Libros, Sociedad

Los secretos y silencios de Maivo Suárez

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Desde el principio noté que la situación económica jugaba un rol importante en los cuentos de Lo que no bailamos, de Maivo Suárez. En el primero, una tía de Providencia le enseña a su sobrina de Puente Alto a triunfar en la vida desde una perspectiva socioeconómica, indicando, por ejemplo, que mal vestida no llegará a ninguna parte. “Tía siempre queriendo llegar a algún lugar” (9). En el segundo, un grupo de ricos toma vino Late Harvest junto a una piscina mientras escucha la historia que una trabajadora social cuenta sobre unos niños vulnerables. “Pobres, dije yo” (15). En el tercero, durante el temporal santiaguino del 82, un hombre no sabe cómo decirle a su pareja que lo despidieron del trabajo. En el cuarto un tipo miente para tomarse la tarde libre de un viernes en el trabajo porque prefiere pasear y pensar, mientras recuerda que se metió con un hombre a solo dos meses de casarse con una mujer. Ahí supe, al terminar este cuarto cuento, que el gran tema del libro, el tema que me interesaría seguir, sería el de los secretos.

El ejercicio funcionaba al repensar la síntesis de los cuentos leídos. El primero no era sobre las enseñanzas de una tía a su sobrina, sino sobre la imposibilidad de cumplirlas por algo que la joven guarda en secreto. El segundo no era el relato sobre un niño pobre, sino su adaptación para un público que no quería saber tanto, que prefería un final feliz y no el final real. El tercero no era sobre la cesantía, sino sobre una relación donde sus miembros se ocultan lo más importante que pasa entre ellos. Y el cuarto ya está claro, no narra una ausencia laboral sino la homosexualidad oculta de un novio a su novia.

Podría hacer lo mismo con los otros seis cuentos para mostrar que buena parte de la unidad en este libro se debe al rol central que juegan los secretos y los silencios en cada uno de ellos. Pero no quiero ser exhaustivo. José Ortega y Gasset reflexionó alguna vez sobre la profundidad y los bosques. ¿Cómo sabemos que un bosque es profundo? ¿Necesitamos recorrerlo entero, conocer cada uno de sus árboles? No, dice Ortega, y comenta que la frase “los árboles no dejan ver el bosque” está equivocada porque la percepción del bosque y su profundidad se basa en los pocos árboles que tenemos más cerca y nos permiten sentir la presencia de los otros. “El bosque verdadero lo componen los árboles que no veo” (69). Por eso, en lugar de analizar cada cuento intentando agotar su profundidad, hablaré en detalle de solo uno. Quienes quieran adentrarse al resto, tendrán que conseguir el libro.

***

El cuento que elegí se llama “Un pedazo de cerro y una punta de sol”. Es el quinto del volumen y tienen nueve páginas. Cuenta que Rosa y Mauricio, casados desde hace unos diez años, discutieron por las deudas hasta que ella propuso ordenarlas. Mientras toman desayuno en su departamento, se escuchan taladros y una tolva de cemento. Al frente se construye un edificio que les quitará lo indicado en el título, un pedazo de vista al cerro y un poco de sol. La advertencia había llegado en clave. Cuando estaban en la notaría con la vendedora del departamento, “ella dijo al pasar que, en el sitio eriazo de enfrente, se construiría El Parque. Se los dijo así, con mayúsculas: El Parque. Y ellos le creyeron” (50). Hay que tener un oído muy fino para escuchar las mayúsculas. Al final este edificio con nombre de parque funciona como la letra chica de los contratos, una información codificada, invisible para el consumidor. Un secreto. Luego tenemos la reacción de Mauricio. Él sabe que no se puede “reclamar en ninguna oficina. Lo que en el fondo le resulta tranquilizador. No podían hacer nada. Nada que dependiera de ellos” (50). Al conocer el secreto, siente la comodidad de no tener nada que hacer, de poder quedarse en silencio.

Haré una pausa. Los cuentos de Lo que no bailamos son verdaderamente buenos. Se leen con gusto porque son entretenidos y bonitos. Junto con eso, captan en espacios privados consecuencias de procesos históricos públicos. Muestran conflictos del Chile contemporáneo en las vidas de unos pocos personajes anónimos. Antes de retomar el cuento, del cual todavía no superamos el primer párrafo, presentaré brevemente la tesis de un libro que se publicó solo dos meses después que el de Maivo, en mayo del 2016. Daniel Mansuy escribió un ensayo de título emparentado con los secretos: Nos fuimos quedando en silencio. La negación del sonido realizada por un nosotros también se acerca a Lo que no bailamos, además de lo difícil que es bailar cuando todo ha quedado en silencio. Pero vayamos al argumento central del ensayo.

Mansuy explica nuestra crisis política actual como el resultado de una serie de silencios que se adoptaron desde el golpe militar, la dictadura y la transición. Fueron silencios sostenidos sobre el miedo al marxismo, a la violencia militar, a la polarización política y al reconocimiento de haber pactado demasiado con el enemigo. No fueron silencios de calma o paz interior, sino de neutralización política. “Consistió básicamente en un acuerdo tácito de no discutir cosas muy profundas, ni de cuestionar los aspectos fundamentales del régimen [de Pinochet]. Dicho de otro modo: en reducir los desacuerdos a aspectos cosméticos o laterales” (87). Se discutían cosas, pero con la condición de que no tuvieran importancia. Estos silencios fundados en el miedo abundan en los cuentos de Maivo. Cuando la narradora del segundo cuento podría rebatir a quienes piensan que la pobreza ha disminuido en Chile, ella prefiere callar. “Los años de discutir en esas reuniones ya habían pasado. Ahora sólo conversábamos montados en las aristas de los temas, equilibrándonos para no herir a nadie” (16).

Pero el silencio de Mauricio por el engaño en la comprar de su departamento no se basa en el miedo, sino en la inutilidad de luchar por causas que no llevarían a nada. Desde la política, ese fue un objetivo de Jaime Guzmán para la Constitución de 1980. La idea era que la libertad económica volviera innecesaria la libertad política y la democracia efectiva, que antes había instalado el socialismo con resultados fatales. Entre otras medidas que apuntaban en esa dirección, se estableció el sistema binominal y un congreso con senadores designados. La Constitución de Pinochet impuso “un horizonte de acuerdos, dándole a la minoría un cúmulo de herramientas para oponerse a las decisiones de la mayoría. Esto tuvo varios efectos. Por un lado, fue generando un creciente sentimiento de impotencia (e irrelevancia) política. ¿De qué sirve ser mayoría si cualquier cambio relevante exige el acuerdo de la minoría? Más profundamente, ¿de qué sirve la política si desde allí no es posible impulsar cambios importantes?” (Mansuy, 88). Al principio se sufre la impotencia, pero luego uno se acostumbra y siente la tranquilidad de Mauricio, que calla porque ha aprendido que hablar no sirve de nada.

Con esto volvemos al cuento. Teníamos a Rosa y Mauricio ordenando cuentas mientras tomaban desayuno con los ruidos de la construcción. Él piensa que ella le da demasiada importancia al asunto de las deudas, pero no se lo dice. “No le gustaba contradecirla. Si ella encendía un cigarro en la pieza, él abría un poco la ventana. Si Rosa jugaba hasta tarde en el computador que habían instalado en el dormitorio, él se dormía sin chistar mirando el perfil de ella iluminado por la pantalla” (50). Siempre soluciones secretas, silenciosas, sin chistar. Soluciones de neutralización, de una paz aparente pero no interna, porque Mauricio quiere hablar.

Cuando lo intenta con el contador de su oficina y se queja de su señora, él le contesta con un vago y conformista “así nomás son las mujeres” (51) y vuelve a archivar facturas. “Necesitaba un compañero que lo escuchara, pensaba Mauricio. Alguien a quien contarle que a veces se sentía una persona detestable. Cada vez que su mujer aparecía con una nueva idea, él la dejaba seguir adelante y se sentaba a esperar a que ella regresara derrotada” (51). Mauricio no tiene a quién decirle que se siente mal por no decirle a Rosa lo que debería. Su silencio por miedo al conflicto se suma al silencio de no tener a quién contarle sobre él.

Los años felices con Rosa le parecen muy lejanos. Si se esfuerza consigue recordar unas risas, una copa de vino o que “que habían compartido algún secretillo de ellos mismos o de otros” (51). ¿Por qué lamentar la falta de secretos compartidos con la pareja? La filósofa Sissela Bok observa que “la separación entre los de adentro y los de afuera es inherente a los secretos. Pensar algo secreto es prever un conflicto potencial entre lo que ocultan los de adentro y lo que quieren inspeccionar o poner al descubierto los de afuera” (I, a). Acumular secretos ante otra persona es ponerle un límite, iniciar un conflicto contra quienes quedan al otro lado, los que nos saben. Esto explica el valor narrativo de los secretos, que sostienen la trama de tantas historias y que nos interesa tanto conocer. Queremos estar en el grupo de los que saben y, desde ese lado, percibir a los que quedan fuera, verlos actuar en la ignorancia y esperar sus reacciones en el gran momento de la revelación.

Alguna vez Mauricio y Rosa intentaron tener hijos, pero fue médicamente imposible. Después dejó de importar. “La falta de hijos ya no era el tema, sino pagar todos los meses el dividendo, la tarjeta Ripley, la de Falabella, la tarjeta del supermercado” (52). ¿Se acuerdan de que Jaime Guzmán quería hacernos olvidar la libertad política por concentrarnos en la libertad económica? Esto es más o menos así, pero sin libertad. Mauricio renuncia por esas razones a la libertad de quejarse por El Parque que le construyen al frente: “¿Acaso no tenían suficiente con la situación financiera en la que se encontraban?” (50). Todo desaparece o se vuelve irrelevante ante los problemas económicos. “Mauricio no podía imaginarse una vida sin deudas. ¿De qué mierda hablaríamos?” (52). Cuando inventa una salida, Rosa no le entiende. Él propone dejar de pagar:

–Imagina por un segundo. Los dos sueldos completos. ¿Qué haríamos?
–Primero pagar el dividendo, eso sí o sí.
–Bueno, mujer, pagamos el dividendo.
–Y también el agua, la luz y el gas.
–¿Te escuchas, Rosa? Te estoy pidiendo que sueñes. Que soñemos con locura. Y tú me sales con las cuentas del agua y la luz” (54).

Se quedan en silencio, sin nada que decirse. Mauricio empieza “a arrepentirse de haber abierto la boca. Deseó terminar pronto con el jueguito para echarse en el sofá a ver una película en el cable” (55). Hubiese preferido seguir en silencio, en la tranquilidad de quien ignora que vive para pagar deudas sin tener otra razón para existir. El edificio del sistema económico les ha ocultado la vista al cerro y el sol, ha convertido ese horizonte amplio en un secreto indescifrable. Al final están de pie, mirando la construcción del frente. “Se quedan allí un largo rato. Quietos. Sin hablar. De lejos parecen dos gatos en un balcón. Dos viejos gatos domesticados que alguna vez soñaron con saltar” (57).

***

La gran diferencia entre mentir y guardar secretos, observa Sissela Bok, es que solo mentir es en principio algo malo, que supone estar en contra de los otros. “Mientras cada mentira necesita una justificación, todos los secretos no. Estos pueden acompañar al más inocente y al más peligroso de los actos; son necesarios para la sobrevivencia humana, aunque a la vez realcen cada forma de abuso. Lo mismo es cierto en los esfuerzos por invadir o destapar secretos” (Introduction). En otras palabras, guardar secretos puede ser bueno o malo según el caso. Hasta aquí me he centrado solo en las situaciones negativas: los secretos basados en el miedo, causados por la inutilidad de hablar o los de quien no tiene a nadie que se los escuche. Pero también hay silencios positivos, que los personajes agradecen.

En “Minotauro”, el sexto cuento, una mujer se interesa en otra porque la descubre silenciosa. “Era lo bastante taciturna para invitarla a tomar un café, nunca me habían gustado las mujeres que hablaban demasiado” (59). Luego agradece la omisión de ciertos temas: “Por suerte nadie mencionó el hecho denigrante de nuestras respectivas solterías. A los cincuenta y tres años yo cargaba la mía como una monstruosa joroba que crecía en mi espalda y no me gustaba hablar del asunto” (61). Convengamos en que es muy distinto callar los problemas de una pareja que convive, a las dificultades personales de quienes empiezan a conocerse. Hay silencios que no expresan ocultamientos, sino una forma de respeto. Así son los de los buenos oyentes: “Nos fumamos un cigarro y conversamos un rato, mejor dicho, yo hablé y ella asintió con alguna que otra palabra” (61). Más adelante la mujer que habla se habrá enamorado de la que la escucha.

Dejo algunos cuentos sin mencionar, incluyendo “Una de hormigas” y “VDM”, quizá mis favoritos, aunque me cuesta saberlo porque al final de varios cuentos sentí que había leído el mejor de todos. Lo bueno es que el lector no necesita elegir. Basta con que pida el libro a la autora por correo (loquenobailamos@gmail.com), lo compre en la Nueva Altamira del Drugstore o descargue una copia digital desde Amazon para Kindle a solo 3 dólares, para poder leerlos todos.

(Ensayo también publicado en Letras en Línea)

Bibliografía
Bok, Sissela. Secrets: On the ethics of concealment and revelation. New York: Vintage, 2011. Digital.
Mansuy, Daniel. Nos fuimos quedando en silencio. Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2016.
Ortega y Gasset, José. Meditaciones del Quijote. Madrid: Residencia de Estudiantes, 1914. Digital.
Suárez, Maivo. Lo que no bailamos. Santiago: 2014.

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Música, Televisión

El amor verdadero según Pearl Jam y La Sirenita

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Cuando el sello discográfico le pidió a Pearl Jam hacer un video de “Black”, Eddie Vedder dijo que no. El vocalista se negaba a sacarle partido a una de las mejores canciones del exitoso disco Ten. ¿La razón? No quería popularizar algo tan personal. “Las canciones frágiles terminan siendo destruidas por los negocios. No quiero ser parte de eso”, dijo Vedder. Obviamente, falló en su intento por ocultar la canción. Aunque no fue un single ni llegó a tener video, se volvió una de las más importantes de la banda y de la música en general. La vez en que la revista Rolling Stone pidió a sus lectores que votaran por las mejores baladas de la historia, “Black” obtuvo el noveno lugar. Le ganó a “Hey Jude” de los Beatles, que salió undécima.

