Libros, Traducción

Los libros te vuelven aburrido

fetichista

“Lo emocionante de los libros no son solo sus interminables mundos con los que empatizar, sino el olor de la encuadernación, la textura de las cubiertas, el pensamiento de los pagos atrasados, los bibliotecarios dominantes y la lectura posterior a la hora de acostarse. Mi esposa e hijo murieron atropellados por un conductor borracho el año pasado y mi mejor amigo murió de cáncer, pero encontré a mis seres queridos perdidos en los libros que habíamos compartido. Tengo la bendición de poder leer en muchos idiomas. Los libros me hacen sentir seguro. La idea de que una pervertida amante de los libros esté allá afuera excitándose con esta fotografía me calienta mucho” (citado por Gabriel Teague en What is fetish?).

[Traducción al texto “Books make you a boring person” de Cristina Nehring, originalmente publicado en New York Times el 27 de junio de 2004.]

“¡Soy un lector!”, anunciaba la chapita amarilla. “¿Cómo es eso?” Miré a su portador, un corpulento joven que investigaba la Feria del Libro en mi pueblo. “¡Apuesto a que eres una lectora!”, me dijo como si dos genios nos hubiésemos encontrado. “No”, le respondí. “Absolutamente no”, quería gritarle y lanzar mi bolsa de la librería Barnes & Noble. En lugar de eso murmuré una disculpa y me fundí con la multitud.

Hay una nueva devoción en el ambiente: la autocomplacencia en los amantes de los libros. Largamente inmunes a las críticas gracias a la mayor cantidad de televidentes, adictos al Internet, videomaníacos y otros introvertidos de sillón, los ratones de biblioteca han desarrollado una complacencia semi-mística sobre los beneficios morales y mentales de leer. “Los libros te hacen una mejor persona”, proclamaba un lienzo afuera de un colegio en Los Ángeles. Los libros alejan a los niños de las drogas, mantienen a los pandilleros fuera de la cárcel y a los terroristas en sus límites. Eso escuchamos en las más de 200 ferias del libro que han proliferado en Estados Unidos desde San Francisco hasta Nueva York. Esto, incluso, es lo que escuchamos en los playoffs de la NBA. Los ciudadanos votan y eligen un único libro para ser leído por todos al mismo tiempo. “Lee un libro, salva una vida”, dice un anuncio radial e, incluso en ausencia de contribuciones caritativas, esto se acerca bastante a lo que sentimos estar haciendo. Ser un lector actualmente es ser un valioso miembro de la sociedad, un ser humano pensante y sensitivo, un ganador.

Sin el consenso de gran parte del público en este punto, un film como el documental de Mark Moskowitz, Stone reader, no habría podido provocar las alabanzas que tiene ni haber llegado a los pasillos del Blockbuster. Vagamente organizado en torno a la búsqueda de Moskowitz por un novelista perdido, muestra a su héroe arrastrándose de una oficina llena de libros a otra, con libros amontonados sobre la mesa, babeando sobre sus portadas con una alegría sobrenatural y alabando el placer de la lectura frente a sus amigos.

Moskowitz (tomando un volumen de la repisa de una biblioteca): Todas estas buenas portadas aquí… Aquí está… Johnny Goldstein, creo, lo leyó primero. Y después todos tuvieron que leerlo. Fue genial. ¡Es genial!
Amigo: Sí, sí, sí…
Moskowitz: Tú lees todos los días, ¿cierto?
Amigo: Casi todos.
Moskowitz: Todos los días has leído…
Amigo: ¿Te acuerdas de este? ¿Cuándo lo leíste?
Moskowitz: ¿El viejo y el mar? Hace dos años…
Amigo: ¿Y qué te pareció?
Moskowitz: ¡Me gustó!

Es asombrosa la vacuidad de las conclusiones después de toda esa preparación. El hecho es que Moskowitz no tiene nada que decir sobre los libros que acaricia persistentemente escena tras escena. No se trata del contenido de los libros, sino de su fetichización.

Es fácil fetichizar cosas que imaginamos que están desapareciendo. En la época de internet y los smartphones, los libros se ven pintorescos, impredecibles, en peligro y por lo tanto virtuosos. Asumimos que leer requiere un intelecto formidable. Olvidamos que los libros fueron la televisión del pasado. Me refiero a que fueron tanto una fuente de entretenimiento pasivo como de ilustración ocasional, de alienación social y de disfrute personal, de inactividad y de inspiración. Los libros eran una bolsa mezclada y lo siguen siendo. Los libros podían ser usados y subutilizados, y siguen siendo así.

