coca Cola. Las botellas se movían por sus propios circuitos habiendo incorporado las inserciones de Meireles, el mensaje contra los estadounidenses y la pregunta por el lugar del arte. “En vez de sustraer un objeto del campo mercantil y colocarlo en el campo consagrado del arte, Cildo Meireles proponía la inserción de informaciones ruidosas en el campo homogéneo en que las mercancías circulan y se intercambian” (Anjos, 84). La propuesta de Inserciones en circuitos ideológicos era invitar a todos los que quisieran compartir mensajes en una botella, semejantes a náufragos en una dictadura que había prohibido la comunicación por los medios más tradicionales.

Insertions into Ideological Circuits: Coca-Cola Project 1970 by Cildo Meireles born 1948

Cildo Meireles. “Inserciones en circuitos ideológicos: Proyecto Coca-Cola”

Cuando Herzog fue asesinado, Meireles tomó el circuito del dinero para hacer nuevas inserciones. Ese fue el Proyecto Cédula, la segunda parte de Inserciones en circuitos ideológicos, que consistía en estampar billetes con timbres que repitieron los mensajes contra los yankees y la pregunta por el lugar del arte. Entre otros textos, Meireles estampó una pregunta breve y directa en los cruzeiros: “quem matou Herzog?”, ¿quién mató a Herzog?

02 Quem matou Herzog

Cildo Meireles. “Inserciones en circuitos ideológicos: Proyecto Cédula”

El texto constataba la muerte de Herzog, asumía que había sido asesinado y se activaba como una pregunta. “Quem matou Herzog?” exigía una respuesta con la urgencia de una novela policial, que no termina hasta que se resuelve el crimen central, hasta que se encuentra al asesino. ¿Qué hace esa pregunta al sistema económico cuando aparece en sus billetes? Lo cuestiona. Los billetes y monedas llevan imágenes de autoridades políticas y símbolos nacionales para garantizar su valor. Es como si dijeran:

“Yo, el Gran Rey Fulano de Tal, os doy mi palabra personal de que este disco de metal contiene exactamente cinco gramos de oro. Si alguien osa imitar esta moneda, eso significa que está falsificando mi propia firma, lo que sería una mancha en mi reputación. Castigaré este crimen con la mayor severidad” (Harari, cap. 8).

Por eso los billetes llevan retratos de figuras nacionales. No solo para representar al país, sino para transmitir que él certifica el valor de ese billete. La pregunta sobre Herzog lo hace cambiar de signo, pues cuestiona la confianza en la nación que asegura el valor de ese billete. ¿Por qué habríamos de creer en un billete emitido por una nación donde se miente tan descaradamente? Donde el relato oficial dijo suicidio, Meireles inserta una pregunta que niega esa versión exigiendo la verdadera. ¿Quién mató a Herzog? ¿Cuál es la verdad que nos oculta el Estado de Brasil?

Desconfiar del Estado brasileño es un peligro para la economía, que se basa en la confianza para funcionar. Cuando alguien acepta un billete como forma de pago, está creyendo que ese billete será igualmente aceptado por otros en nuevas transacciones. “El dinero es una una cuestión de creencia, incluso de fe: de creencia en la persona que nos paga, de creencia en la persona que ha emitido el dinero que emplea para hacerlo o en la institución que respalda sus cheques o transferencias. El dinero no es metal. Es confianza inscrita” (Ferguson 46-47). Cuestionar al Estado desde sus billetes es cuestionar su sistema económico.

Ese cuestionamiento no solo se realiza en un objeto que representa al Estado, sino que Meireles lo hace con los lenguajes de ese mismo objeto cuando su valor había sido oficialmente relativizado. La inflación había llegado a tal punto en 1967, que fue necesario un cambio monetario. El antiguo cruzeiro fue reemplazado por el cruzeiro novo, con cifras mil veces menores. Para indicar, por ejemplo, que un billete de diez mil cruzeiros valdría solo diez cruzeiros novos, la ley determinó que los billetes antiguos serían timbrados con el nuevo valor. Ese timbre era una crítica del sistema bancario contra sí mismo, una puesta en duda de sus propios valores. Los billetes valían dos cantidades al mismo tiempo, una impresa original y otra nueva timbrada. La verdad estaba en el timbre, no en la impresión. Los bancos siguen haciendo eso para marcar los billetes falsificados, les timbran la palabra “falso” y dejan de funcionar como billetes. A partir de lo anterior, el timbre de Meireles da a entender que su pregunta es más verdadera que el billete.