La letra es sobre un tipo que recuerda a la mujer que ya no está con él. Entre otras imágenes, aparece caminando entre niños que se ríen jugando mientras él anda triste, con su memoria marcada y oscurecida por su pérdida amorosa. El punto más conmovedor está al final, donde Vedder canta: “Sé que tendrás una vida hermosa, que serás una estrella del cielo de otro, pero por qué, ¿por qué no puede ser el mío?” La respuesta no puede ser dicha en palabras. Solo queda la música y el “tururutu tururú” que se repite hasta que la guitarra se cansa de lucirse.

Vedder dice que “Black” es una canción sobre dejar partir. Al explicarla agrega una reflexión personal que internet ha difundido. “Dicen que uno no puede tener un amor verdadero a menos que sea un amor no correspondido. Es duro, porque entonces el más verdadero es el que no puedes tener para siempre”. Es una frase interesante, que además ofrece una teoría sobre el éxito de “Black”. Según ella, el amor de la canción es tan verdadero, que al escucharla nos encontramos con lo que es el amor. Esto se apoya en una idea muy antigua, la primera que nos enseñan a los estudiantes de Literatura. Platón pensaba que la poesía tenía que enseñar la verdad, pero veía que eso no pasaba casi nunca y que en general los poetas llegaban apenas a imitar la verdad. Por eso expulsó a los poetas imitadores de su República ideal. Ante esa situación, Eddie Vedder podría haber levantado su manito para decirle: “Oiga, don Platón. ¿Acaso no me ha escuchado cantar ‘Black’? Ahí yo enseño cómo es el amor verdadero porque cuento lo mal que anduve cuando me pateó mi polola. Hablo del amor no correspondido, el más verdadero que hay”. Platón no le habría creído tan fácilmente, sino que le habría hecho preguntas para asegurarse de que Vedder tenía buenas razones para quedarse.

Una de ellas, la que intentaré responder, es si existe el “amor verdadero”. Usamos poco la expresión, pero la conocemos. Por ejemplo, la escuchamos cuando Úrsula convierte la cola de la Sirenita en una par de piernas humanas y le exige darse un beso para conservarlas. “No uno cualquiera, sino un beso de amor verdadero”. En el mundo de Disney, hasta los personajes más malignos quieren que haya amor en el mundo, ¿pero qué significa que sea verdadero? Al oponer “cualquier beso” al “de amor verdadero”, me parece que asocia el segundo a un sentimiento. El primero puede ser actuado, sin sentir nada. Así Úrsula se adelanta a la posibilidad de que Ariel eternice el hechizo besándose con el cangrejo Sebastián o con el sacerdote. El amor verdadero sería el de quien lo siente en su interior.

¿Qué pasaría si Ariel hubiese seguido la definición de Eddie Vedder para el amor verdadero? Habría tenido que ser desagradable con Eric hasta conseguir que él no la amara. En ese punto de amor no correspondido ella habría tenido que besarlo a la fuerza. No suena mal como punto de partida para una historia. Además vuelve verdaderamente maligna a Úrsula, que terminaría concediendo un deseo inútil a Ariel. Ella quería estar con Eric, para eso necesita piernas y para esto tiene que ser odiada por él. Entonces consigue las piernas pero se queda sin el príncipe, aprendiendo lo malo de confundir los medios con el fin. Final triste, pero educativo.

Entonces tenemos dos ideas muy distintas de lo que es el amor verdadero. La de La Sirenita es la más obvia, la del amor no fingido. ¿Pero por qué existe la otra, del amor no correspondido, que se difunde con éxito por internet? Me parece que es porque sirve como un consuelo para los enamorados no correspondidos. Es como decirles: “aunque es verdad que no te quieren, al menos estás sintiendo el amor verdadero”. Incluso con el agregado: “esas parejas que se ven tan felices, no tienen tu suerte de saber lo que es el amor verdadero. Ahora desprécialos. Sonríeles con ironía. Escúpelos”. Supongo que esa idea la inventaron los que sufrían por amor, porque los otros, los amados por la persona que aman, también sienten que su amor es el más verdadero.  (Si usted está en desacuerdo por favor dígalo en los comentarios. Su opinión nos interesa.) En definitiva, no tenemos cómo saber objetivamente si un amor correspondido es más o menos verdadero que uno no correspondido. Y si tuviéramos cómo hacerlo, sospecho que no lo aceptaríamos. ¿Acaso un enamorado le creería a un examen médico que le revele no estar enamorado?

No quiero quedar en desacuerdo con Eddie Vedder. Aunque no creo en su explicación de “Black”, sí creo que esa es una gran canción. Para no inventar nuevas razones, retomaré lo que dije al principio. El vocalista de Pearl Jam no quería difundirla porque la encontraba demasiado frágil. De alguna manera, parecía avergonzarse de algo tan íntimo. El tema era tan personal, que conectó con sus oyentes y se volvió universal. Su teoría del amor verdadero intentó dar cuenta de esa universalidad, pero con tanta distancia que dejó de ser cierta. “Dicen que uno no puede tener un amor verdadero…” Lo dicen otros. Y Eddie Vedder es mejor cuando habla y canta desde sí mismo.

(Publicado en Mimag.)

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Imágenes, Sociedad

La cara de foto

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Esta semana me tocó reemplazar al profesor de Historia en un cuarto medio, justo cuando les tomaban la foto de curso. Al entrar a la sala, les pregunté a algunos qué cara habían puesto en la foto. Al principio se complicaban decidiendo entre tratar de describir sus intenciones o, simple y ridículamente, imitar la expresión elegida para la foto, si es que realmente se elige una cosa así. Por ahí partió una alumna, dando a entender que mi pregunta no tenía mucho sentido porque la cara de foto no se elige de manera consciente, sino que se forma con el tiempo y la costumbre. Sería como la letra manuscrita. Uno no se da cuenta y ya ha adoptado un estilo de letra o una cara de foto.

Ya, la cara se hace sola, pero igual uno hace algo cuando ve que se viene una foto. Sería muy raro darle la espalda al fotógrafo. Ni siquiera es una opción en la foto de curso. Todos posan bien de frente, con las manos en la espalda o sobre las rodillas según la ubicación. Nada de gestos diferenciadores como conejos, autolikes o dedos en la boca. Por eso la cara es importante, porque ahí está toda la libertad autorizada en la foto de curso. (No sé cómo lo hacen en sus colegios, pero en el mío la foto la organizan los inspectores, las fuerzas del orden escolar.)

Una alumna mostró ser más consciente de sus expresiones. Dijo que sonreía, pero que había pasado por periodos de mostrar u ocultar los dientes. Esto había sido independiente del uso de frenillos, tan vergonzosos para algunos que dejan de sonreír mientras los tienen. Más tarde miré mis fotos de perfil en Facebook y resulta que de las 11 imágenes que usé entre 2012 y 2014, solo en una muestro los dientes. No aparezco sonriendo, sino expresando asco. En una incluso salgo con una bufanda que me tapa la boca y la nariz, y en otra me veo durmiendo, con los ojos cerrados. Casualmente retomo la sonrisa abierta el año en que conocí a mi polola. ¿Casualmente?

Me preguntaron qué hago yo cuando me toman fotos. Les dije que trato de reírme porque mostrar los dientes no es sonreír. Cuando se viene la foto, levanto mis mejillas buscando que tironeen las comisuras de mis labios (“¿por qué los profes de Lenguaje usan palabras tan raras?”, dijo una alumna y los punto de unión de mis labios se alzaron indefectiblemente hasta configurar una sonrisa genuina) y boto aire por la nariz, fingiendo una risa silenciosa. (Resfriado hago el mismo sonido para asegurarme de tener la nariz destapada. Eso capta la atención de quienes me rodean, siempre expectantes de encontrar algo de qué reír, pero terminan encontrándose con el feo espectáculo de un tipo que bota aire para verificar que no esté botando nada más. He intentado dejar de hacer esto, pero lo tengo tan internalizado como la letra manuscrita y la cara de foto.) A veces incluso hago el temblorcito de hombros del perro Patán, siempre a destiempo con el movimiento de la cabeza, para acordarme de cómo era eso de reírse de verdad, pero sin caer en el peligroso extremo de reírse de verdad. ¿Han visto fotos suyas donde aparezcan riéndose? Cuando Leonardo Da Vinci estudió los ojos, la boca y las mejillas de la risa, concluyó que se ven igual a las del llanto. Solo encontró una diferencia en las cejas, más levantadas al reír y más rígidas al llorar. Por eso no hay que reírse de verdad. Se corre el riesgo de salir muy mal.

¿Por qué nos importa todo esto? ¿Por qué no suena tan loco que en una novela de César Aira alguien escriba un libro de autoayuda titulado “Cómo salir bien en las fotos”? Roland Barthes, un francés que escribió sobre temas tan diversos como los marcianos y una publicidad de pastas italianas, reflexionó sobre esto en su libro sobre fotografía. Ahí describe lo que nos pasa al saber que una cámara nos mira: posamos, nos fabricamos otro cuerpo, nos transformamos en imagen. A mi abuelo no le gusta eso. Por eso, cuando celebramos algún cumpleaños, se pasea con su cámara sin avisar que va a tomar una foto. Si alguien se da cuenta y sonriendo pone la mano en la espalda de quien esté más cerca, mi abuelo baja su cámara y no toma la foto. Él quiere fotos que se parezcan a lo real, que no sean pose ni fabricación.

Pero Barthes no dice que posemos para engañar, sino para ser más nosotros mismos. Esto puede sonar absurdo, pero nos pasa todo el tiempo. Tómense una foto estornudando. ¿Se identificarán con ese rostro de músculos contraídos? Al ser fotografiados, queremos que nuestra persona coincida con su imagen. Es esa persona, ese yo, “lo que no coincide nunca con mi imagen; pues es la imagen la que es pesada, inmóvil, obstinada (es la causa por la que la sociedad se apoya en ella), y soy ‘yo’ quien soy ligero, dividido, disperso y que, como un ludión, no puedo estar quieto, agitándome en mi bocal”. La foto fija para siempre un solo momento de nosotros, que estamos siempre cambiando. Por eso queremos salir bien en cada foto y por eso nos tomamos tantas, para mostrar que somos diversos, que cambiamos, que a veces andamos en períodos de sonreír mostrando los dientes o, al contrario, de ocultarlos.

Publicado en Mimag.

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Periodismo, Sociedad

¿Necesitamos fronteras?

inmigrantes

Cuando vi que los inmigrantes son el tema del mes en Mimag, pensé como los chilenos cuando les preguntaron por su satisfacción con la vida en la última encuesta CEP: creí estar mucho mejor que el resto*. Pensé: “Qué gran oportunidad de escribir para enseñar a mis compatriotas que su maldad con los extranjeros es absurda y que sus chistes contra ellos son repetidos y fomes”. Asumí que estoy rodeado de discriminadores que me necesitan para abrir los ojos hacia las bondades del pluralismo y la integración, pero fui a ver encuestas (así encontré lo que dije de la CEP, algo que quise compartir porque me sorprendió, pero que dejé en una nota porque no tenía tanta relación con el tema de mi artículo. Igual lean la nota). En realidad lo primero que pensé fue otra cosa: “¿cómo voy a escribir siendo un hombre de casi 30 años en un sitio de jovencitas que rodean los 20? Filo. Gustavo R. lo hizo y nadie se quejó o si lo hicieron yo no me enteré” (Esto también se aleja de mi tema. Debió haber ido en otra nota, aunque eso molestaría a los lectores. Las editoras pueden cambiar eso, borrar todo o quejarse como quizás lo hicieron con Gustavo).

¿Qué decían las encuestas? (Este y el próximo párrafo estarán llenos de porcentajes tomados de encuestas, así que da lo mismo saltárselos para ir directo a las conclusiones.) El 90% está de acuerdo con que el estado chileno entregue salud y educación gratuita a los hijos de inmigrantes y al 61% le parece bien que accedan a subsidios habitacionales. O sea que aprobamos ayudar a los extranjeros con nuestros impuestos. Pero claro, eso es por la solidaridad del chileno, que quiere al amigo cuando es forastero. ¿Qué hay de nuestros miedos y prejuicios? El 63% piensa que los extranjeros no le quitan los empleos a los chilenos y solo el 45% piensa que los inmigrantes aumentan la violencia y el tráfico de drogas (sí, no es tan bajo. Hice trampa con ese “solo”).

¿Y qué opinan ellos, los migrantes? El 61% está satisfecho con el acceso a servicios públicos, los mismos que en la otra encuesta nos mostramos tan dispuestos a ofrecer, y casi el 70% dice recibir un trato similar al de los chilenos en el acceso a servicios públicos y trabajo. Al preguntarles por la discriminación, el 58% no se ha sentido discriminado, aunque entre los que dicen lo contrario hay un 37% que ha recibido insultos de chilenos sin motivo. Eso está feo. (No quiero parecer discriminatorio por haber escrito un párrafo más corto sobre la opinión de los migrantes que sobre la de los chilenos. Diré en mi defensa que los dos párrafos tienen la misma cantidad de datos, cuatro. Eso significa que los párrafos no estuvieron llenos de porcentajes como advertí en otro paréntesis, aunque tuvieron más de lo que uno es capaz de retener. Sospecho que eso es una obligación en los resultados de cualquier encuesta. Si los resultados son recordables, el estadístico inventará más números y gráficos para mostrar que de verdad trabajó mucho. Es lógico: a los estadísticos también les gusta cuantificar lo que hacen. Interrumpo este paréntesis porque ya cumplió su función de dejar el párrafo más largo que el anterior. De hecho, tiene un 65% más de palabras, dato que además me permite superar su cantidad de porcentajes.)

