La versión más corta de esta historia es que unas científicas se ganaron el Nobel por descubrir un sistema de defensa de las bacterias y adaptarlo para inventar una herramienta que edita el ADN. ¿Ejemplos de su aplicación? Granos de café naturalmente descafeinados, niños ciegos que recuperan la vista y el renacer de los mamuts.
La versión más larga la escribió Walter Isaacson, el biógrafo de Steve Jobs, y se llama El código de la vida, un documentadísimo libro de 500 páginas. Veamos si me resulta convertirla en una especie de cuento.

El cuento de CRISPR
La historia de CRISPR empieza en 1986, con el japonés Yoshizumi Ishino trabajando para su doctorado en biología molecular por la Universidad de Osaka. Él tenía 29 años y la lenta tarea de secuenciar un gen de una bacteria, es decir, de traducirlo a unas letritas que en ese caso serían 1.038 (menos de dos veces este párrafo). Al año siguiente publicó un artículo sobre su trabajo, observando al final una cosa que le resultó extraña. En el ADN que él había registrado, una secuencia de 29 letras se repetía 5 veces. Raro. Era un gen cortito (menos de dos veces este párrafo), que hacía algo tan molesto como mi paréntesis: se repetía. Ishino escribió al final de su artículo: “no se conoce el sentido biológico de estas secuencias”.

En 1990, el español de 27 años Francisco Mojica se encontró con algo parecido. También para un doctorado, pero en la Universidad de Alicante, Mojica estudiaba el ADN de otro organismo unicelular sin núcleo, llamado arquea. Nuevamente un científico encontraba repeticiones en las letritas de un ADN. Pero esta vez no eran 5, sino 14, y aparecían en intervalos regulares. Además se fijó en otra rareza, y es que parecían palíndromos, esas frases que se leen igual en ambos sentidos (como “Yo hago yoga hoy”, “Somos o no somos” y “Sé verlas al revés”). Luego de confirmar que el error no era suyo por haber copiado mal las letras, salió corriendo al Google de su tiempo: la biblioteca. En un índice impreso de artículos académicos, buscó la palabra “repetición” y así llegó al texto de Ishino. Había encontrado algo, pero aún no sabía qué. Años después, Mojica le inventó el nombre de CRISPR, una sigla que en inglés significa “repeticiones palindrómicas cortas agrupadas y regularmente interespaciadas”. Pero olvidemos esa frase tan larga y quedémonos con CRISPR, que su señora aprobó inmediatamente al comentar que sonaba como el nombre de un perro: “¡Crísper! ¡Crísper! ¡Ven aquí, pequeñín!”

Sin embargo, el mayor aporte de Mojica surgiría recién el 2003, durante unas vacaciones. Él estaba en la ciudad costera de Santa Pola, en la casa de sus suegros, pero como no le gustaba la playa, conducía los 30 minutos que lo separaban de su laboratorio en Alicante y dedicaba sus días a analizar el ADN de unas bacterias. O sea que trabajaba en vacaciones. La buena noticia es que en ese tiempo sí había internet, por lo que al ingresar en el computador un fragmento de CRISPR de una bacteria, descubrió que coincidía con el ADN de un virus que atacaba a esa bacteria. El mismo fenómeno se repetía en otras bacterias, lo que lo hizo exclamar: “¡Madre mía!” Una tarde, seguro de su hallazgo, se lo explicó a su señora en la casa de la playa: “Las bacterias tienen un sistema inmune, pueden recordar qué virus las han atacado en el pasado”.
Aunque muchos creamos que los virus y las bacterias son básicamente enfermedades, la verdad son muchas otras cosas más. Para nuestra historia, digamos que son enemigos entre sí. Las bacterias son gente buena, tranquila y microscópica, que de vez en cuando recibe los molestos ataques de unos virus. Para ellas, los virus son también enfermedades. Lo que Mojica descubrió mientras su señora tomaba sol en la playa, es que tras siglos de recibir ataques virales, las bacterias inventaron una manera de defenderse. Su técnica se parece a la de nuestras vacunas, en el sentido de integrar una parte de la enfermedad invasiva para poder recordarla y, en el futuro, evitarla. Pero hay una diferencia. Como las bacterias tienen solo una célula, el aprendizaje registrado en su ADN pasa a formar parte de sus descendientes. De esta manera, el virus que fracasa atacando a una bacteria no puede vengarse contra sus hijitas porque ellas también estarán protegidas.
Lo anterior resultó especialmente valioso para un grupo humano que vive de las bacterias: los productores de yogur. Ellas son sus trabajadoras más importantes, las encargadas de transformar la leche fresca en postre hasta el día terrible en que un virus las ataca y toda esa millonaria producción de alimentos se interrumpe. Por eso Danisco, una enorme empresa danesa que vive de aquellos millones, formó equipos de científicos dedicados al bienestar de sus bacterias. Dos de sus científicos son los franceses Rodolphe Barrangou y Philippe Horvath, que se enteraron sobre los descubrimientos de Francisco Mojica y se lanzaron a buscarle aplicaciones prácticas.