03 Novo cruzeiro, 1967

10 Cruzeiros novos de 1967

Si el valor del billete es relativo, la pregunta por los asesinos de Herzog es absoluta y definitiva, como terminó probando la historia. El cruzeiro novo quedó obsoleto en 1990, cuando fue reemplazado por el cruzeiro real, pero la pregunta por la muerte de Herzog persiste hasta la actualidad. Una prueba de esto es que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos recomendó en un informe del 2015 que el Estado de Brasil determine “la responsabilidad criminal por la detención arbitraria, tortura y asesinato de Vladimir Herzog, mediante una investigación judicial completa e imparcial de los hechos con arreglo al debido proceso legal, a fin de identificar a los responsables de dichas violaciones y sancionarlos penalmente” (59). Han pasado más de cuarenta años y la pregunta de Meireles sigue sin respuesta. Todavía no sabemos quién mató a Herzog.

 

Fuentes
Anjos, Moacir dos, “Cildo Meireles, la industria de la poesía”. Dardo Magazine, 2, 2006.
Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Informe No. 71/15. Caso 12.879. Vladimir Herzog y otros. Brasil, 28 de octubre de 2015.
Ferguson, Niall. El triunfo del dinero: cómo las finanzas mueven el mundo. Trad. Francisco Ramos. Barcelona: Debate, 2009.
Harari, Yuval Noah. Sapiens: de animales a dioses. Epub. Debate, 2015.
Schwarcz, Lilia y Heloisa Starling. Brasil: uma biografia. São Paulo: Companhia das letras, 2015.

Estándar
Imágenes, Sociedad

La cara de foto

fotodecurso

Esta semana me tocó reemplazar al profesor de Historia en un cuarto medio, justo cuando les tomaban la foto de curso. Al entrar a la sala, les pregunté a algunos qué cara habían puesto en la foto. Al principio se complicaban decidiendo entre tratar de describir sus intenciones o, simple y ridículamente, imitar la expresión elegida para la foto, si es que realmente se elige una cosa así. Por ahí partió una alumna, dando a entender que mi pregunta no tenía mucho sentido porque la cara de foto no se elige de manera consciente, sino que se forma con el tiempo y la costumbre. Sería como la letra manuscrita. Uno no se da cuenta y ya ha adoptado un estilo de letra o una cara de foto.

Ya, la cara se hace sola, pero igual uno hace algo cuando ve que se viene una foto. Sería muy raro darle la espalda al fotógrafo. Ni siquiera es una opción en la foto de curso. Todos posan bien de frente, con las manos en la espalda o sobre las rodillas según la ubicación. Nada de gestos diferenciadores como conejos, autolikes o dedos en la boca. Por eso la cara es importante, porque ahí está toda la libertad autorizada en la foto de curso. (No sé cómo lo hacen en sus colegios, pero en el mío la foto la organizan los inspectores, las fuerzas del orden escolar.)

Una alumna mostró ser más consciente de sus expresiones. Dijo que sonreía, pero que había pasado por periodos de mostrar u ocultar los dientes. Esto había sido independiente del uso de frenillos, tan vergonzosos para algunos que dejan de sonreír mientras los tienen. Más tarde miré mis fotos de perfil en Facebook y resulta que de las 11 imágenes que usé entre 2012 y 2014, solo en una muestro los dientes. No aparezco sonriendo, sino expresando asco. En una incluso salgo con una bufanda que me tapa la boca y la nariz, y en otra me veo durmiendo, con los ojos cerrados. Casualmente retomo la sonrisa abierta el año en que conocí a mi polola. ¿Casualmente?