En conclusión, los chilenos somos bastante solidarios con los inmigrantes y ellos están bastante satisfechos con el trato que reciben. Digo bastante porque se puede mejorar mucho todavía, como saben los que sí leyeron los párrafos con estadísticas. Sin embargo, hay un dato que no cuadra en este panorama de solidaridad y empatía con nuestros amigos extranjeros. Contra una canción de Los Prisioneros, el 57,3% opina que sí necesitamos banderas y que sí reconocemos fronteras. Esa gente defiende las restricciones a la inmigración latinoamericana. Además, un 52% opina que los inmigrantes ilegales que ya consiguieron entrar debiesen ser expulsados de Chile. No encontré estadísticas que explicaran esto. Cuando estuve dispuesto a hablar con otras personas para entender la defensa de las restricciones y las expulsiones, o incluso a pensar por mi cuenta, recordé que Internet ofrece mucho más que estadísticas. Busqué “immigration” en un buscador de podcasts y llegué a un episodio sobre el tema en “The Public Philosopher”, un programa radial de la BBC Radio 4 (porque la BBC está llena de gente creativa, pero a sus canales y emisoras las llaman siempre así, con las iniciales de Bueno, Bonito y Caro, agregando un número al final).

El conductor del programa es Michael Sandel, un filósofo estadounidense que hace preguntas a una audiencia de Texamis para provocar interesantes discusiones**. La primera que hizo fue justo la que me interesaba entender. ¿Qué es mejor: legalizar o expulsar a los inmigrantes ilegales? Él vio que la mayoría levantaba la mano por la primera opción, pero se interesó en los pocos que eligieron lo contrario: expulsar a los ilegales. ¿Qué pensaban ellos? Que los ilegales merecen ser castigados porque son ilegales. Suena repetitivo, pero es como cuando se dice que “la ley es la ley” (o que “dar es dar”). La idea es que las leyes fueron hechas para cumplirse. Se daría una muy mala señal al recién llegado si se le enseña que su presencia ilegal es perdonable. Se le enseñaría que las leyes no valen tanto en el país, que son relativas. Eso me lleva a pensar que el 52% de chilenos que expulsaría a los inmigrantes ilegales no es necesariamente intolerante. Solo respeta las leyes de sus país. Habría que repetir la pregunta sin la palabra “ilegal”, que ensucia hasta al inmigrante más buena gente que haya.

Para tener un diálogo más libre, Michael Sandel le pidió a su audiencia ponerse en el lugar de los legisladores. Así dejaba de importar el límite entre lo legal y lo ilegal. Les preguntó si dejarían alguna restricción para entrar a su país. Como en la encuesta chilena, la mayoría estuvo en contra de las fronteras abiertas. ¿Por qué? La audiencia respondió que para protegerse de criminales. Sandel propuso dejarlos fuera, imaginar una frontera casi abierta, que solo impidiera su paso. Ahí se puso interesante, porque los participantes se vieron forzados a pensar más profundamente. Una mujer dijo:

–No creo que tengamos el espacio o los recursos suficientes para recibir a tanta gente. No cabríamos.
Sandel: –Si no tenemos espacio para nuevos ciudadanos, ¿habrá que restringir los nacimientos dentro del país?
Victoria (así se llamaba): –Soy católica, así que no. Además creo que el incremento en la población es menor que si dejáramos cruzar la frontera a todo el mundo.

No sé si ella tenía razón en su cálculo, pero lo encontré bien usado para escapar a una pregunta difícil: ¿por qué aceptar a los hijos y no a los extranjeros? ¿Por qué unos son libres de entrar al mundo desde nuestro país y los otros arriesgan ser ilegales? ¿Dónde está la diferencia? Michael Sandel no la resuelve, pero da pistas. Algunos opinan que la inmigración debiese regularse por causas económicas, porque el empleo y el espacio son limitados o porque sale muy caro pagar la salud y la educación de los inmigrantes (algo que los chilenos estamos muy dispuestos a financiar, según recordarán los que sí leyeron las estadísticas). Otros opinan que los inmigrantes debilitarían la identidad nacional o serían incapaces de integrarse a ella. Sandel concluye que lo que está en juego al discutir sobre los inmigrantes es la noción de ciudadanía.

¿Qué significa ser un ciudadano chileno? ¿Qué significa nacer siendo chileno y en qué se diferencia con volverse chileno por decisión propia? ¿Se trata de una relación económica, del acceso a ciertos servicios a cambio de pagar impuestos? ¿Se trata de algo identitario, algo que solo entendemos los que hemos vivido siempre aquí? Por eso es una gran idea de Mimag poner el tema de los inmigrantes en este mes de la patria. Porque al preguntarnos por las fronteras de Chile, por los que están adentro y afuera del país, nos preguntamos qué se celebra en este mes: la independencia de Chile. ¿Cuán independientes del mundo queremos ser?

Publicado en Mimag.

* El 59% de los chilenos dijo estar total o casi totalmente satisfecho con su vida, descripción que solo el 17% de los encuestados usaría para referirse al resto de los chilenos. O sea que somos felices pero nos creemos rodeados de infelices.

** Acuérdense de que soy un hombre con casi 30 años. Por eso no me aburre leer resultados de encuestas ni escuchar programas de radio sobre filosofía en la BBC. A veces incluso leo el diario. 

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Libros

Por qué “El engaño populista” no rescata a nuestros países

Mario Levrero recuerda un sueño en La novela luminosa, donde dice haber entrado a una habitación muy amplia con unas mujeres acostadas sobre colchones en el suelo. Pasa corriendo despreocupadamente sobre una de ellas y se detiene a mirar un bulto rojo que tiene en la pierna. “Ella me habla; me dice que yo le hice esa lastimadura cuando pasé corriendo. Yo me asombro, porque no me había dado cuenta de haberla tocado y no había sentido nada, pero ella insiste en eso”. Al despertar entiende que la mujer era su esposa y que el inconsciente le estaba mostrando que la ha lastimado con su conducta atropellada y poco cuidadosa. Lo que me interesa viene después, cuando Levrero explica por qué le creyó al sueño y no a la esposa cuando discutía con ella:

“Esa mujer del sueño me hizo comprender que la había lastimado porque me habló serenamente y sin pretender culparme; su forma de hablar era simplemente informativa, sin dejar de ser cálida. No había énfasis de ningún tipo ni nada que pudiera parecerse a un reproche. Permitió que la información hablara por sí misma y que yo mismo juzgara mi conducta, de modo que no tuve oportunidad ni razones para levantar defensas” (29-08-2000).

Mientras los ataques levantan defensas, la forma informativa, sin énfasis ni reproches, hace que el oyente juzgue por sí mismo. Por eso una buena descripción puede convencernos más que una argumentación agresiva.

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El gran defecto de El engaño populista es ignorar ese principio. Axel Kaiser y Gloria Álvarez parecen intuirlo en las últimas páginas del libro, cuando dicen que para promover y difundir sus ideas habría que transmitir “un mensaje honesto y atractivo, tanto por sus portavoces como por su contenido y estilo. Esto es así debido a que la conexión emocional con el público resulta determinante” (215). En mi opinión, los autores fallan en su conexión emocional con el público por parecerse demasiado a la esposa de Levrero y muy poco a la mujer soñada. Esto, y todo lo que diré a continuación, se basa en mi experiencia leyendo el libro.

Ordenaré mi análisis sobre El engaño populista a partir de algunas preguntas que plantea su título. Primero, ¿qué es el populismo? Si él es un engaño, ¿cuál es la verdad? Y finalmente, ¿cómo engaña el populismo?

I. ¿Qué es el populismo?

Los autores reconocen que el concepto de populismo es confuso, pero en términos generales dicen que “consiste en una descomposición profunda que parte a nivel mental y se proyecta a nivel cultural, institucional, económico y político” (28). Donde se esperaba una definición aparece una tesis, pero es porque el libro no busca investigar qué es el populismo, sino convencernos de por qué es malo. De todos modos, para el lector hubiese sido más fácil conocer lo que se critica antes de enumerar sus defectos, que es lo que hace el primer capítulo, “Anatomía de la mentalidad populista”. “Existen al menos cinco desviaciones que configuran la mentalidad populista y que es necesario analizar para entender el engaño que debemos enfrentar y superar” (27). Cada una de esas desviaciones da el nombre a un subcapítulo:

  1. El odio a la libertad y la idolatría hacia el Estado
  2. El complejo de víctimas
  3. La paranoia “antiliberal”
  4. La pretensión democrática
  5. La obsesión igualitaria

Sería muy difícil encontrar a alguien que declare odiar la libertad o tener una obsesión igualitaria, pues son expresiones demasiado peyorativas. En un libro más descriptivo se podrían haber utilizado los siguientes títulos, que se refieren a las mismas características que los autores consideran populistas, pero en términos más neutrales:

  1. Son estatistas.
  2. Responsabilizan de su pobreza a los ricos o a los países desarrollados.
  3. Se oponen a la economía neoliberal.
  4. Sus gobiernos son democráticamente elegidos, pero se vuelven totalitarios.
  5. Valoran la redistribución económica.

Frases de este tipo permitirían un diálogo más abierto con los lectores, donde ellos se pudieran reconocer en algunas de las creencias. De ese modo se haría posible un razonamiento del tipo: usted acepta esto, pero si lo piensa mejor preferirá esto otro. Sin embargo, El engaño populista no busca lo que Maria Popova llama “el incómodo lujo de cambiar de opinión”, sino que se dirige a personas que desde el principio aceptan que el populismo es “un enemigo de los derechos y libertades de los ciudadanos” (12), según dice el primer párrafo del prólogo escrito por Carlos Rodríguez Braun. Con esto quiero decir que probablemente un chavista o un kirchnerista conservarán sus ideas políticas después de leer un libro que describe sus creencias de manera tan poco empática. Además de Chávez y Kirchner, según el libro han sido populistas Mussolini, Hitler, Stalin, Mao, Perón, Castro, Iglesias, Allende, Maduro, Morales, Correa, López Obrador y Bachelet (31).

En síntesis, los populismos son totalitarismos socialistas democráticamente elegidos. Consideran que el Estado debe resolver las desigualdades económicas que los ricos han generado.

II. ¿Cuál es la verdad?

“El por qué de que, en general, los intelectuales prefieran el socialismo se debe en parte a que a la mayoría de ellos no les interesa la verdad, sino imponer su visión del mundo, sea cual sea el costo que otros deban pagar” (96). Al parecer, los autores de El engaño populista cuentan con la admirable capacidad de diferenciarse de quienes engañan con sus visiones de mundo. El texto no llega a exponer en qué consiste esa diferencia, aunque sospecho que se basa en una fe demasiado grande en su propia visión de mundo, hasta el punto de igualarla a la verdad. En otra sección del libro citan al Nobel de Economía Douglass C. North para explicar que “en democracia las personas tienden a votar por razones ideológicas más que racionales” (195). O sea que es posible alcanzar una verdad racional libre de ideologías, entendidas como “sistemas de creencias organizadas” (194) que indican cómo funciona el mundo y cómo debería funcionar. Digo todo esto para justificar la pregunta por la verdad y mostrar el grado de seguridad que tienen los autores al presentarla: “se trata de ideas universalmente válidas y que diversas naciones han seguido con excelentes resultados” (179).

Los autores las llaman republicanismo liberal y las ejemplifican con Estados Unidos, “el país más próspero y libre del planeta” (179). Según se desprende de su declaración de independencia, el gobierno debe garantizar el derecho a la vida, a la libertad y a perseguir la felicidad, algo que comentan apoyados en Juan Bautista Alberdi: “No es lo mismo decir que el gobierno debe hacernos felices que decir que es nuestra responsabilidad ser felices a nuestro propio modo” (188). Invirtiendo el nombre del primer subcapítulo, se podría decir que estos autores odian el Estado e idolatran la libertad, algo que no suena tan mal como su contrario, supongo que porque es mejor idolatrar valores que instituciones. La aplicación económica de ese principio, quizá la única que interesa a los autores, es el neoliberalismo.

En su origen, el neoliberalismo fue “un camino intermedio entre capitalismo y socialismo” (57), pero el concepto se ha desprestigiado por haberse asociado a las reformas económicas de Augusto Pinochet. “Las reformas promercado realizadas en Chile fueron un éxito más allá de las críticas que, justamente, se puedan hacer por el contexto autoritario en que se realizaron y las inexcusables violaciones a los derechos humanos cometidas en la lucha contra la insurgencia marxista” (58). Creo que las inexcusables violaciones a los derechos humanos quedan relativamente excusadas al hablar de “insurgencia marxista” en lugar de, por ejemplo, “la lucha contra los defensores de la libertad política”, pero el libro prefiere no criticar al gobierno militar. “Este referente impresionó aún más cuando el mismo régimen autoritario dio pie a una transición democrática, restaurando así tanto las libertades económicas como las políticas” (58). Entiendo que por eso la insurgencia marxista no luchaba por la libertad política, porque ella surgió voluntariamente del mismo régimen. Lo importante aquí es la creencia de que el neoliberalismo no tiene opositores porque sea un sistema injusto o con defectos, sino porque la gente piensa que un dictador tan malvado como Pinochet no podría haber hecho algo bueno. El razonamiento es tan absurdo como creer que Michael Jackson no pudo haber creado buenas canciones porque era pedófilo. Yo creo que el rechazo hacia el neoliberalismo se basa en críticas mejores, pero ellas no aparecen en el libro.

Tenemos el origen del neoliberalismo y la única explicación de su mala fama. ¿Qué neoliberalismo defienden Álvarez y Kaiser? Primero, uno que se llame de otra manera, sin la “carga valorativa y emotiva de inmoralidad que hace imposible defender nada que se asocie con ese nombre […]. De lo que debemos hablar es de sistema de libre emprendimiento y de la dignidad de pararse sobre los propios pies, pues sólo un sistema basado en esos valores permite generar las oportunidades y espacios de libertad para que las personas, en los distintos niveles, sientan el orgullo de proveer bienestar para sí mismos y para sus familias. Es ese sistema –que suele llamarse capitalismo– el que ha reducido la pobreza a niveles sin precedentes en la historia universal” (60). Ese pararse sobre los propios pies implica que la economía no esté controlada por el Estado hasta el punto de valorar que “muchos escolásticos [inspirados en santo Tomás] pensaban que no debía existir un salario mínimo fijado por el gobierno” (171).