Los mismos escritores han insistido sobre sus peligros. Desde Séneca en el siglo I a Montaigne en el XVI, Samuel Johnson en el XVIII y William Hazlitt o Emerson en el XIX, los escritores se han esforzado en recordar a sus lectores que no lean tanto. “Nuestras mentes se ahogan con mucho estudio”, escribió Montaigne, “así como las plantas se ahogan con demasiada agua o las lámparas por exceso de aceite”. Llenándonos con demasiados pensamientos ajenos podemos perder la capacidad y el incentivo a pensar por nuestra propia cuenta. Todos conocemos personas que se lo han leído todo y no tienen nada que decir. Todos conocemos personas que usan los textos como otros usan la música de ascensor: para evitar el silencio de sus mentes. Estas personas pueden tener un cómic en el baño, un diario en la bandeja del desayuno, una novela en el almuerzo, una revista en la consulta del dentista, una biografía en la mesa de cocina, un libro sobre política en el velador, una edición de tapa blanda en cada superficie de la casa y un semanario en su bolsillo trasero para cuando tengan un momento desocupado. Algunos serán unos genios, otros simples pacedores de textos: siempre masticando, nunca digiriendo. Siempre consumiendo, nunca creando.

“Así como podrías pedir a un paralítico que salte de su silla y tire su muleta”, dijo Hazlitt, “podrías pedir al lector erudito que tire su libro y piense por sí mismo. Él se aferra a ello para apoyarse intelectualmente y su terror a ser abandonado a sí mismo es como el horror al vacío”. Alguien así es comparable con la persona adicta a los programas de conversación, las comedias televisivas o la CNN; no es peor ni mejor, ni más tonto ni más inteligente. No porque algo venga entre dos tapas será inherentemente superior a lo que pasa en una pantalla o llega por las ondas electromagnéticas.

Existe, por supuesto, una buena forma de leer, una muy buena forma, y los pensadores del pasado lo sabían. Todos ellos eran lectores, aunque ninguno fue un lector presumido: ellos no esperaban elogios sino que se excusaban por consumir libros. “Indudablemente existe una manera correcta de leer, a la cual subordinarse con severidad”, escribió Emerson. Las personas pensantes “no deben ser dominadas” por sus “instrumentos”, esto es, por sus bibliotecas. Ellas deben ser sus amos. Deben medir el testimonio de sus libros contra el suyo propio, deben alternar su atención hacia el libro con una atención aún más apasionada y escrupulosa hacia el mundo que las rodea. “Los libros son para los tiempos muertos del estudioso”, dijo Emerson en una afirmación que hoy sorprendería a muchos estudiosos.

Este es el punto: hay dos dos maneras muy diferentes de usar los libros. Una es provocar nuestros propios juicios, y la otra, mucho más común, es volver innecesarios esos juicios. Si queremos alcanzar la primera, no podemos permitirnos ser aduladores de los libros como Moskowitz; tenemos que ser agresivos. Incluso una insinuación de idolatría debilita la mente. “Jóvenes sumisos crecieron en bibliotecas creyendo que su deber era aceptar las opiniones de Cicerón, Locke y Bacon, olvidando que Cicerón, Locke y Bacon solo eran jóvenes en bibliotecas cuando escribieron esos libros”, nos recordó Emerson cuando admitía estar en la mitad de su vida de hombre en una biblioteca.

Tal vez la mejor lección sobre los libros es no venerarlos o al menos no tenerlos nunca en una mayor estima que nuestras propias facultades, nuestra experiencia, nuestros pares y nuestros diálogos. Los libros no son el bien puro que las multitudes de las ferias nos presentan: podemos aprenderlo todo de un libro, o nada. Podemos aprender a ser atacantes suicidas, religiosos fanáticos o, incluso, partidarios de Donald Trump tal como podemos aprender a ser tolerantes, amantes de la paz y sabios. Podemos adquirir expectativas poco realistas del amor tanto y más fácilmente que unas expectativas realistas. Podemos aprender a ser sexistas o feministas, románticos o cínicos, utópicos o escépticos. Más alarmantemente, podemos entrenarnos para no ser absolutamente nada. Podemos flotar eternamente como palitos a la deriva en la corriente de los textos. Podemos ser tan pasivos como un espectador promedio del cine, tan antisociales como un niño refugiado en los videojuegos y al mismo tiempo más presuntuoso que ellos.