Me preguntaron qué hago yo cuando me toman fotos. Les dije que trato de reírme porque mostrar los dientes no es sonreír. Cuando se viene la foto, levanto mis mejillas buscando que tironeen las comisuras de mis labios (“¿por qué los profes de Lenguaje usan palabras tan raras?”, dijo una alumna y los punto de unión de mis labios se alzaron indefectiblemente hasta configurar una sonrisa genuina) y boto aire por la nariz, fingiendo una risa silenciosa. (Resfriado hago el mismo sonido para asegurarme de tener la nariz destapada. Eso capta la atención de quienes me rodean, siempre expectantes de encontrar algo de qué reír, pero terminan encontrándose con el feo espectáculo de un tipo que bota aire para verificar que no esté botando nada más. He intentado dejar de hacer esto, pero lo tengo tan internalizado como la letra manuscrita y la cara de foto.) A veces incluso hago el temblorcito de hombros del perro Patán, siempre a destiempo con el movimiento de la cabeza, para acordarme de cómo era eso de reírse de verdad, pero sin caer en el peligroso extremo de reírse de verdad. ¿Han visto fotos suyas donde aparezcan riéndose? Cuando Leonardo Da Vinci estudió los ojos, la boca y las mejillas de la risa, concluyó que se ven igual a las del llanto. Solo encontró una diferencia en las cejas, más levantadas al reír y más rígidas al llorar. Por eso no hay que reírse de verdad. Se corre el riesgo de salir muy mal.

¿Por qué nos importa todo esto? ¿Por qué no suena tan loco que en una novela de César Aira alguien escriba un libro de autoayuda titulado “Cómo salir bien en las fotos”? Roland Barthes, un francés que escribió sobre temas tan diversos como los marcianos y una publicidad de pastas italianas, reflexionó sobre esto en su libro sobre fotografía. Ahí describe lo que nos pasa al saber que una cámara nos mira: posamos, nos fabricamos otro cuerpo, nos transformamos en imagen. A mi abuelo no le gusta eso. Por eso, cuando celebramos algún cumpleaños, se pasea con su cámara sin avisar que va a tomar una foto. Si alguien se da cuenta y sonriendo pone la mano en la espalda de quien esté más cerca, mi abuelo baja su cámara y no toma la foto. Él quiere fotos que se parezcan a lo real, que no sean pose ni fabricación.

Pero Barthes no dice que posemos para engañar, sino para ser más nosotros mismos. Esto puede sonar absurdo, pero nos pasa todo el tiempo. Tómense una foto estornudando. ¿Se identificarán con ese rostro de músculos contraídos? Al ser fotografiados, queremos que nuestra persona coincida con su imagen. Es esa persona, ese yo, “lo que no coincide nunca con mi imagen; pues es la imagen la que es pesada, inmóvil, obstinada (es la causa por la que la sociedad se apoya en ella), y soy ‘yo’ quien soy ligero, dividido, disperso y que, como un ludión, no puedo estar quieto, agitándome en mi bocal”. La foto fija para siempre un solo momento de nosotros, que estamos siempre cambiando. Por eso queremos salir bien en cada foto y por eso nos tomamos tantas, para mostrar que somos diversos, que cambiamos, que a veces andamos en períodos de sonreír mostrando los dientes o, al contrario, de ocultarlos.

Publicado en Mimag.

Estándar
Ficción, Imágenes

El fondo del príncipe

Encuentro en el Oriente

Es difícil elegir un buen fondo de celular. Edgar Allan Poe, que no tuvo este problema pero sí el de elegir alfombras, decía que ellas no debiesen tener dibujos llamativos. “En este caso, la norma es, por encima de todo, fondos identificables y dibujos carentes de significado que resalten”. Recomendaba usar formas circulares o geométricas, como muchos de los fondos que vienen con los celulares, quizá para no perturbar el ánimo de los usuarios/habitantes. Pero las cosas son más complejas porque por otro lado queremos que el celular nos represente, que nos signifique. Por eso los músicos eligen fotos de sus bandas favoritas, los cinéfilos de sus películas y las viejas fotos de sus nietos. ¿Cómo elegir el fondo perfecto? ¿Qué efectos podría llegar a tener un fondo mal elegido? Supongamos que yo estudiara el tema y me volviera un experto en fondos de celular. ¿Podrían llegar a pedirme algo como esto?