Mi argumento favorito para probar que el capitalismo ha reducido la pobreza son unas cifras del economista Angus Madisson, citado por Deepak Lal: “En Europa occidental, por ejemplo, el nivel de ingreso per cápita anual el año 1 d.C. era de 576 dólares, y el año 1500, de 771 dólares. Esto significa que, en una de las regiones más ricas del mundo actual, casi toda la población vivió por milenios con menos de dos dólares diarios” (165). Tras la revolución industrial, gran hito del capitalismo, la cifra se multiplicó por un factor de 30 hasta llegar a los 20 mil dólares del año 2003. Me encanta lo simple del argumento, que no explica cómo se calcularon esas cifras, que no cuestiona su validez ni se detiene en el tema de la desigualdad. ¿Los 576 dólares incluyen al emperador romano Augusto y a sus esclavos? ¿Cuánto sube esa cifra por la riqueza del primero o cómo se calcula la población de los segundos? ¿Se contabilizan las cápitas de los esclavos en una sociedad que no los consideraba ciudadanos? ¿Puede haber ingreso per cápita en culturas donde los intercambios no se basan en el dinero? En el Jardín del Edén, Adán y Eva no tenían dinero porque no necesitaban trabajar. ¿Eran pobres antes de que Dios los castigara (Gn 3, 19)?

El engaño populista no se pregunta nada de esto porque no utiliza las citas como un medio para pensar, sino como evidencias. Y lo evidente no necesita ser demostrado o discutido: “Si hay algo que la historia económica y la evidencia demuestra sin discusión alguna es que el capitalismo es precisamente la fuerza que más ha sacado adelante a los pobres en el mundo” (164, énfasis mío). Por eso, en lugar de razonar con las citas como lo haría un buen detective, se limita a exponerlas como hace la PDI cuando encuentra drogas: las ubica una al lado de la otra, orgullosa de haber encontrado tantas. A riesgo de caer en lo mismo, daré un ejemplo. A las comparaciones históricas del ingreso per cápita agregan que según Xavier Sala i Martin, “uno de los máximos expertos en el mundo en materia de desarrollo económico” (60), “el 99,9 por ciento de los ciudadanos de todas las sociedades de la historia […] vivieron una situación de pobreza extrema. […] Todo esto empezó a cambiar en 1760, cuando un nuevo sistema económico nacido en Inglaterra y Holanda, el capitalismo, provocó una revolución económica que cambió las cosas para siempre” (61). ¿Cómo fue calculado ese 99,9% por el experto en desarrollo económico? ¿Solo quiso dar un énfasis que no conseguía la expresión “casi todos los ciudadanos”? En lugar de comentar, el libro presenta nuevas evidencias: “la posibilidad de superar toda esa miseria gracias a la economía de mercado y la libertad es lo que Angus Deaton, premio Nobel de Economía de 2015, ha llamado ‘el gran escape’” (62). La frase está ahí porque la dijo el premio Nobel, no porque ayude a entender mejor las bondades del capitalismo ni porque interese analizarla. ¿Es la pobreza algo de lo cual se escapa o es un problema que se combate de frente?

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Mami, mira lo que me encontré (24 horas)

El abuso de los argumentos de autoridad puede basarse en una desconfianza en la racionalidad de la gente. “Las cifras del PIB, las tasas de crecimiento, las balanzas de pagos, los déficits fiscales y otros datos no conectan fácilmente con las emociones de la gente. En parte, el fracaso de este discurso se debe a que la economía es una ciencia compleja que requiere de la comprensión de dinámicas y fuerzas que operan en el largo plazo y de manera invisible, y que, en una democracia, la gente no considera” (218). El libro hace muy pocos esfuerzos por enseñar algo de esto, cuya complejidad provoca los “prejuicios intuitivos que surgen de la falta de comprensión racional” (223). Solo una nota al pie recomienda La economía explicada a mis hijos de Martín Krause, un tipo verdaderamente simpático según vi en esta charla que enseña economía con textos literarios de Borges, Cervantes y Las mil y una noches (el hombre es verdaderamente simpático, aunque lo ayuda citar a autores que me gustan).

Por ejemplo, muchos creemos que está bien cobrar impuestos a los ricos para ayudar a los pobres. “Pero tal idea puede ser puesta en duda y hasta rechazada si se la analiza en profundidad, ya que los mayores impuestos cobrados tendrán probablemente un impacto negativo sobre la inversión, el empleo y la productividad, dando como consecuencia que a los pobres les conviene más que haya menos impuestos si quieren mantener sus trabajos o acceder a uno” (219). Estoy de acuerdo: impuestos excesivos también son perjudiciales. ¿Pero habrá un término medio como el del primer neoliberalismo? Quizás se equivoque Cristina Fernández al creer que la democracia también se basa en la igualdad económica “porque podés decir, podés pensar libremente, pero también tenés que tener los elementos que te permitan decidir qué vida y qué querés ser” (citado en 72). Sin embargo, para ver ese error no basta una cita a Friedrich Hayek, quien advirtió que “en realidad la promesa de mayor libertad mediante la igualación material prometida por el socialismo era ‘la vía de la esclavitud’” (73) ni acusar que el nacionalsocialismo también buscó “aliviar la precaria situación material de las masas mediante una masiva redistribución” (75). Destacar esta semejanza con los nazis es tan absurdo como oponerse al neoliberalismo porque fue instalado en Chile por un dictador.

La verdad entonces es que el capitalismo es el mejor sistema económico posible, aunque a los no economistas nos cueste entender por qué.

III. ¿Cómo engaña el populismo?

Luego de haber presentado una ideología tan irracional en comparación con la verdad neoliberalista, el libro explica cómo ha hecho el populismo para convencer a tanta gente. El segundo capítulo empieza por denunciar la manipulación del lenguaje como un arma esencial del totalitarismo. Resumiendo ideas de George Orwell, dice que “si se corrompe el lenguaje se corrompe el pensamiento y, con ello, se termina por destruir la democracia y la libertad, pues ambas reposan sobre verdades que ya no son reflejadas en el lenguaje” (94). Supongo que un ejemplo de esta corrupción del lenguaje se encuentra en El engaño populista, al caracterizar el populismo a partir de desviaciones en lugar de características y darles los nombres que propuse traducir en la primera sección de mi texto. Se cae en lo mismo al considerar igualmente populistas a Hugo Chávez y Michelle Bachelet, aunque solo el epílogo reconozca “diferencias de grado entre ellos” (232). Yo no me opongo a las manipulaciones lingüísticas porque no imagino un lenguaje libre de ellas, pero indico las de este texto porque sí dice condenarlas. “Los peores crímenes, según sostuvo Orwell, pueden ser defendidos simplemente cambiando las palabras con las cuales se los describe para hacerlos digeribles e incluso atractivos” (93). ¿Se acuerdan de que en lugar de neoliberalismo convenía hablar de “sistema de libre emprendimiento” (60)?

El punto es que los intelectuales latinoamericanos han manipulado el lenguaje para difundir las ideas socialistas. Se inspiran en Antonio Gramsci, quizá el único intelectual marxista que el libro trata con respeto. Según él, la revolución no se consigue por las armas, sino por la hegemonía cultural, que “consiste en convencer a quienes son gobernados de la validez del sistema establecido y protegido por el poder estatal, y eso es un trabajo que debe realizarse en el ámbito de las ideas y la cultura” (102). Ese trabajo es misión de periodistas, artistas, escritores, profesores y figuras públicas en general.

Luego se presenta a los intelectuales que han aplicado la teoría de Gramsci al pensar el Socialismo del siglo XXI. Ellos son los intelectuales de izquierda tratados con desprecio, casi todos asesores de Hugo Chávez. Se dice que Pablo Iglesias lleva adelante un proyecto “fascipopulista” (106), Heinz Dieterich repite “la vieja historia de que somos víctimas de otros” (110), Marta Harnecker confirma que no hay “nada nuevo en el socialismo del siglo XXI” (111), Norberto Ceresole “confirma como pocos la identidad ideológica entra fascismo y socialismo” (114-115) y “la Revolución rusa, que llevó al asesinato de decenas de millones de personas fue, según [Juan Carlos] Monedero y [Haiman] El Troudi, un experimento liberador” (118).

Tomando opiniones de Ignacio Ramonet y Alan Woods, se critica a la intelectualidad socialista por no asumir los fracasos de sus gobiernos. “El socialismo jamás se reconoce el responsable de la miseria y los crímenes cometidos en su nombre. Si tan sólo se hiciera bien, por la gente indicada, éste sería un éxito, piensa el ideólogo” (122). Comparto la opinión Kaiser y Álvarez: hay que ser un fanático para defender sistemas que produjeron crisis económicas como la de Salvador Allende o Hugo Chávez. Pero me alejo de los autores cuando caen en lo mismo al justificar la crisis subprime del 2008. En una extraña sección dedicada a la influencia religiosa sobre el populismo, se cuenta que según el papa Francisco “la crisis mundial que afecta a las finanzas y la economía deja al descubierto sus desequilibrios y, sobre todo, su falta de preocupación real para los seres humanos; el hombre se reduce a una de sus necesidades por sí solo: el consumo” (160). Es una sección extraña porque para mostrar que la Iglesia ha promovido el populismo se citan frases del último papa, bastante posteriores al auge populista en Latinoamérica que ya viene en descenso, y se muestra que Benedicto XVI y Juan Pablo II estaban a favor del capitalismo. No sé por qué habrán escrito ese subcapítulo. Volviendo a la cita de Francisco, el libro lo acusa de irresponsable porque al denunciar el capitalismo “lo que en realidad está atacando es la base de la civilización moderna fundada en el principio de división del trabajo y la idea de dignidad como la posibilidad de perseguir libremente fines propios” (162). Por eso me he cuidado de criticar al capitalismo en mi ensayo, para no destruir la civilización moderna desde sus bases. ¿Qué responden los racionales desde la verdad? El profesor John Taylor enseña que “fueron las acciones e intervenciones del gobierno, y no una falla o inestabilidad inherente a la economía privada, lo que causó, prolongó y dramáticamente empeoró la crisis” (164). O sea que si la economía liberal ha fallado en Estados Unidos es porque ha tenido momentos menos liberales, donde ha intervenido el Estado. En otras secciones se muestra que Argentina (132), Chile (146) y Suecia (210) también empeoraron sus economías al volverse más estatistas y menos liberales. Quizás todo eso sea verdad y el neoliberalismo sea realmente el mejor sistema posible para conseguir buenos indicadores económicos, pero el centro del cuestionamiento del papa no estaba ahí, sino en la idea de ser humano que la economía defiende, uno reducido al consumo. Y la falta de autocrítica denunciada en los ideólogos socialistas es equivalente en estos ideólogos del capitalismo.

Una vez establecido que el populismo ha triunfado en Latinoamérica porque sus intelectuales han transmitido su ideología a la gente, se descubre que el antídoto contra el populismo está igualmente en las ideas. Para conseguir eso habría que imitar al empresario inglés Anthony Fisher, que quedó preocupado al conocer las ideas de Hayek contra el socialismo. Contactó al profesor y le contó que pensaba dedicarse a la política para evitar el avance del socialismo. “Si quería cambiar las cosas –le sugirió Hayek– debía financiar a los intelectuales para que sus ideas se hicieran populares. Una vez que eso haya ocurrido –según le comentó el profesor austríaco– los políticos las van a seguir” (197). Fisher fundó el Institute of Economic Affairs, un think tank que difundió investigaciones liberales tan influyentes, que ayudó a que Margaret Thatcher fuera electa como primera ministra en 1979. Si los empresarios hispanoamericanos financiaran a los intelectuales liberales, se conseguiría un cambio en el sentido común que erradicaría el populismo de nuestras naciones. “Es hora de que esos hombres de empresa despierten de su pasividad y hagan una real contribución a la sociedad en que viven, por el bien de ésta y también por el de sus propios hijos” (215). Como tanta gente contraria al liberalismo, Kaiser y Álvarez esperan resolver los problemas con el dinero de los empresarios.

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¿A quién se dirige El engaño populista? No a los lectores que creen que el Estado resuelve algunos problemas mejor que el capitalismo. Ellos son rechazados desde la primera página, donde se les acusa de padecer una descomposición profunda a nivel mental (28). Son atacados con la violencia que ejercía la mujer de Levrero al pelear con él. Además, la solución que se ofrece a sus problemas es pensar exactamente al revés de como lo hacen. Se invita al antineoliberal a volverse neoliberal. ¿Cómo acercar extremos tan lejanos? Primero adaptar el discurso a sus destinatarios. Hacer como el monje que viajó desde Roma para convertir a los ingleses al cristianismo. Les describió el infierno y su fuego que nunca se apaga, pero consiguió el efecto contrario al esperado. “Hartos de frío, los señores manifestaron su vivo interés por ese infierno, que invenciblemente los atraía como una siempre grata chimenea. Para ellos hubo que inventar infiernos glaciales” (Bioy 444). No importa inventar un falso infierno para el que piensa diferente a nosotros, si eso lo convierte a nuestra fe. Pero para eso hay que entender su infierno y que él podría desear lo que a nosotros nos da miedo. Hay que aceptar que existen personas razonables defendiendo ideas contrarias a las nuestras y que eso no las vuelve mentirosas, ignorantes o mentalmente descompuestas.

