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Los pasos de la mente cuando lee

Aunque soy profesor de Lenguaje desde hace diez años, todavía no sé cómo aprendí a leer ni qué hace mi mente cuando estoy leyendo algo. Esto es grave: ¿cómo puedo enseñar algo que no entiendo? Mi solución a esta pregunta empezó por Google, siguió con una lista de lecturas recomendadas por la Universidad de Cambridge, pasó por un artículo genial que sintetiza en 40 páginas gran parte del conocimiento actual sobre el tema y terminó en un libro que las autoras citaban con admiración: La mente lectora de Daniel Willingham.

El autor es un psicólogo cognitivo que de entrada me cae bien porque tiene otro libro con el título: ¿Por qué a los niños no les gusta ir a la escuela? Es decir, un autor que se está haciendo las preguntas importantes, las que los profesores deberíamos responder para trabajar mejor.

En este caso, su pregunta es la que dije al principio: ¿qué hace nuestra mente cuando estamos leyendo algo? El libro organiza su respuesta a partir del siguiente esquema, que va completando en cada capítulo. Veamos si consigo resumirlo a continuación en seis pasos.

1. Letras. En nuestro sistema de escritura, lo primero que debemos aprender son las letras y sus sonidos. Los lectores estamos tan acostumbrados a esto, que olvidamos lo difícil que a los niños les resulta dividir lo que decimos en sus unidades mínimas (la conciencia fonológica). Para hacerse una idea, sirve escuchar un idioma que no conozcamos (el alemán, el japonés) y tratar de escribir lo que dicen. Posiblemente ni siquiera acertemos a dividir las palabras donde corresponde. Es lo que le pasa a los niños cuando están aprendiendo a traducir las letras en sonidos.

2. Ortografía. Pero entonces, cuando lo consiguen y adquieren algo de práctica, los lectores se acostumbran a reconocer las palabras más comunes y dejan de leerlas letra por letra. Por eso necesitamos el corrector del computador para encontrar nuestros errores, porque nos acostumbramos a dejar de verlos. Y por lo mismo es tan importante escribir con buena ortografía, para ahorrarle a los lectores el esfuerzo de identificar una palabra extraña y tener que leerla letra por letra hasta adivinar qué palabra se quiso escribir.

3. Significados. Reconociendo letras y palabras, ya empezamos a ver significados. Esto es literalmente así. Cuando leemos la palabra “patear”, nuestro cerebro activa la zona que mueve nuestra pierna. No solo imaginamos la patada, sino que incluso nos disponemos a realizarla. Además, ver los significados es activar redes de conceptos asociados. Por ejemplo, en Chile el verbo “patear” significa “golpear con el pie”, pero también “terminar un noviazgo”. Según el contexto, uno u otro sentido de la palabra será más relevante, pero la mente activa ambos mientras decide cuál aplicar. Mientras mejor conozcamos una palabra, más conceptos se activarán al pensar en ella y así estaremos mejor preparados para entenderla en su contexto. En esto consiste tener un vocabulario profundo.

4. Oraciones. ¿Cómo entendemos una oración? En parte, apoyados en la sintaxis, que nos permite identificar que este párrafo empezó con una pregunta y que continuó con una respuesta incompleta (“en parte…”). Por otra parte, precisando los significados de las palabras según el contexto. Si no conocemos el 98% de las palabras en un texto, leerlo nos hará sentir incómodos porque no lo entenderemos. Claro que podemos buscar las palabras en un diccionario, pero eso volverá agotadora la lectura y quizá decidamos abandonarla.

5. Red de ideas. Nadie recuerda las oraciones palabra por palabra. Nos quedamos con sus ideas generales, cuya relevancia vamos evaluando al avanzar con la lectura. Leemos adivinando hacia dónde nos llevará un texto. Esta adivinanza se basa en las ideas de cada oración, conectadas en una red. Con esto surge una nueva exigencia: no es suficiente conocer las palabras, también hay que tener conocimientos generales sobre el tema del texto. Por ejemplo, alguien que no sepa nada de gramática se habrá perdido en el punto 4 de este texto, pues requería saber qué son las oraciones y que la sintaxis ayuda a estructurarlas. La importancia de los conocimientos generales explica un triste fenómeno: hasta cuarto básico, los niños tienen un éxito equivalente en las evaluaciones de comprensión lectora, pero entonces, cuando la lectura se vuelve más compleja porque empieza a exigir más conocimientos previos, surge la brecha entre los niños con más y menos dinero.

6. Modelo de situación. Finalmente, lo que buscamos con esa red de ideas es una visión general sobre lo que leímos, una como la que mi texto ofrece en solo 2 páginas a partir de un libro que tiene 200. Lo importante es que esta situación es modelada gradualmente por los lectores, tal como pasaba con la red de ideas. Podemos leer la historia de un personaje que está vivo, hasta leer que atraviesa una pared y descubrir que es un fantasma. Estas sorpresas solo pueden ser disfrutadas si estamos llevando en nuestra mente un resumen global de lo que leemos. Para ese resumen, nuevamente, es necesario tener conocimientos previos, como que los fantasmas atraviesan las paredes.