“Le explico. Su excelencia usa todo el tiempo su celular. Eso no debiese sorprendernos, lo normal es usar siempre el celular. Pero en este caso es particularmente delicado el tema, pues según el psicólogo del príncipe, el fondo de esos pajarito con mal genio, ¿cómo es que se llaman? Lo tengo aquí anotado… Bueno, le decía que según el psicólogo… Aquí está: Angry Birds. Al parecer, por culpa de un fondo donde aparecían esos monos de caras rojas y enojonas, su majestad fue adquiriendo una expresión similar que afectó a sus emociones y lo volvió, finalmente, un hombre enojado con ganas de destruirlo todo. Según el psicólogo, que ha estudiado los efectos de la tecnología moderna en sus usuarios, el juego de los Pájaros Mal Genio no debe haber afectado directamente a su majestad, consciente de que botar edificios era solo un juego. El problema estuvo en tener a esos personajes en el fondo de su celular, es decir, fuera del juego. ¿Me entiende? Al volver cotidianos a esos personajes enojones y destructores, su excelencia asumió eso como algo normal. Y esta es la terrible conclusión: según nuestro psicólogo, que en realidad dirige un equipo de análisis e investigación sobre el caso, la guerra con Pakistán se debería al efecto que el fondo de los Pájaros Geniales produjo en su excelencia. Por eso lo hemos llamado, señor Venegas, porque creemos que solo usted podrá devolvernos la paz a nuestro país, seleccionando un fondo que calme a su majestad y le haga ver que los bombardeos no debiesen ser más que un juego, y nunca una decoración de fondo para nuestra vida cotidiana”.

Estándar
Imágenes, Libros

¿Por qué buscamos a Wally?

Wally

A nadie le gusta perder cosas ni tener que buscarlas: nadie se alegra al no saber dónde dejó las llaves de su casa. Sin embargo, millones de personas en todo el mundo se han interesado en unos libros donde un dibujante ha escondido cientos de dibujos, incluido el de una llave: los ¿Dónde está Wally? de Martin Handford. ¿Por qué buscar en una imagen es divertido mientras buscar en una casa es sumamente aburrido?

Primero está el título. ¿Dónde está Wally? invita a buscar al personaje que lleva ese nombre, quien siempre aparece en la portada de los libros. Wally es un hombre alto y delgado que lleva gafas circulares, gorra y camiseta con líneas horizontales blancas y rojas, pantalones azules y zapatos cafés. En los primeros libros era más fácil encontrarlo porque al ojo le bastaba rastrear esos colores para llegar al personaje. Después Wally tendió a mostrar únicamente su rostro, perdido entre muchos otros objetos, para que el juego resultara más difícil y duradero. Porque esa es una diferencia: cuando buscamos las llaves queremos encontrarlas lo antes posible, mientras que con Wally pasa lo contrario porque los juegos requieren de cierta duración para ser entretenidos.

¿Cómo buscamos a Wally? Lo primero que hace el ojo es recorrer toda la imagen en busca de alguna lógica, de una estructura, algo que Handford nos pone difícil al eliminar un horizonte que divida la página en dos y al evitar las figuras centrales que dirijan alguna acción de los personajes. En ciertos puntos predominan algunos colores, como cuando cambia el suelo de fondo o la densidad de los dibujos. El ojo identifica esas excepciones para construir una especie de mapa mental que organice la imagen en zonas más pequeñas y así buscar con un orden a Wally, pero la multiplicidad de elementos dificulta el hallazgo de esa organización. Pasa como al buscar las llaves. Uno empieza revisando el mueble donde siempre las deja, luego inspecciona los bolsillos, la mesa que está en la entrada de la casa y después los alrededores de esos tres lugares. Cuando este sistema falla, cuando no se encuentra lo buscado en los lugares donde debiese estar, se renuncia a la lógica y se inicia una búsqueda completamente azarosa. Se abren todos los cajones, se mira bajo la cama, se busca en los rincones e incluso se levanta la alfombra, aunque su forma plana ya indique que no hay nada bajo ella. Este paso de una búsqueda organizada a una dispersa se da también al buscar a Wally, pero de manera mucho más rápida y menos notoria porque ante el libro el cuerpo permanece inmóvil y lo único que trabaja es el ojo y la mente, junto a los movimientos que hace la cabeza para apoyar al ojo. Él sigue recorriendo toda la imagen, como cuando buscaba una lógica, pero ya sin utilizar las excepciones visuales que se relacionarán entre sí, sino como puntos de partida para buscar en sus alrededores, semejante a la búsqueda de las llaves cerca del mueble, pero con menos esperanza. Porque Wally está escondido con astucia, en un lugar donde el ojo no llegará automáticamente.