A eso me refería cuando subrayé la diferencia que el libro hace entre la verdad y las ideologías. Si no asumimos que nuestro punto de vista también es discutible, corremos el riesgo de parecer unos totalitarios amparados en los científicos que más se acomodan a nuestras ideas. Las citas a los premios Nobel de Economía tienen muy poco valor para quienes sospechan de los economistas, como cuando los cristianos citan la Biblia para convencer sobre la verdad de su religión. Habría que estudiar mejor a qué defectos del neoliberalismo está respondiendo el populismo para poder superarlo. ¿Será que las personas experimentan situaciones que consideran injustas en el sistema capitalista? Mario Vargas Llosa razonó alguna vez como Cristina Fernández. Lo cito porque supongo que Kaiser y Álvarez lo respetan si dejaron una frase suya en la portada de El engaño populista. Vargas Llosa escribió que “la democracia no es solamente libertad, sino también […] igualdad de oportunidades. Y no hay igualdad de oportunidades cuando uno no está realmente en condiciones de ejercitar sus mínimos derechos económicos. Esto es lo que justifica y fundamenta el principio de la redistribución. Un principio que hoy en día se cree socialista, cuando, en realidad, es un principio liberal, inseparable de la tradición del pensamiento liberal” (414). Lo comparto solo para indicar que personas inteligentes que defienden el libre mercado aceptan la posibilidad de que ese sistema necesite una ayuda.

Si El engaño populista no se dirige a sus opositores, supongo que fue escrito para lectores que ya creen en sus ideas. Los entiendo. A mí también me gusta leer a Enrique Vila-Matas, Alberto Manguel o Martín Schifino solo para encontrarme con gente que me confirma lo importante que es la literatura, pero sé que sus argumentos no significan nada para quienes se aburren al leer (ej: mis alumnos del colegio). La diferencia está en que El engaño populista quiere rescatar a nuestros países de una ideología política. Para eso no sirve que se junten los creyentes a odiar a sus opositores. Eso no rescata a ningún país, sino que se limita a dividirlo con retóricas semejantes a las del populista.

Ojalá que Kaiser y Álvarez consigan el dinero que piden a los empresarios para mejorar su trabajo intelectual. Porque solo un libro bien pensado puede llegar a rescatar a nuestros países del mal que sus autores vean o imaginen. Y yo no temo al populismo, sino a más libros malos como este.

Libros citados
Álvarez, Gloria y Kaiser, Axel. El engaño populista. Santiago de Chile: El Mercurio, 2016.
Bioy Casares, Adolfo. Borges. Buenos Aires: Destino, 2011.

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Periodismo, Televisión

Elogio a Natalia Valdebenito

“Yo creo que no hay mucho secreto,
no hay que escribir mucho
ni hay que darle mucha vuelta:
eres tremendamente graciosa”.
Américo (9:20)

Macedonio Fernández se dirigió a los críticos en uno de sus libros: “sois los únicos que amáis y concebís la Perfección; los escritores nada de esto, publicadores de borradores, libros de apuro, de oportunidad, de rumbeo; la Perfección vendrá algún día en un libro, tal como con razón la esperabais y concebíais” (195). Es una crítica muy bien pensada, que supone la inexistencia de lo perfecto y, por tanto, el absurdo de exigírselo al arte. Finge irónicamente que los escritores son inferiores a los críticos porque no solo aceptan lo imperfecto, sino que lo divulgan en sus libros, que los buscadores de lo perfecto criticarán. Hans Ulrich Gumbrecht lamenta ese supuesto deber que tienen los intelectuales de ser críticos, “que ha reducido seriamente la cantidad de discursos que nos sentimos autorizados a desarrollar” (32). Y lo dice queriendo ampliar esa autorización, justificando que elogiará aquello por lo que siente gratitud. “¿No es verdad que los mejores ejemplos de crítica en arte, literatura y música son casi siempre análisis de pinturas, textos o sinfonías, análisis que implícitamente elogian sus objetos de referencia al mostrar cuán complejos son éstos, y cómo lo son de muchos modos diferentes?” (37). A eso me dedicaré, a elogiar la Perfección del show que Natalia Valdebenito presentó el miércoles 24 de febrero en el Festival de Viña del Mar.

Pero empezaré siendo crítico. Es verdad que uno puede hablar bien de algo sin hablar mal de otras cosas, pero es más fácil si se tiene con qué comparar. Además, Natalia Valdebenito recibió el mismo par de gaviotas que Edo Caroe y Rodrigo González, por lo que merece ser diferenciada. Los shows de ellos hicieron reír, gustaron en la Quinta Vergara, pero en mi inmodesta opinión no fueron tan Perfectos como el de ella. Los revisaré por orden cronológico.

Edo Caroe

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Edo Caroe empezó con el apoyo de Coco Legrand, primero en un video y luego en una imitación suya a cargo del talentoso Óscar Álvarez. Se asoció a un grande, un consagrado en Viña, pero no le hizo honor. Porque lo que hace Coco Legrand es contar historias graciosas que le sirven para reflexionar sobre la sociedad chilena, mientras que Edo Caroe se limitó a pegotear chistecitos que prometían algo mayor sin llegar a ofrecerlo. Veamos un ejemplo de cuando empezó a hablar solo, justo después de conseguir que la Quinta Vergara gritara estar ¡BIEEEN!

“Con ese ánimo sí va a funcionar porque para estar en un escenario como este se necesita valentía. Y yo no soy muy valiente, la verdad. De hecho, la otra vez me quise circuncidar y no me dio el cuero. [Risas] Sí, se necesita valentía para estar acá porque yo sé que algunos me tenían menos fe que a condón de consultorio. [Más risas]” (11:55).

No creo que sus chistes sean intrínsecamente malos, sino que les falta desarrollo y contexto. ¿Quieres hablar de cobardía? Entonces pegotea más chistes al respecto (como el del cocinero que no hacía tallarines porque le daba miedo que empezaran a pegarse). No es mi estilo favorito de humor, pues parece tomado de un libro de chistes, pero al menos construye algo. Después menciona una circuncisión. ¿Qué haría Coco Legrand con ese tema, si recordamos las maravillas que conseguía con su su operación de los testículos? Buscando rápidamente en YouTube llegué a un show donde Joe Rogan le saca mucho partido a un tema tan interesante. Pero no, Caroe solo tenía el chistecito sobre el cuero, expresión que tampoco aprovechó de comentar. ¿Vendrá de ahí, del prepucio? ¿Es necesario ese cuero para tener relaciones sexuales satisfactorias? ¿Entonces de dónde viene la frase? Sé que me expongo con estas propuestas temáticas, que es más seguro acusar de fome a un humorista, pero creo efectivo demostrar que sus defectos tenían solución. El tema es que Edo Caroe no habló de valentía ni de circuncisiones ni de la frase “no me dio el cuero” ni de condones ni de consultorios. Desperdició todas esas palabras jugándoselo todo por unos chistes que produjeron risas, pero nada más. Le faltó lógica, capacidad de hilar un discurso. Un ejemplo de eso está al principio de la cita que transcribí, donde dice que su show funcionará con un público animado porque hay que ser valiente para estar en ese escenario. ¿Qué tipo de causalidad es esa? Para actuar en Viña hay que ser valiente. ¿Es esa una razón para que un show funcione? No. Son hechos totalmente aparte. Hubiese sido más lógico decir:

“Con ese ánimo sí va a funcionar porque este show depende de una relación entre ustedes y yo, que soy muy inseguro y no puedo presentarme ante personas desanimadas. Algunos me dicen que este trabajo se trata de eso, de ser valiente y actuar aunque a uno no lo quieran escuchar, pero yo no soy valiente. De hecho, la otra vez me quise circuncidar…”

Me quedó muy largo para los ritmos televisivos. Habría que agregar chistecitos entremedio, quizá desarrollar esa incapacidad a presentarse ante desanimados, tema que también da para mucho. Se puede pensar en la soledad de un chileno que solo hable con gente alegre y animada. Así se toma el lugar común de que los chilenos somos fomes y se plantean situaciones como el de alguien incapaz de hacer trámites en el banco porque todas las ventanillas son atendidas por gente desanimada. Pero bueno, Edo Caroe no aprovechaba lo que decía, sino que sumaba y sumaba chistecitos, además de trucos de magia y críticas a los políticos más criticados el último año. Fue un show de acumulación, no de construcción. Juntó materiales, pero armó muy poco con ellos.

Rodrigo González

Segunda Noche del Festival de la Canción de Viña del Mar 2016

Foto: Francisco Longa/Agenciauno

Al día siguiente se presentó un humorista que no repitió los errores de Caroe (¿por qué habría de hacerlo?). A mí me gustó el show de Rodrigo González. Tomaba una idea cualquiera, bastante típica y difundida por internet, y la desarrollaba con chistes. Criticó lo actual añorando el pasado al hablar sobre monos animados, dulces, maneras de divertirse, músicas, donde pidió que vuelvan los lentos. Son ideas súper simples, pero eso está bien, porque para conectar con el público funciona decir cosas conocidas. Lo bueno es que las desarrollaba, pasaba un rato hablando sobre cada tema.

Casi al final de su presentación comparó los smartphones actuales con los teléfonos de antes, cuando eran familiares y de disco. Observó que ahora hay grupos de WhatsApp para todo, se rió de los amigos que mandan fotos porno y de esos videos que prometen un gol de Alexis Sánchez pero terminan siendo “ese video porno camuflado”. Cerró su espectáculo con esta reflexión:

“Sin embargo esta noche yo sentí, y esto lo digo de verdad, que nos conectamos. [Aplausos] Que nos conectamos de verdad. Es una noche romántica, es una noche donde el amor todavía existe, es una noche donde nos podemos reencontrar y conectarnos face to face, cara a cara, y decirnos frases que a veces no nos decimos en persona, como por ejemplo, te extraño, te amo, abrázame, baja la tapa del water. [Risas]” (40:41).

Fíjense en todo lo que se demoró en hacer la broma del water. Estaba terminando, ya había hecho reír bastante, pero de todos modos se tomó el tiempo para hacer esa reflexión que sería fácil descalificar como un cliché, pero que me parece valiosa e inteligente para en su show. Si habló tanto de echar de menos cosas antiguas, tenía sentido recordar que su espectáculo fue algo antiguo. Que pararse a hablar frente a mucha gente es algo de otra época que sigue produciendo lo que buscan las tecnologías más actuales: conectarnos.

En definitiva, González hizo un buen trabajo porque no se fue directamente a los chistes, sino que llegó a ellos desde los temas que quiso tratar. Integró el humor a una conversación, que es lo que debiésemos aprender a hacer de los humoristas. Entiendo que la diferencia entre pornografía y erotismo se parece a esto. Mientras la primera se va derechito al sexo, el segundo lo subordina al amor y la ternura. Por eso González fue mejor que Caroe, porque le puso ternura a su presentación.

Natalia Valdebenito

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Llego a la difícil tarea de probar que Natalia Valdebenito fue mejor que Edo Caroe y Rodrigo González. Con el primero es fácil porque no dije casi nada bueno sobre él, pero con el segundo me va a costar más. Tengo listo el argumento de que González presentó ideas típicas mientras Valdebenito presentó ideas más novedosas, pero correría el riesgo de sonar ingenuo, como le pasó hace poco a Eddie Redmayne cuando insinuó que Danish girl era la primera película masiva en hablar sobre el transgénero. No. El show de Valdebenito no fue genial por ser feminista. Eso no tiene ninguna gracia en sí mismo. A mí me gustó su rutina porque estaba bien pensada, tenía contenido y bromas constantes que no eran un fin en sí mismas, sino un medio para hablar, principalmente, sobre la experiencia de ser mujer en la actualidad. En definitiva, stand-up comedy de calidad. Lo que me cuesta es entender a qué me refiero con eso.

Después de saludar, agradecer y conseguir ciertos gritos de un público animado como el exigido por Edo Caroe, Natalia Valdebenito empezó su verdadero show:

“En una época de mi vida, y en esto no me voy a censurar, fui bien putaza. [Risas] Sí, putaza. Esa cuestión de cuando una echa a la chuña la… [Risas] De repente una no tiene sexualidad y dice ‘ya, bueno, hoy día salgo a cazar nomás, po’. [Risas] Hoy día lo que caiga. [Risas] Entonces, bajo esa premisa, la verdad es que uno se va encontrando con mucho prejuicio, mucha gente que te dice o que opina. El poto es mío y la gente opina, yo no entiendo. [Risas]” (3:06).

Observemos primero la frecuencia de las risas. Cinco risas con solo 84 palabras (6%). Caroe tuvo dos en la cita de 61 palabras que transcribí (3%) y González solo una en 72 (1%). Obviamente está medición es injusta y poco representativa. Cada humorista tuvo momentos con más y menos risas que los seleccionados. Además, tenemos el caso de las cosquillas, que producen risas sin ninguna palabra y no por eso son humor. Según un estudio de Robert Provine sobre mil 200 personas, menos del 20% de nuestras risas diarias surgen de lo que llamamos humor. Pero es un primer indicador. Valdebenito estaba recién empezando y su público ya se reía constantemente.

De las cinco risas, ninguna es un chiste. Ninguna funciona sacada de contexto, como sí pasa con el humor de Edo Caroe. Uno cumple cuando anuncia contar un chiste y dice: “la otra vez me quise circuncidar y no me dio el cuero”. Si alguien me ofrece un chiste y me cuenta que en una época de su vida fue bien putaza, yo me quedaré esperando la continuación. Con Valdebenito también esperamos, pero no solo chistes, sino también el desarrollo de un tema. Cada una de las risas surge de la misma confesión inicial. Es como si repitiera la misma idea con formas diversas y solo cambiara al final del párrafo, cuando toca el tema de los prejuicios. Pero no es repetitiva, sino inteligente, pues cada repetición añade un matiz: ser putaza es una cualidad, salir de cacería es una acción realizable por quien tiene esa cualidad. Se está dando a entender con algo de profundidad, aunque el tema parezca liviano.

Me cuesta entender por qué nos reímos cuando Valdebenito dice haber sido bien putaza. Me es insuficiente pensar que simplemente lo dijo con gracia, porque si así fuera ella podría haber dicho cualquier otra cosa. No pasaría nada si dijera: “en una época fui bien inmadura”. Quizás sea porque la palabra putaza se aplica normalmente a otras personas y no a una misma. Es algo que no se confiesa, menos con ese bien intensificador. Lo cómico podría estar en la falta de eufemismos (como en mi ejemplo de la inmadurez), aunque en realidad no lo sé. Quizá lo gracioso esté en llevar a un extremo la falta de autocensura, algo como: “está bien decir la verdad, pero nunca tanto”.