Lo primero fue aprovechar los registros genéticos que Danisco había guardado de cada bacteria utilizada desde 1980. Como ven, una empresa donde cada trabajadora deja su huella. Ahí se dieron cuenta de que en cada ataque importante de algún virus, las bacterias habían modificado su ADN para repeler futuros ataques. Que las trabajadoras se unieran ante la adversidad confirmaba lo planteado por Mojica, pero los franceses no solo querían entender a las bacterias, sino también salvarlas (por el bien de sus jefes y nuestros yogures). Y ese fue el paso decisivo: aprender a manipular el sistema inmunitario de las bacterias. Cuando veían un virus, tomaban parte de su ADN y lo añadían a un espacio CRISPR de la bacteria, que entonces quedaba protegida. En el 2005 la empresa ya estaba “vacunando” a sus bacterias, que ahora trabajaban mucho más tranquilas, sin miedo a enfermarse. El 2007 el hallazgo se publicó en la revista Science, convirtiendo una defensa del yogur en un aporte a la ciencia mundial.
Interludio con Chayanne

Después de tantos científicos, hagamos una pausa para hablar sobre Chayanne, que a los 53 años sigue siendo el hombre más sexy del 2021. Imagina cómo habrá sido a los 30, en el esplendor de su vida, cuando lanzaba Atado a tu amor, el álbum más exitoso de su carrera, y estrenaba una película, Baila conmigo. Por si fuera poco, a su lado en el film actuaba Vanessa Williams, ganadora del concurso de belleza Miss América 1984 y cantante del tema central de Pocahontas, “Colors of the wind”. Se veían tan hermosos, que en el afiche de la película solo aparecen ellos dos:

En la historia, Chayanne es un cubano que llega a Estados Unidos en busca de su padre y Vanessa es una excampeona de baile internacional. Se conocen, van a un local de música latina, ella lo invita a bailar y le pregunta:
—¿Bailas mambo?
—Sí, pero no sé lo que haces tú.
—Te enseñaré los pasos rápidamente. Cambias en el segundo tiempo.
—¿Cambio?
—Sí. Empieza con el izquierdo en el dos, con un cambio de pie.