Hasta aquí no se entiende la diferencia entre buscar las llaves del auto en una casa y a Wally en una imagen. Solo dijimos que para las llaves nos movemos con todo el cuerpo, mientras que ante el libro podemos mover únicamente los ojos, oposición que no explica la preferencia por Wally. La comparación se agota en este punto y recurrimos a otra que antes no hubiese servido. Es el diccionario. No nos servía para lo descrito hasta aquí porque el diccionario sí tiene un orden lógico y previsible, el del alfabeto. Por ello nuestra búsqueda de palabras no es azarosa como la de Wally y las llaves. No obstante hay un elemento de azar en el diccionario, y es que por compartir letras iniciales pueden encontrarse juntas palabras muy diferentes. Por ejemplo, “llaulláu” justo antes de “llave”, que es un hongo chileno criado en los árboles. Saber esto no nos sirve de nada para encontrar la llave, pero nos resulta interesante, tal como entender las situaciones ilustradas por Martin Handford no nos sirve para encontrar a Wally. ¿Por qué nos interesan las palabras e imágenes que no andábamos buscando? Porque somos curiosos y porque, en los libros de Wally, nos da gusto encontrar elementos cómicos.

Dos casos de estos elementos cómicos se encuentran en las esquinas inferior izquierda y superior derecha de “El combate de las frutas”, en El libro mágico. Abajo se ve un grupo de manzanas con nombres de días de la semana que con una actitud amenazante impiden el paso a una pareja de médicos sorprendidos. Esta extraña situación se comprende al recordar el refrán inglés “one apple a day, keeps the doctor away” (“una manzana diaria mantiene lejos al doctor”). En la esquina contraria se ve un dibujo de Nueva York, presente en el combate de las frutas porque comúnmente se llama La Gran Manzana a esa ciudad. Sin defender la calidad de estos chistes, sostengo que su presencia estimula el recorrido por la imagen porque suma a la de Wally una nueva búsqueda, la de lo gracioso. Además, los casos basados en juegos de palabras indican la relación directa que Handford establece entre imágenes y palabras. De partida, el título de su libro nos invita a buscar la imagen de lo nombrado por la palabra Wally, algo que se repite en la última página del libro, donde hay una lista escrita de objetos para buscar en la imagen (un kiwi, un plátano saltarín, etc.). Esto nos lleva nuevamente al diccionario, pues los elementos en las imágenes de Handford funcionan en muchos casos como significantes a los cuales se debe asignar un significado exacto para captar los chistes. Así se explica parte del gusto por estas imágenes, que ofrecen adivinanzas con soluciones graciosas.

Detalle doctoresGran Manzana

Buscar a Wally es entretenido porque funciona como una excusa para recorrer una imagen llena de elementos por descifrar. Wally se vuelve la meta de un viaje cuyo camino crea azarosamente el observador. Parece una búsqueda, pero es la observación detallada y completa de una imagen. Y el gusto está ahí, en pasar un buen rato mirando una imagen con detención, mientras se cree buscar un personaje. Por eso entretiene más que la búsqueda de llaves, porque el verdadero objetivo no está en el encuentro final, sino en el proceso de buscar.

Estándar