Otra posibilidad es que lo gracioso sea el automatismo de volverse putaza, de volverse una marioneta de los deseos corporales hasta el punto de aceptar “lo que caiga”. Henri Bergson propuso en La risa que ella “flexibiliza cualquier resto de rigidez mecánica que pueda quedar en la superficie del cuerpo social” (19). Básicamente, Bergson dice que casi siempre que nos reímos lo hacemos de algo humano que se ha vuelto mecánico, que parece automático, y nos reímos para condenarlo. Según esta teoría, el chiste de Caroe da risa por confundir mecánicamente dos significados de cuero: el de una frase sobre la resistencia (“no me dio el cuero”) y el prepucio. Solo un robot (o un extranjero) pensaría que hay una misma palabra en los dos usos (por eso nos da risa escuchar a extranjeros aprendiendo nuestro idioma). Volviendo a la putaza que caza lo que caiga, Bergson también diría que “es cómico todo incidente que nos pone de relieve el físico de una persona cuando de lo que se trata es de moral” (36). Y la sexualidad humana es totalmente moral. ¿Será eso lo gracioso, que la sexualidad haya sido reducida a una vagina? Hay otro automatismo al final de la cita: “El poto es mío y la gente opina, yo no entiendo”. La analogía es graciosa porque falla. Es verdad que la gente no debiese opinar sobre las cosas personales, pero también es cierto que opinamos muchísimo sobre la vida sexual ajena (de eso se tratan los programas de farándula). Entonces, aunque sea razonable, es divertido que Valdebenito olvide la convención social de que en general, cuando estamos en confianza, opinamos mucho sobre el uso que las otras personas dan a su cuerpo.

¿Sería gracioso un hombre que confesara lo mismo? Probablemente no, por esto de que parece más vergonzoso para un hombre reconocer su virginidad que su promiscuidad. Pero el valor de Natalia Valdebenito está en no quedarse ahí pegada. Ser puta, más que un chiste, es una premisa, según sus propias palabras. Con ese inicio ella se vuelve una autoridad en uno de los grandes temas que tratará en su presentación: los hombres que ha conocido. Cuando dice “me agarré a cuanto hueón había, básicamente para aprender” (4:06) está explicitando esa posición de autoridad, aunque lo diga causando risa por encubrir un deseo corporal con un falso interés intelectual.

Encuentro admirable que una mujer triunfe en televisión diciendo que se mete con muchos hombres cuando anda caliente sin parecer sucia ni tonta. Creo que lo logra porque va mucho más allá de la consigna “las mujeres también tienen derecho a gozar de su sexualidad”. Y ese más allá está en su narración. Como dice Martha Nussbaum: “La información sobre el estigma social y la desigualdad no transmitirá toda la comprensión que un ciudadano democrático necesita sin la experiencia participativa de la posición estigmatizada, que el teatro y la literatura permiten” (cap. VI). Dicho de otro modo, no basta con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, porque en teoría todos somos tolerantes y respetuosos. Lo que necesitamos es sentir las experiencias de las otras personas, algo que podemos conseguir con el buen stand-up comedy, que debe mucho al teatro y la literatura. Así adquieren peso y realidad los personajes que Natalia Valdebenito caracterizó.

Porque ella no solo habló de la putaza, que comenté porque aparecía primero, sino también de la celosa, la canalla y la sola. En Facebook leí una crítica contra Valdebenito porque generalizaba al hablar sobre las mujeres. Yo creo que eso es algo positivo, que las generalizaciones nos ayudan a entender el mundo, y en esto tengo el apoyo de Henri Bergson. Él observó que los títulos de grandes comedias de Molière no son personas específicas como en las tragedias, sino que son nombres de tipos: El avaro, El misántropo, El enfermo imaginario. “La comedia describe caracteres con los que nos hemos cruzado, con los que volveremos a cruzarnos en nuestro camino. La comedia señala semejanzas. Busca mostrarnos arquetipos” (100). Nos gustan esos personajes porque los conocemos, sabemos que existen, creemos en ellos. Y esa es una fuente de humor.

El antropólogo Robert Lynch probó empíricamente que las personas se ríen más cuando ven algo que creen verdadero. Toma de Alistair Clarke la idea de que el stand-up comedy ofrece un humor del tipo “es muy cierto” (142) y concluye, por ejemplo, que las personas sexistas se ríen más con los chistes sexistas en una presentación de Bill Burr. Específicamente, midió cuánto afectaba la creencia de que las mujeres estén más asociadas a la familia que los hombres. “No podemos explicar qué es objetivamente cómico, pues nada es más inherentemente cómico que otra cosa. Aquí el individuo tiene una importancia suprema” (142). Así funcionan las risas personales y también las colectivas, como las que consiguen los buenos humoristas en el Festival de Viña. El mismo Robert Lynch dijo en una entrevista que “muchas risas son sobre temas tabú. Están comunicando algo que todavía no podemos admitir, pero lo comunicamos entre las personas para ver si estamos compartiendo ciertos valores. Si no funciona fue solo una broma. Es una especie de mensaje codificado diciendo ‘oye, ¿eres parte de mi grupo? ¿Estamos en el mismo grupo?’ Y al reírte con la broma, probablemente estarás dando la señal de que sí, de que piensas que las mujeres están más asociadas a la familia” (3:25). Pienso que el éxito de Natalia Valdebenito se debe a esto: logró conectarnos, como decía Rodrigo González, pero de una manera más profunda, con temas más importantes, y por eso fue más divertida. Porque trató más temas que creíamos prohibidos y nos hizo reír a todos juntos, mostrando la verdad de que los tabúes pueden cambiar.

Libros impresos
Bergson, Henri. La risa: ensayo sobre el significado de la comicidad. Trad. Rafael Blanco. Buenos Aires: Godot, 2011.
Fernández, Macedonio. Textos selectos. Buenos Aires: Corregidor, 2014.
Nussbaum, Martha. Not for profit: why democracy needs the humanities. New Jersey: Princeton University Press, 2010.
Ulrich Gumbrecht, Hans. Elogio de la belleza atlética. Trad. Aldo Mazzucchelli. Buenos Aires: Katz, 2006.

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Ficción

Testimonio de un tirón

pirana

Obvio que había escuchado historias sobre esto, pero una cosa son las historias y otra la experiencia, que a veces se vive tan rápidamente que ni las historias más completas sirven de algo. Hay situaciones en que ni la experiencia sirve, y eso es lo que me preocupa. Es decir, claro, uno sabe que debe andar siempre con cuidado, que otros animales andan tan hambrientos como una bajo el agua y que hay que pensarlo bien antes de lanzarse a comer cualquier cosa. Pero ahí la experiencia contradice a las historias porque uno se ha pasado toda la vida comiendo de todo y nunca ha sentido nada malo más allá de uno que otro problema digestivo que dificulta dormir bien. Y si hago esta comparación entre la experiencia y las historias es porque voy a contar una historia que para mí fue una experiencia, con más valor que las historias normales, aunque entiendo lo difícil que debe ser percibir eso para quienes sólo lean o escuchen esto que se transmite igual que las historias inventadas. ¿Acaso existe una mejor manera de compartir experiencias? Hay que convertirlas en historias para que tengan un orden comprensible, razón suficiente para interrumpirme y empezar por el principio.

No me gusta presentarme diciendo mi especie porque entiendo que las pirañas tenemos mala fama por esto de que nos comemos todo lo que encontramos, lo cual es cierto hasta el punto de que hace poco un tío me contó con orgullo que se había comido la cola de un joven caimán que descansaba una mañana entre las plantas de una orilla. Yo nunca he llegado tan lejos, quizá porque soy joven y tengo mucho por conocer sin salirme de los límites de lo conocido por todos, a diferencia de mi tío que hace tiempo anda buscando experiencias nuevas, como si se fuera a morir pronto y no quisiera dejar el mundo sin haber cumplido una lista de tareas. Y no lo digo porque estar a punto de morir se sienta así, sino por la idea que se tiene de ese hecho que sólo pocas hemos estado a punto de experimentar (lo digo así para callar a los escépticos que intentan convencerme de que yo sí me morí y después volví a la vida. Los llamo escépticos por no creer en mi versión, aunque al mismo tiempo se muestren muy ingenuos al creer que uno puede morirse y después resucitar).

Pero iré al principio o al menos diré algo para no abusar de la paciencia del lector. La escritura me hace alargar las reflexiones por aprovechar que nadie va a interrumpirme como cuando hablo, aunque también es cierto que el lector podría ser peor y simplemente abandonarme, cosa que me parecería muy negativa para el mismísimo lector, quien debiese beneficiarse con mi historia. Seré directa: los rumores son ciertos y las medidas de seguridad son todas necesarias, como verán en mi poco ejemplar historia basada en mi poco ejemplar experiencia. Es verdad que unas comidas tiran con la fuerza suficiente para arrastrarnos más allá de la superficie, ocasionando un dolor horrible que dura varios días en los labios si es que se consigue volver al agua como me pasó a mí, que gracias a eso estoy aquí contando esto como si fuese una vieja sabia aunque sólo soy una niña cuya experiencia me volvió sabia, al menos en el tema de la alimentación y la muerte, o de la alimentación mortal o de la muerte por alimentación.

Me gusta decirlo así porque suena extraño. La alimentación debiese ayudarnos a vivir. Eso es lo perverso de este asunto. Resulta que en el agua existen ciertos alimentos que esconden un mecanismo mortal para nosotras, del cual yo escapé milagrosamente para contar esta historia (pero no para ser usada como amuleto sagrado de la suerte, según me han insinuado parientes mayores, que a cierta edad empiezan a creer en cualquier cosa, así como a mi tío le dio por hacer cualquier cosa. Me intrigan los viejos y sus opiniones). La recomendación es conocida: rodear los alimentos muertos hasta asegurarse de que no se mueven, algo difícil de seguir porque en el agua todo está siempre moviéndose (la verdad es que ni siquiera estoy tan segura de que eso hubiese evitado lo que me pasó).

Iba una tarde de aguas tibias y luminosas buscando lo de siempre: comida. Lo digo así, sin vergüenza, porque entiendo que a eso se dedican todos los animales, salvo la extrañísima excepción del monstruo que me perdonó la vida y que por eso debiese llamar de otra manera, si es que el susto y el dolor ocasionado por él no hubiesen sido monstruosos. Llevaba varias horas sin comer, siguiendo movimientos de animales que resultaron ser más grandes que yo, más victimarios que víctimas para mí, hasta que sentí una intensa revuelta de aguas superficiales junto a las plantas en la orilla de un cruce de ríos. Me acerqué cautelosamente para ver qué había, pues el hambre no anula la curiosidad sino que con suerte es al revés: encontrar alimento por andar curioseando. Fui al lugar del ruido sin asomarme demasiado a la superficie, que me volvería más visible, y encontré un panorama muy extraño: cuatro pedazos de carne permanecían bastante estáticos a una altura demasiado parecida, como si los hubiese tragado una culebra transparente que mantenía su profundidad con una postura horizontal. A veces pasa eso, una encuentra una corriente agradable que sólo pasa por un punto específico y dan ganas de quedarse ahí toda la tarde, aunque después dé hambre y uno quiera irse. Me acerqué a uno de los bocados y observé que desde un punto reflejaba la luz del sol. Pasé por el lado de una de las presas: era carne terrestre difícil de encontrar así, trozada, bajo el agua. Di vueltas alrededor y noté que un primo andaba igual que yo a dos carnes de distancia, inspeccionando una presa. Cuando le mordió una parte, el resto salió disparado a hacia arriba.Yo pensé que mi olfato me engañaba porque al parecer estas no eran carnes terrestres sino animales completos que nadaban a velocidades increíbles cuando sentían el dolor de una mordida. Mi primo se me acercó con actitud victoriosa diciendo que se había salvado de un tirón, que es como llamamos a esos alimentos mortales que huyen agarrándonos de la boca. Muchos no creen en ellos y los toman como excusas para situaciones más difíciles de aceptar, como los suicidios o las migraciones individuales, lo que al parecer hizo mi abuelo río arriba. Yo no solo creo en los tirones, sino que estoy segura de su existencia porque experimenté uno pocos minutos después.

Aceptando la posibilidad de que las otras carnes fueran tirones, como dijo mi primo, o animales muy veloces, como creí yo, me alejé a una zona más profunda del agua, esperando recuperar el ritmo estable que el susto había hecho perder a mi respiración. Me dejé llevar por las suaves corrientes y cerré los ojos imaginando el origen de los sonidos que sentía vibrar a lo lejos. El olor me hizo volver a mirar. Era un animal como los de antes, pero solitario y de movimientos lentos. Consciente de los peligros, me acerqué suavemente, esperando que reaccionara al sentir mi proximidad, pero no hizo nada. El olor era delicioso, carne fresca de animal terrestre, quizá un resto de lo cazado por algún caimán.

Me cuesta saber lo que hice después porque es demasiado rápido y extraño. Supongo que intenté tragarme el pedazo de carne, aunque también es posible que él me haya agarrado por el labio o que las dos cosas hayan pasado juntas. Lo cierto es que sentí el tirón. Esa cosa me mordió el labio y, sin salir de mi boca, me llevó arriba a toda velocidad, con una fuerza de intensidades rítmicas como de oleaje. Cerré los ojos pensando que todo terminaría en la superficie del agua, pero el movimiento continuó más allá, en el aire.