Para nuestra decepción, Chayanne resulta ser un pésimo aprendiz de baile. Tanto, que Vanessa le pide un descanso y se va al baño. Entonces otra mujer le hace señas desde lejos, él acepta su invitación y juntos bailan perfectamente. Cuando Vanessa los ve, se retira indignada.
Lo que nos enseña esta escena, es que Vanessa y Chayanne son dos excelentes bailarines en la práctica, pero solo ella domina la teoría de los tiempos y cambios de pie. Los dos se lucen en las fiestas, pero solo ella gana campeonatos de baile porque sabe lo que está haciendo. Gracias a esto, puede enseñarlo a quien no sepa nada, es decir, a los que no somos Chayanne. En la historia de CRISPR, Chayanne son los productores de yogur y Vanessa son las dos científicas que el 2020 ganaron el premio Nobel de Química: Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna.
La fórmula de CRISPR
En el año 2007, ya se sabía cómo usar CRISPR para modificar el ADN de algunas bacterias, pero se ignoraba la manera exacta en que eso sucedía. Hacía falta pasar del análisis in vivo al in vitro, del baile espontáneo de la vida al conteo de pasos en un laboratorio. La analogía con el baile la hizo Emmanuelle Charpentier, una francesa que a los veinte años abandonó el ballet profesional para dedicarse a las ciencias naturales. Según ella, el trabajo duro en ambas disciplinas “consiste en la repetición durante días y días de los mismos movimientos y técnicas”. Y así, repitiendo experimentos con bacterias, llegó a identificar que la molécula ARNtracr era fundamental para el sistema CRISPR. Había encontrado un paso de ese baile, pero necesitaría de una bioquímica que le ayudara a precisar sus alcances.

Emmanuelle Charpentier fue a buscarla en marzo del 2011 a Puerto Rico, donde se realizaba un congreso de microbiología. Se le acercó en la cafetería del hotel y al día siguiente, caminando por las calles de San Juan, ya había convencido a la bioquímica estadounidense Jennifer Doudna: “¡Tenemos que averiguar cómo funciona exactamente!” Charpentier sumó a un investigador polaco y Doudna a uno checo. Este cuarteto, trabajando desde Estados Unidos, Suecia y Austria, comunicados por medio de Skype y Dropbox, determinó a inicios del 2012 los componentes esenciales de CRISPR, que la revista Science publicó en junio. Finalmente, todo el mundo podía bailar al ritmo de CRISPR.

Tres bailes
“Báilame como quieras, báilame”
Chayanne
Para entender la importancia de este baile universal, volvamos a los tres ejemplos que mencioné al principio. El primero es sobre el café, cuyo grano produce naturalmente cafeína, una sustancia que nos deja desvelados si la consumimos demasiado tarde. Hasta ahora, la solución a ese problema ha sido remojar los granos y cocerlos al vapor, pero una empresa británica descubrió cómo atacar el problema de raíz, o incluso antes, desde la primera célula de la semilla. Le quitan el gen de la cafeína y listo, los granos producen café descafeinado.

El segundo ejemplo cura una forma de ceguera, la amaurosis congénita de Leber. Lo admirable de este procedimiento es que no se trata de desactivar un gen en el embrión, antes de que se desarrolle el feto, sino que modifica el ojo de una persona viva. La técnica consiste en inyectar tres gotas de un fluido con CRISPR por medio de un tubito delgado como un pelo en la retina del paciente. Eso modifica las células receptoras de la luz y las personas vuelven a ver colores.
Y llegamos a los mamuts, un caso que ilusiona a todos los que amamos la explicación científica de Jurassic Park, porque es básicamente lo mismo: tomar el ADN encontrado de un animal extinto y mezclarlo con el de un animal vivo. Lo que en la película eran dinosaurios con ranas, en la realidad se está haciendo con mamuts y elefantes. Aunque podría tardar muchos años en llevarse a cabo, al menos sabemos que hay apoyo económico, pues personas de todo el mundo ya han donado más de 15 millones de dólares, ilusionados con el regreso a la vida de una especie extinta hace 37 siglos.

¿Y los problemas éticos? Revivir una especie extinta ya tiene mucho de jugar a ser Dios. ¿Y si empezamos a diseñar a nuestros hijos exactamente como queramos? ¿Y si solo los ricos pueden pagar por los superpoderes de CRISPR? Yo solo prometí el cuento de un proceso de descubrimiento, pero si te interesa este tipo de preguntas, recomiendo mucho leer la séptima parte en el libro de Walter Isaacson, titulada “Las cuestiones morales”. Su epígrafe, del biólogo James Watson, resulta provocador: “Si los científicos no juegan a ser Dios, ¿quién lo va a hacer?”