Esos son los peligros. Pero hay recompensas, y podemos encontrarlas si dispersamos la piadosa confusión que se está organizando alrededor de la cultura libresca. En sus mejores momentos, los libros son invitaciones a pelear, no llamadas a rezar. La consagración los injuria. Hacemos mejor al discutir con ellos que al acariciar sus lomos. Hacemos mejor al pelear con nuestros escritores como Jacob con el ángel que al adorarlos como a nuestros salvadores.

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No terminar los libros

Llegan las vacaciones y nuevamente somos libres de leer lo que queramos porque tenemos tiempo y nadie nos obliga a nada. Pero con tanta libertad y posibilidades, corremos el riesgo de parecernos al niño en la feria anual descrito por Schopenhauer, que imagino en una kermesse o en una juguetería. “Echamos mano a todo lo que nos atrae al pasar, nuestra conducta se vuelve absurda, como si convirtiéramos la línea de nuestro camino en una superficie: entonces corremos en zig-zag, vagamos de aquí para allá y no llegamos nunca a nada” (330). Me pasa con muchas cosas, pero sobre todo con los libros. ¿Estaré llegando a nada si dejo todos los libros que empiezo hasta la mitad por leer otros nuevos?

En la segunda de las Siete Partidas del rey Alfonso X, donde se indica cómo los maestros deben enseñar los saberes a los estudiantes universitarios, el legislador del siglo XIII anotó:
“Bien et lealmente deben los maestros mostrar sus saberes á los escolares leyéndoles los libros et faciéndogelos entender lo mejor que ellos pudieren: et desque comenzaren á leer deben continuar el estudio todavia fasta que hayan acabados los libros que comenzaron, et en quanto fueren sanos non deben mandar á otros que lean en su logar dellos” (341).

La ley medieval enseña que los alumnos debiesen leer los libros de principio a fin y con el mismo profesor. Se promueve así una lectura ordenada, sin cambios ni abandonos abruptos como los del niño en la juguetería. La gran diferencia está en que las jugueterías y las vacaciones son libres, en oposición a los programas universitarios diseñados por reyes, sobre todo si tienen fama de sabios. ¿Qué dirá sobre este tema un escritor que se dirige a lectores desocupados?

En su prólogo a Los hermanos Karamazov, Fiodor Dostoievski explica que su novela tiene dos largas partes y que “cada uno es libre de hacer lo que le parezca; puede cerrarse el libro desde las primeras páginas del primer relato y no volverlo a abrir, pero hay lectores delicados que prefieren llegar hasta el final para no fallar con parcialidad; tales son, por ejemplo, los críticos rusos. Al lados de ellos, el corazón se siente más tranquilo» (38-39).

Sin leyes que nos fuercen a leer los libros completos, el novelista solo puede persuadirnos con su retórica. Por eso nos dice que somos libres de leer cuanto queramos, pero comenta que los lectores delicados que leen hasta el final emiten opiniones más imparciales y quedan con el corazón más tranquilo. Al menos a mí, Dostoievski logró convencerme y terminé leyendo las 800 páginas de su novela sin entender qué personaje era quién ni qué sentido tenían las discusiones teológicas que interrumpían el relato policial, lo único que me mantenía con el libro abierto, además del deseo de tener mi corazón tranquilo. Pasaron todas las páginas y palabras ante mis ojos, pero olvidé casi todo en un libro que no disfruté. Si hubiese conocido antes a Montaigne, podría haber seguido su ejemplo:

“No me muerdo las uñas si al leer me topo con dificultades; ahí las dejo, tras haberles hincado el diente dos o tres veces. […] Lo que no veo de entrada, menos lo veo obstinándome en ello. Nada hago sin alegría; y el esfuerzo excesivo me obnubila el entendimiento, me lo entristece y me lo cansa” (94).

Al fin me encuentro con alguien que lee como un vacacionista, alguien que nada hace sin alegría. Si un libro me aburre, es sensato dejarlo para buscar otro que sí me interese. Este sistema puede hacerme más feliz, ¿pero me lleva a algo o, como decía Schopenhauer, me dejará en la nada?