Lo que vi afuera no tiene nombre o al menos yo no lo conozco. Había unos monstruos que parecían delfines rosados con tentáculos como de pulpo, pero sin ventosas, aunque manipulaban objetos. Eran suaves, sin escamas, y hacían ruidos extraños y diversos, como de muchos animales juntos. Uno de esos tentáculos que se subdividía en más colas o brazos se organizó con otro y me agarraron por arriba y abajo de mi cuerpo y empezaron a forcejear con las mandíbulas de la carne que yo había tratado de comer, todavía aferradas al lado derecho de mis labios, y me dieron vuelta y lo que vi fue el horror: pirañas secas, opacas y muertas amontonadas como si fueran basura al fondo del agua, pero en un espacio blanco y luminoso, porque ahí todo era luz y colores intensos por la falta de agua. Me fui asfixiando con mis branquias secas y de un tirón que me rompió la boca quedé libre de la carne y su mordida. Un palo duro se enterró contra mis dientes, no para hacerme daño, sino para investigarme, quizá preparando un daño posterior. La espantosa situación de las amigas amontonadas fue pareciéndome atractiva. Lo terrible era estar viva, siendo inspeccionada por ese monstruo de ojos frontales, si es que algo de lo que recuerdo es como lo vi porque lo tengo muy confuso en la memoria, además de que me faltan palabras para describirlo. Entonces me sentí libre, volando por el aire, y caí de vuelta en el agua.

Me quedé quieta. Dejé que el peso me hundiera y retomé gradualmente el movimiento de mis branquias. Los sonidos acuáticos volvían. La confusión había terminado. Miré a mi alrededor y de golpe entendí que debía esconderme entre las rocas más profundas, así que bajé y me quedé un buen rato con la mente en blanco, hasta que me quedé dormida. Al día siguiente no tuve dudas sobre lo que me había pasado porque me seguía doliendo el labio, que se recuperó después.

Ojalá mi historia cumpla la promesa que hice al principio y ayude a los lectores a moverse con más cuidado bajo el agua. Espero no producir el efecto contrario de terminar atrayendo peces a la emocionante experiencia del tirón, porque no tiene nada de agradable. Además mi retorno al agua fue excepcional. Por eso hay tan pocos testimonios verídicos y demasiados rumores, porque lo normal es lo que vi allá arriba, pasar a formar parte de un montón de pirañas muertas. Lo normal es morir, quedarse entre la luz, el aire y los colores intensos. No sé por qué volví. Mi tía dice que me salvé para cuidarla a ella, pero yo no le creo. Pienso en las hermanas que vi juntas, muertas, que también tenían tías, y creo que la mayor diferencia entre ellas y yo es el tamaño. Yo soy más chica. Quizá por eso me devolvieron, porque todavía tengo muy poca carne que ofrecer. Esa es la razón de que ahora voy con más cuidado, comiendo solo lo que se ve absolutamente seguro y nunca en exceso, porque ahora temo la comida que produce tirones y la que me hace crecer, la que me sacaría del agua y me impediría regresar.

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Libros, Traducción

Los libros te vuelven aburrido

fetichista

“Lo emocionante de los libros no son solo sus interminables mundos con los que empatizar, sino el olor de la encuadernación, la textura de las cubiertas, el pensamiento de los pagos atrasados, los bibliotecarios dominantes y la lectura posterior a la hora de acostarse. Mi esposa e hijo murieron atropellados por un conductor borracho el año pasado y mi mejor amigo murió de cáncer, pero encontré a mis seres queridos perdidos en los libros que habíamos compartido. Tengo la bendición de poder leer en muchos idiomas. Los libros me hacen sentir seguro. La idea de que una pervertida amante de los libros esté allá afuera excitándose con esta fotografía me calienta mucho” (citado por Gabriel Teague en What is fetish?).

[Traducción al texto “Books make you a boring person” de Cristina Nehring, originalmente publicado en New York Times el 27 de junio de 2004.]

“¡Soy un lector!”, anunciaba la chapita amarilla. “¿Cómo es eso?” Miré a su portador, un corpulento joven que investigaba la Feria del Libro en mi pueblo. “¡Apuesto a que eres una lectora!”, me dijo como si dos genios nos hubiésemos encontrado. “No”, le respondí. “Absolutamente no”, quería gritarle y lanzar mi bolsa de la librería Barnes & Noble. En lugar de eso murmuré una disculpa y me fundí con la multitud.

Hay una nueva devoción en el ambiente: la autocomplacencia en los amantes de los libros. Largamente inmunes a las críticas gracias a la mayor cantidad de televidentes, adictos al Internet, videomaníacos y otros introvertidos de sillón, los ratones de biblioteca han desarrollado una complacencia semi-mística sobre los beneficios morales y mentales de leer. “Los libros te hacen una mejor persona”, proclamaba un lienzo afuera de un colegio en Los Ángeles. Los libros alejan a los niños de las drogas, mantienen a los pandilleros fuera de la cárcel y a los terroristas en sus límites. Eso escuchamos en las más de 200 ferias del libro que han proliferado en Estados Unidos desde San Francisco hasta Nueva York. Esto, incluso, es lo que escuchamos en los playoffs de la NBA. Los ciudadanos votan y eligen un único libro para ser leído por todos al mismo tiempo. “Lee un libro, salva una vida”, dice un anuncio radial e, incluso en ausencia de contribuciones caritativas, esto se acerca bastante a lo que sentimos estar haciendo. Ser un lector actualmente es ser un valioso miembro de la sociedad, un ser humano pensante y sensitivo, un ganador.

Sin el consenso de gran parte del público en este punto, un film como el documental de Mark Moskowitz, Stone reader, no habría podido provocar las alabanzas que tiene ni haber llegado a los pasillos del Blockbuster. Vagamente organizado en torno a la búsqueda de Moskowitz por un novelista perdido, muestra a su héroe arrastrándose de una oficina llena de libros a otra, con libros amontonados sobre la mesa, babeando sobre sus portadas con una alegría sobrenatural y alabando el placer de la lectura frente a sus amigos.

Moskowitz (tomando un volumen de la repisa de una biblioteca): Todas estas buenas portadas aquí… Aquí está… Johnny Goldstein, creo, lo leyó primero. Y después todos tuvieron que leerlo. Fue genial. ¡Es genial!
Amigo: Sí, sí, sí…
Moskowitz: Tú lees todos los días, ¿cierto?
Amigo: Casi todos.
Moskowitz: Todos los días has leído…
Amigo: ¿Te acuerdas de este? ¿Cuándo lo leíste?
Moskowitz: ¿El viejo y el mar? Hace dos años…
Amigo: ¿Y qué te pareció?
Moskowitz: ¡Me gustó!

Es asombrosa la vacuidad de las conclusiones después de toda esa preparación. El hecho es que Moskowitz no tiene nada que decir sobre los libros que acaricia persistentemente escena tras escena. No se trata del contenido de los libros, sino de su fetichización.

Es fácil fetichizar cosas que imaginamos que están desapareciendo. En la época de internet y los smartphones, los libros se ven pintorescos, impredecibles, en peligro y por lo tanto virtuosos. Asumimos que leer requiere un intelecto formidable. Olvidamos que los libros fueron la televisión del pasado. Me refiero a que fueron tanto una fuente de entretenimiento pasivo como de ilustración ocasional, de alienación social y de disfrute personal, de inactividad y de inspiración. Los libros eran una bolsa mezclada y lo siguen siendo. Los libros podían ser usados y subutilizados, y siguen siendo así.

Los mismos escritores han insistido sobre sus peligros. Desde Séneca en el siglo I a Montaigne en el XVI, Samuel Johnson en el XVIII y William Hazlitt o Emerson en el XIX, los escritores se han esforzado en recordar a sus lectores que no lean tanto. “Nuestras mentes se ahogan con mucho estudio”, escribió Montaigne, “así como las plantas se ahogan con demasiada agua o las lámparas por exceso de aceite”. Llenándonos con demasiados pensamientos ajenos podemos perder la capacidad y el incentivo a pensar por nuestra propia cuenta. Todos conocemos personas que se lo han leído todo y no tienen nada que decir. Todos conocemos personas que usan los textos como otros usan la música de ascensor: para evitar el silencio de sus mentes. Estas personas pueden tener un cómic en el baño, un diario en la bandeja del desayuno, una novela en el almuerzo, una revista en la consulta del dentista, una biografía en la mesa de cocina, un libro sobre política en el velador, una edición de tapa blanda en cada superficie de la casa y un semanario en su bolsillo trasero para cuando tengan un momento desocupado. Algunos serán unos genios, otros simples pacedores de textos: siempre masticando, nunca digiriendo. Siempre consumiendo, nunca creando.

“Así como podrías pedir a un paralítico que salte de su silla y tire su muleta”, dijo Hazlitt, “podrías pedir al lector erudito que tire su libro y piense por sí mismo. Él se aferra a ello para apoyarse intelectualmente y su terror a ser abandonado a sí mismo es como el horror al vacío”. Alguien así es comparable con la persona adicta a los programas de conversación, las comedias televisivas o la CNN; no es peor ni mejor, ni más tonto ni más inteligente. No porque algo venga entre dos tapas será inherentemente superior a lo que pasa en una pantalla o llega por las ondas electromagnéticas.

Existe, por supuesto, una buena forma de leer, una muy buena forma, y los pensadores del pasado lo sabían. Todos ellos eran lectores, aunque ninguno fue un lector presumido: ellos no esperaban elogios sino que se excusaban por consumir libros. “Indudablemente existe una manera correcta de leer, a la cual subordinarse con severidad”, escribió Emerson. Las personas pensantes “no deben ser dominadas” por sus “instrumentos”, esto es, por sus bibliotecas. Ellas deben ser sus amos. Deben medir el testimonio de sus libros contra el suyo propio, deben alternar su atención hacia el libro con una atención aún más apasionada y escrupulosa hacia el mundo que las rodea. “Los libros son para los tiempos muertos del estudioso”, dijo Emerson en una afirmación que hoy sorprendería a muchos estudiosos.

Este es el punto: hay dos dos maneras muy diferentes de usar los libros. Una es provocar nuestros propios juicios, y la otra, mucho más común, es volver innecesarios esos juicios. Si queremos alcanzar la primera, no podemos permitirnos ser aduladores de los libros como Moskowitz; tenemos que ser agresivos. Incluso una insinuación de idolatría debilita la mente. “Jóvenes sumisos crecieron en bibliotecas creyendo que su deber era aceptar las opiniones de Cicerón, Locke y Bacon, olvidando que Cicerón, Locke y Bacon solo eran jóvenes en bibliotecas cuando escribieron esos libros”, nos recordó Emerson cuando admitía estar en la mitad de su vida de hombre en una biblioteca.

Tal vez la mejor lección sobre los libros es no venerarlos o al menos no tenerlos nunca en una mayor estima que nuestras propias facultades, nuestra experiencia, nuestros pares y nuestros diálogos. Los libros no son el bien puro que las multitudes de las ferias nos presentan: podemos aprenderlo todo de un libro, o nada. Podemos aprender a ser atacantes suicidas, religiosos fanáticos o, incluso, partidarios de Donald Trump tal como podemos aprender a ser tolerantes, amantes de la paz y sabios. Podemos adquirir expectativas poco realistas del amor tanto y más fácilmente que unas expectativas realistas. Podemos aprender a ser sexistas o feministas, románticos o cínicos, utópicos o escépticos. Más alarmantemente, podemos entrenarnos para no ser absolutamente nada. Podemos flotar eternamente como palitos a la deriva en la corriente de los textos. Podemos ser tan pasivos como un espectador promedio del cine, tan antisociales como un niño refugiado en los videojuegos y al mismo tiempo más presuntuoso que ellos.

Esos son los peligros. Pero hay recompensas, y podemos encontrarlas si dispersamos la piadosa confusión que se está organizando alrededor de la cultura libresca. En sus mejores momentos, los libros son invitaciones a pelear, no llamadas a rezar. La consagración los injuria. Hacemos mejor al discutir con ellos que al acariciar sus lomos. Hacemos mejor al pelear con nuestros escritores como Jacob con el ángel que al adorarlos como a nuestros salvadores.

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Educación, Libros, Sociedad, Televisión

Confesar, adivinar y hacer las tareas

Rorschach9

“Everybody lies”.
Dr. House

Entrevista
La última vez que postulé a un trabajo me pidieron ser evaluado psicológicamente para conocer y predecir mi forma de ser. Me hicieron llenar una tabla con mis virtudes y defectos, me preguntaron cosas por escrito que luego desarrollé en una entrevista oral, completé series lógicas de líneas, triángulos y cuadrados, además del famoso test de Rorschach. Cuando la psicóloga me pidió describir la primera de sus diez láminas con manchas simétricas de acuarela, le comenté lo difícil que debía resultar tomar ese examen de manera genuina, considerando las recomendaciones que muchos entregan para triunfar en él. Ella recordó que claro, supuestamente no hay que ver monstruos, asesinatos ni murciélagos en las manchas, y cerró el tema diciendo que todo eso era mentira, que el test seguía funcionando si uno decía la verdad. Entonces describí lo que veía con la mayor honestidad posible, suponiendo que si ella me descubría un rasgo negativo para el trabajo al cual postulaba, era mejor identificarlo antes que después de haber firmado el contrato. Más tarde leí que la evaluación en el test de Rorschach va mucho más allá de la identificación de ciertos animales y que, por ejemplo, quien “desmenuce las respuestas con detallismo, buenos análisis, cuidado en la configuración de las respuestas, ajuste a las manchas, etc., también procederá así, muy probablemente, en el trabajo y en su vida en general” (Sainz y Gorospe, 30). Es posible que mi advertencia antes de rendir el test fuese registrada por la psicóloga como signo de que soy desconfiado o de que intento distanciarme de lo que todo el mundo sabe. Lo cierto es que disfruté el test porque me gusta describir e interpretar imágenes ante alguien que se interese en ello, algo que también debiese haber quedado en mi informe.

Días después me llamaron del trabajo, donde valoraron mis rasgos positivos y me preguntaron por los negativos. Aunque no dije nada esta vez, nuevamente me sentí tentado a mentir como lo podría haber hecho en el test de Rorschach, convirtiendo mis defectos en virtudes malinterpretadas. Opté por un equilibrio entre la negación de ciertos defectos y el compromiso de superar los otros, siempre dudando de mi honestidad. Las entrevistas laborales son difíciles porque uno debe cumplir con los a veces contradictorios objetivos de conseguir el trabajo y de mostrar quién es uno, como si nuestra verdadera identidad no mereciera tanto ser contratada. Son difíciles porque ni siquiera sabemos si nos conocemos tan bien. Como citaba Borges de Mark Twain, “nadie puede comunicar la verdad sobre sí mismo, ni tampoco ocultarla” (Bioy, 104). Quizás por eso el test de Rorschach sigue funcionando, por todo lo que no podemos ocultar.