He encontrado a dos ilustres lectores que al parecer leyeron libros de forma incompleta obteniendo buenos resultados. Me refiero al escritor inglés del siglo XVIII Samuel Johnson y al argentino del siglo XX Jorge Luis Borges. Del primero, su amigo James Boswell dice en la biografía que le dedicó: “Tenía una extraña facilidad para captar a la primera lo valioso de cualquier libro, sin someterse a la tarea de leerlo atentamente de principio a fin” (38).

Así es. El gran Samuel Johnson, al cual, según Harold Bloom, “ningún crítico de ningún país, ni antes ni después de él, ha hecho sombra” (196), no necesitaba leer los libros enteros para encontrar sus virtudes. Era demasiado impaciente para quedarse tanto tiempo con un mismo libro.

Esa falta de paciencia puede explicar que Borges escribiera sobre el Ulises de Joyce sin haberlo leído:
“Confieso no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran, confieso haberlo practicado solamente a retazos y sin embargo sé lo que es, con esa aventurera y legítima certidumbre que hay en nosotros, al afirmar nuestro conocimiento de la ciudad, sin adjudicarnos por ello la intimidad de cuantas calles incluye”.

A lo mejor esa sea la razón que tenemos para abandonar un libro: creemos conocerlo antes de llegar a su final. Intuimos que más páginas leídas no nos dirán mucho más y nos movemos de lugar. James Boswell, sobre un par de años que Samuel Johnson pasó leyendo sin planificación, se pregunta:
“La carne de los animales que se alimentan vagando, puede tener un mejor sabor que la de los animales encerrados. ¿No habrá la misma diferencia entre los hombres que leen siguiendo a su gusto y los hombres confinados en celdas y colegios para cumplir tareas establecidas?” (31).

Desde esta perspectiva, el defecto de abandonar libros puede volverse una virtud, si es cierto que el movimiento mejora lo que pensamos y decimos. Finalmente, transcribo una última justificación para abandonar los libros a la mitad. La dijo Pedro Peirano en una entrevista, cuando le preguntaron por sus lecturas infantiles:

“Leía libros de aventuras. […] Principalmente eran libros que proponían un mundo. Estabas dentro de ese libro por mucho tiempo y era como una foto de una realidad de la que no querías salirte nunca. Hubo libros que yo no terminé. Por ejemplo, Robinson Crusoe era tan bueno que no lo terminé. Me quedaron diez páginas y dije ‘ningún final puede ser mejor que terminarlo’. Entonces lo dejé ahí para siempre y de alguna manera eso significa que siempre estoy leyendo ese libro porque uno dice ‘estoy leyendo el libro hasta que no lo termine’” (3:30).

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Cuando dejamos una lectura incompleta somos más felices, comprendemos con mayor eficiencia, nos volvemos más interesantes y leemos más porque cada libro que dejamos sin finalizar queda abierto y lo seguimos leyendo, simultáneamente, con los otros libros que tampoco vamos a cerrar.

Fuentes citadas

Alfonso X. Las siete partidas del rey don Alfonso X, el sabio. Tomo 2. Madrid: Imprenta Real, 1807.

“Álvaro Díaz y Pedro Peirano” en Una belleza nueva. Entrevistador: Cristián Wanken. 3 de noviembre.

Bloom, Harold. El canon occidental. Barcelona: Anagrama, 2009.

Borges, Jorge Luis. «El ‘Ulises’ de Joyce» en Inquisiciones.

Boswell, James. The life of Samuel Johnson. New York: Alfred A. Knopf, 1992.

Dostoyevsky, Fyodor. Los hermanos Karamazov. Madrid: Edaf, 1991.

Montaigne. «De los libros» en Ensayos II. Madrid: Cátedra, 2010. Págs. 92-108.

Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación. Trads. Rafael-José Díaz y Montserrat Armas . Madrid: Akal, 2005.

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Montaigne hubiese citado a YouTube