Interrogatorio
Lo que me quedó dando vueltas es el problema de las situaciones en que decir la verdad parece una mala idea. Alain de Botton dice que todas las mentiras surgen así. “Cada vez que hay una mentira, hay dos personas. Está el mentiroso y la persona que ha establecido una situación en la que no se puede aceptar la verdad. Por eso se le miente. No tengamos una imagen tan demandante de lo que es ser una buena persona, que nos hará mentir cuando no podamos alcanzarla. La mentira no es solo un problema del mentiroso, sino también de su audiencia”.

Vi un lamentable ejemplo de esto en Making a murderer, un documental que Netflix ofrece en diez episodios de una hora cada uno. La historia es la de Steven Avery, un estadounidense que pasó 18 años en la cárcel por una violación que no cometió, según se supo en 2003 gracias a un examen de ADN que le entregó la libertad. Poco tiempo después de que él demandara a los responsables de este grave error, los mismos policías culparon a Avery de haber asesinado a Teresa Halbach, una joven desaparecida de 25 años. El documental indica las inconsistencias en la acusación y la debilidad de las pruebas en la creación del supuesto asesino de Halbach. Una de esas pruebas es la confesión de Brendan Dassey, un sobrino de Steven. La admirable recolección de material incluye la grabación de esa confesión, obtenida en un interrogatorio que dos detectives hicieron a Brendan, un joven de 16 años. La siguiente transcripción acelera un diálogo que en realidad es bastante lento, en gran medida por la timidez y las limitaciones intelectuales de Brendan.

Brendan

Detective 1: Vamos. Algo en la cabeza. ¿Brendan? ¿Qué más le hicieron? Vamos.
Detective 2: Lo que él te obligó a hacer, Brendan. Sabemos que te obligó a hacer algo más.
D1: ¿Qué fue? ¿Qué fue?
D2: Tenemos las pruebas, Brendan. Solo necesitamos que digas la verdad.
Brendan: Le cortó el pelo.
D1: ¿Le cortó el pelo? Bien. ¿Qué más?
D2: ¿Qué más le hicieron en la cabeza?
B: La golpeó.
D1: ¿Qué más? ¿Qué te hizo hacer?
Brendan: Cortarla.
D1: ¿Cortarla dónde?
B: En la garganta.
D1: ¿Le cortaste la garganta? ¿Qué más le pasó en la cabeza?
D2: Es muy importante que nos lo digas para que te creamos.
D1: Vamos, Brendan. ¿Qué más?
D2: Ya lo sabemos. Solo necesitamos que nos lo digas.
B: Es lo único que recuerdo.
D1: Bueno, voy a preguntártelo directamente. ¿Quién le disparó en la cabeza?
B: Él.
D1: ¿Por qué no lo dijiste?
B: Porque no lo recordaba.

(Making a murderer, episodio 3, 53:14 – 55:33)

Los acusantes y la familia de Teresa Halbach consideran que este diálogo demuestra la participación de Brendan en el asesinato, aunque después no se hubiesen encontrado pelos cortados ni sangre derramada en el lugar de los hechos relatados. Los defensores coinciden con lo que Brendan dice a su madre en una conversación telefónica, que ese relato es falso y que él solo intentaba adivinar lo que los detectives querían escuchar.

Mamá: Brendan, no inventas algo así a menos que haya pasado. ¿O es verdad que él la mató?
Brendan: No que yo sepa, te lo dije. Pudo hacerlo, pero no conmigo.
M: Sé sincero, ¿dices la verdad?
B: Sí.
M: ¿No tienes nada que ver con esto?
B: No.
M: No me mientas, Brendan.
B: No miento.
M: No entiendo. ¿Por qué dijiste toda esa mierda si no es cierta? ¿Y cómo se te ocurrió?
B: Adivinando.
M: ¿Cómo que adivinando?
B: Lo adiviné.
M: No se adivina algo así, Brendan.
B: Pero eso hago también con mis tareas escolares.

(Making a murderer, episodio 4, 36:46 – 37:34)

Aquí el problema se volvió relevante para lo que hago como profesor de colegio, que incluye hacer preguntas y dar tareas como las que Brendan resolvía adivinando. Me preocupa porque me parecería pésimo tener alumnos que respondan como Brendan, renunciando a pensar por su cuenta para adivinar mis pensamientos y escribirlos con el fin de obtener una buena nota. Creo que gran parte de la educación funciona así. Los estudiantes aprenden qué quiere el profesor y se lo entregan en las evaluaciones. Supongo que esa es una de las críticas que se hacen a las pruebas estandarizadas como el Simce y la PSU. Los alumnos dejan de pensar por su cuenta para adivinar la alternativa más correcta en las pruebas. El ejercicio no es completamente inútil. También es valiosa la capacidad de ponerse en el lugar del otro y decirle lo que quiere oír. La cordialidad podría consistir en eso (aunque el diccionario la asocie también a la sinceridad). Es una capacidad valiosa pero limitante. Jacques Rancière identifica el problema con precisión: las preguntas de respuestas adivinables son atontadoras porque son falsas. Las preguntas del mundo real no tienen respuestas correctas preestablecidas, sino que las hace quien desea aprender lo que desconoce. “Quien quiere emancipar a un hombre debe preguntarle a la manera de los hombres y no a la de los sabios, para ser instruido y no para instruir. Y eso sólo lo hará con exactitud aquél que efectivamente no sepa más que el alumno, el que no haya hecho antes que él el viaje, el maestro ignorante” (20). Por eso falla el interrogatorio a Brendan Dassey, porque los detectives esperaban una respuesta que ya conocían. Por eso él se adapta correctamente a la situación cuando intenta adivinar. ¿Algo en la cabeza? ¿Qué se le hace a las cabezas? ¡El pelo! A las cabezas se les corta el pelo. ¿Otra cosa? ¡El cuello! Las cabezas se pueden cortar por el cuello. Hasta que los detectives, igual que maestros atontadores, revelan la respuesta que esperaban, sin que ella surgiera de Brendan, negándole su emancipación. Esto será inmediatamente literal cuando encierren al interrogado en la cárcel.

Terapia
Tengo un último caso para compartir, uno donde se mezclan el colegio y la evaluación psicológica. Aparece en La broma infinita de David Foster Wallace, que afortunadamente no necesito resumir aquí. Así que empiezo de golpe, casi sin contexto. Cuando Hal Incandenza encontró a su padre muerto en casa, con la cabeza reventada por haberla metido a un microondas, fue sometido a una terapia psicológica basada en el supuesto de que él había quedado traumado por ver esa cabeza “reventada como una patata sin cortar” (294). El terapeuta era un hombre duro e insaciable que le preguntaba “¿cómo te sentiste, cómo te sientes, cómo te sientes cuando te pregunto cómo te sientes?” (290). Para sacárselo de encima, Hal fue a la biblioteca y leyó libros de psicología sobre la muerte y el duelo, especializándose en la aceptación. “El terapeuta no me aceptó nada de esto. Fue como uno de esos exámenes finales de las pesadillas, para los que te preparas de forma inmaculada y finalmente, al llegar allí, todas las preguntas te las hacen en hindú” (290). Hal estaba tan obsesionado, que empezó a dormir mal y a perder peso. “El terapeuta me felicitó por el mal aspecto que tenía” (291). Todos se alegraban creyendo que Hal finalmente experimentaba el duelo por la muerte de su padre, cuando lo cierto es que sufría por no poder liberarse del psicólogo. Cuando pidió ayuda a una especie de gurú, descubrió que había estado enfocando el asunto desde un ángulo equivocado. “Había ido a la biblioteca y actuado como un estudiante del dolor. Lo que necesitaba estudiar era a los mismísimos profesionales” (292). Tenía que identificarse con el terapeuta para saber lo que esperaba de él, a semejanza de un alumno que dejara de estudiar su asignatura para especializarse en su profesor.

Hal partió a la sección dedicada a las terapias en una biblioteca y al día siguiente volvió renovado donde el terapeuta. “Lo que hice fue presentarme hecho una fiera. Le acusé de inhibir mi esfuerzo por procesar mi dolor al negarse a validar mi falta de sentimientos. Le dije que ya le había dicho la verdad. Dije tacos y palabras malsonantes. Le dije que me importaba un rábano si era o no una figura de autoridad con una abundante cosecha de credenciales. Le dije que era un mierda. Le pregunté qué carajo pretendía de mí. Mi comportamiento fue paroxístico. Le dije que le había dicho que no sentía nada, lo cual era verdad. Le dije que parecía que él quería que yo me sintiera tóxicamente culpable por no sentir nada. Date cuenta de que yo introducía sutilmente ciertos términos de gran peso profesional en la terapia de dolor, como «validar», «procesar» y «culpa tóxica». Los saqué de la biblioteca” (292-293). El terapeuta lo alentó a continuar con esa furia y Hal le gritó que no era culpa suya haber tenido que entrar a la casa justo cuando su padre había muerto ni que el olor a cerebro reventado le hubiese despertado el apetito. El psicólogo lo absolvió de la terapia y Hal pudo recuperar su vida normal.

La entrevista laboral y la terapia psicológica son muy distintas a un interrogatorio que busque incriminar a un sospechoso. Mientras las primeras dos buscan conocer a la persona estudiada para contratarla o ayudarla, el interrogatorio no se interesa tanto en el individuo como en la información que él pudiese entregar. Por eso es grave que los sistemas de evaluación escolar se parezcan a un interrogatorio, porque vuelven a los estudiantes un elemento secundario ante la información que manejen. El modelo debiese ser la terapia psicológica, donde la evaluación diagnostica un caso que podría mejorar con la ayuda de un especialista. Como se ve en las situaciones recolectadas, las distinciones no son tan simples porque los sujetos estudiados pueden tener la misma sensación en la entrevista laboral, la terapia psicológica, el interrogatorio incriminatorio y la evaluación académica. Esta sensación es la de una exigencia tan fuerte, que se termina actuando de manera deshonesta por agradar al otro. Eso dificulta lograr los objetivos de las cuatro situaciones y anula al sujeto estudiado, alguien con una imagen tan negativa de sí mismo que prefiere falsear su mundo interior. ¿Qué habría que hacer? Aunque no sé de qué manera, lo ideal sería conseguir situaciones donde la figura examinadora, ya sea el psicólogo, el detective o el profesor, transmitan la empatía necesaria para que el sujeto estudiado se atreva a mostrarse como realmente cree ser. Al menos la psicóloga laboral logró eso conmigo. Me sentí tan en confianza, que le conté todo lo que yo pensaba sobre mí como trabajador. Ahora, cuando empiece a trabajar, iré confiado porque sé que no contrataron a un personaje que inventé en la entrevista, sino a la persona que creo ser.

Fuentes impresas
Bioy, Adolfo. Borges. Edición minor. Barcelona: Backlist, 2010.
Foster Wallace, David. La broma infinita. Barcelona: Mondadori, 2011 (Google Libros).
Sainz, Francisco Javier y Gorospe, Lourdes. El test de Rorschach y su aplicación en la psicología de las organizaciones. Barcelona: Paidós, 1994 (Google Libros).

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Ficción, Imágenes

El fondo del príncipe

Encuentro en el Oriente

Es difícil elegir un buen fondo de celular. Edgar Allan Poe, que no tuvo este problema pero sí el de elegir alfombras, decía que ellas no debiesen tener dibujos llamativos. “En este caso, la norma es, por encima de todo, fondos identificables y dibujos carentes de significado que resalten”. Recomendaba usar formas circulares o geométricas, como muchos de los fondos que vienen con los celulares, quizá para no perturbar el ánimo de los usuarios/habitantes. Pero las cosas son más complejas porque por otro lado queremos que el celular nos represente, que nos signifique. Por eso los músicos eligen fotos de sus bandas favoritas, los cinéfilos de sus películas y las viejas fotos de sus nietos. ¿Cómo elegir el fondo perfecto? ¿Qué efectos podría llegar a tener un fondo mal elegido? Supongamos que yo estudiara el tema y me volviera un experto en fondos de celular. ¿Podrían llegar a pedirme algo como esto?

“Le explico. Su excelencia usa todo el tiempo su celular. Eso no debiese sorprendernos, lo normal es usar siempre el celular. Pero en este caso es particularmente delicado el tema, pues según el psicólogo del príncipe, el fondo de esos pajarito con mal genio, ¿cómo es que se llaman? Lo tengo aquí anotado… Bueno, le decía que según el psicólogo… Aquí está: Angry Birds. Al parecer, por culpa de un fondo donde aparecían esos monos de caras rojas y enojonas, su majestad fue adquiriendo una expresión similar que afectó a sus emociones y lo volvió, finalmente, un hombre enojado con ganas de destruirlo todo. Según el psicólogo, que ha estudiado los efectos de la tecnología moderna en sus usuarios, el juego de los Pájaros Mal Genio no debe haber afectado directamente a su majestad, consciente de que botar edificios era solo un juego. El problema estuvo en tener a esos personajes en el fondo de su celular, es decir, fuera del juego. ¿Me entiende? Al volver cotidianos a esos personajes enojones y destructores, su excelencia asumió eso como algo normal. Y esta es la terrible conclusión: según nuestro psicólogo, que en realidad dirige un equipo de análisis e investigación sobre el caso, la guerra con Pakistán se debería al efecto que el fondo de los Pájaros Geniales produjo en su excelencia. Por eso lo hemos llamado, señor Venegas, porque creemos que solo usted podrá devolvernos la paz a nuestro país, seleccionando un fondo que calme a su majestad y le haga ver que los bombardeos no debiesen ser más que un juego, y nunca una decoración de fondo para nuestra vida cotidiana”.

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