Montaigne con su computador portátil abierto en YouTubeContra los ateos en su extensa Apología de Raimundo Sabunde, Montaigne se propone pisotear la vanidad humana demostrando su semejanza e inferioridad respecto de los animales. Entre muchas anécdotas, cuenta una historia que prueba la gratitud de los animales, de la cual Apión habría sido espectador. Dice que un día se celebraba en Roma un combate de fieras, entre las cuales se destacaba un león de furioso porte, miembros robustos y rugido soberbio y espantoso. Androclo, uno de los esclavos que participaba en la lucha, detuvo al león con solo ser visto. El animal se le acercó lenta y apaciblemente buscando reconocerlo hasta que, seguro de quién era, “comenzó a mover la cola al modo de los perros que halagan a sus amos, y a besar y lamer las manos de aquel pobre desgraciado sobrecogido de espanto y fuera de sí” (173). Androclo se calmó al reconocerlo también, se acariciaron y el pueblo hizo una fiesta por la alegría que sintió al verlos juntos. El emperador mandó a llamar al esclavo para que le explicara cómo es que había ocurrido un hecho tan extraño. El esclavo le contó que tras abandonar a un amo maltratador en África y esconderse en una cueva para protegerse del calor, recibió la visita de un león que sufría por una garra ensangrentada y herida. Androclo sintió mucho miedo, pero el animal se le acercó con dulzura pidiendo que le curara su garra. El hombre le quitó una gruesa astilla que tenía incrustada y le lavó la herida. El aliviado león se durmió con la pata en las manos de Androclo, con quien vivió por tres años en la misma caverna, compartiendo alimentos. Cansado de una vida tan animal y salvaje, el hombre se alejó un día de la cueva, fue encontrado por los soldados que lo llevaron a Roma, donde lo habían condenado a morir entre las garras de las fieras. Al reencontrarse con el león supuso que había sido cazado poco tiempo después y que quiso recompensarlo por la cura y los auxilios prestados.

La historia tiene un final muy feliz que incluye la imagen del esclavo liberado paseando al león por las calles de Roma con una pequeña cuerda, como si fuese un perro. Es una buena historia que Montaigne cree totalmente cierta porque la leyó escrita por un autor romano. Personalmente, creería que es falsa basándome en algunos momentos que me parecen exageradamente perfectos para una narración. Y sin embargo, creo en la historia porque existe YouTube.

Probablemente, al leer la historia de Androclo te acordaste de uno de esos videos que la gente edita para emocionar hasta al más insensible de los mortales. Uno de esos que, insatisfechos con la fuerza de sus imágenes, resultan sobrecargados con músicas sentimentales y textos cursis. Me refiero a la historia de los leones Christian y Júpiter. El primero es más conocido porque en su video incluye el dramático reencuentro con el animal en su hábitat, un año después de que sus amigos humanos dejaron de verlo. El segundo me gusta porque tiene a una señora que se llama Ana Tulia Torres (razón suficiente para ganarse mi admiración) y que es muy graciosa para cuando le habla a su amigo león. El hecho es que si Montaigne hubiese vivido actualmente, podría haberse ahorrado la lectura de Apión gracias a YouTube o las redes sociales.

Otra historia que cuenta Montaigne en el mismo ensayo es la de Hircano, el perro del rey Lisímaco que, “al morir su amo, permaneció obstinadamente en su lecho sin querer beber ni comer; y el día en que quemaron su cuerpo, siguiole corriendo y lanzose al fuego, abrasándose con él” (165). Para graficar esta historia, también hay al menos dos videos en YouTube. Uno es el de un perro malagueño que se quedó a vivir junto a la tumba de su amo en el cementerio. La historia es bastante mala, pero me encanta cómo pronuncian los españoles entrevistados, en especial el que aparece en 0:31. El otro video le hubiese gustado más a Montaigne porque es más dramático. Cuenta la historia de un anciano indigente que tropezó y se golpeó con el borde de una vereda, junto al mercado de Huancayo. Sus perros son tan protagonistas de la historia, que a diferencia del muerto sí tienen nombre: Milo, Poncho y Pellejo. Los tres acompañan con aullidos a la camioneta que lleva el cuerpo de su amo a la morgue.

Podría buscar más historias contadas por Montaigne que tengan nuevas versiones en YouTube, pero no agregarían mucho a lo que quería decir, que Montaigne leyó tantos libros porque no tenía internet. Actualmente, él hubiese sido un seguidor de diarios sensacionalistas, de cuentas con datos curiosos en Twitter, de señoras que publican videos en Facebook. Hubiese aceptado las recomendaciones de YouTube para redactar sus ensayos a partir de casos extravagantes, pero reales. Porque Montaigne disfrutaba historias muy populares, que le gustarían a mucha gente, que son divertidas, entretenidas y sorprendentes. Por el ambiente en que le tocó vivir, tuvo que buscarlas en textos latinos escritos 15 siglos antes de que él las leyera. Hoy las hubiese encontrado en LUN o en YouTube y las habría citado en algún blog para probar cosas que muchos pensamos, pero que solo él sabe decir con tanta gracia, simpatía y sentido del humor.

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