De este resumen podemos obtener algunas conclusiones prácticas. Para leer mejor, nos ayuda tener una buena ortografía, un vocabulario amplio y profundo, conocimientos sobre diversos temas y cierta práctica procesando redes de ideas y formulando modelos de situación. En definitiva, para leer mejor hay que leer mucho, algo que muchos intuimos desde antes de leer a Willingham, pero que él nos ayuda a precisar en qué consiste.

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Catar el estilo de un texto

Catar el vino

¿Has escuchado hablar de vinos a expertos en el tema? Los enólogos usan un lenguaje extraño, que cuesta tomarse en serio, lleno de especificidades que difícilmente una persona normal podría llegar a sentir. Por ejemplo, veamos lo que dice la CAV sobre el aroma de uno de sus vinos destacados, el Cabernet Sauvignon 2014 del viñedo Chadwick, que cuesta 380 mil pesos (unos 460 dólares):

Aromas vigorizantes, florales, violetas secas y rosas rojas, fruta de casis fresco, cerezas rojas maduras, ligeras frutillas, especias agradables y dulces. Notas de tabaco rubio, granos de café, incienso, pimienta, chocolate, canela.

No recuerdo cómo era el olor de una flor de violeta, ¿pero seca? Es demasiado para mí. ¿Y las cerezas pueden no ser rojas? (Busco y descubro que a las amarillentas se les llama crema y a las más oscuras granate o negruzcas). ¿Y ese color les da un aroma diferente? Pero lo más sorprendente se encuentra en la segunda oración, donde aparecen el tabaco, el café y el chocolate. ¿Acaso se pueden encontrar tantas fragancias en un mismo vino? Yo, que no sé del tema pero enseño Literatura, confío en que la respuesta es sí.

El filósofo Henri Bergson observó que nuestros sentidos tienen una capacidad bastante limitada para captar la realidad. Simplificamos lo que nos rodea para quedarnos apenas con lo que nos sirve: “me gusta el vino porque el vino es bueno”. Pero si queremos percibir mejor, vale la pena hacer el esfuerzo de los artistas, que traducen la realidad a sonidos, colores o palabras y “nos dicen, o más bien nos sugieren, cosas que el lenguaje no estaba hecho para expresar”. Es lo que hacen los enólogos, usan las palabras de maneras novedosas para ayudarnos a percibir lo que ellos sienten en los vinos. Nosotros, los bebedores ocasionales, podemos participar en ese juego expresivo y afinar la percepción en el diálogo con otros bebedores. Y si se nos acaban las palabras, podemos apoyarnos en representaciones visuales como esta, una rueda de aromas del vino:

Qué casualidad… Casi todos los aromas en la descripción de la CAV se encuentran en esta rueda.

Catar el estilo

Cuando dije confiar en la descripción de un Cabernet Sauvignon, lo hice pensando que en Literatura también se hacen cosas parecidas. Me refiero puntualmente a la descripción del estilo, la manera específica que cada texto tiene de estar escrito. Por ejemplo, la española Emilia Pardo Bazán describió en 1882 el estilo del novelista francés Gustave Flaubert. No es necesario que lo leas en detalle, pero fíjate en que la sofisticación de las observaciones se parece a la de un experto en vinos:

Es como lago transparente en cuyo fondo se ve un lecho de áurea y fina arena, o como lápida de jaspe pulimentado donde no es posible hallar ni leves desigualdades. Jamás decae, jamás se hincha; ni le falta ni le sobra requisito alguno; no hay neologismos, ni arcaísmos, ni giros rebuscados, ni frases galanas y artificiosas; menos aún desaliño, o esa vaguedad en las expresiones que suele llamarse fluidez. Es un estilo cabal, conciso sin pobreza, correcto sin frialdad, intachable sin purismo, irónico y natural a un tiempo, y en suma, trabajado con tal valentía y limpieza, que será clásico en breve, si no lo es ya.

Básicamente, lo que dice Pardo Bazán es que Flaubert alcanza un equilibrio justo en su escritura. Que era tan claro, natural y preciso, que merecía ser un clásico (así fue). ¿Pero por qué le dice de manera tan complicada? Primero, porque ella también era escritora y disfrutaba luciéndose con lo que ella habrá considerado frases e imágenes bellas. Y segundo, porque como decía Bergson, ella buscaba decir “cosas que el lenguaje no estaba hecho para expresar”. Necesitaba forzar las palabras más allá de unos pocos adjetivos para transmitir su entusiasmo por un autor que lo dio todo por su estilo. Para hacernos una idea: el hombre podía dedicar todo un día a escribir solo media página o incluso una sola frase, que leía en voz alta y reescribía hasta que quedara con el estilo perfecto que Pardo Bazán admira (34).

¿Y qué queda para los lectores ocasionales, que no escribimos como Emilia Pardo Bazán, pero nos damos cuenta de que un texto es diferente a otro, sin que a veces sepamos exactamente por qué? Nos queda la rueda de estilos, un gráfico que hice para facilitar las primeras palabras cuando uno intenta describir el estilo de un texto:

Por ejemplo, de la cita a Pardo Bazán podemos decir que es metafórica, emocional, formal, ensayística, anticuada, subjetiva, digresiva, expansiva. Una palabra por color. Y, como pasa al describir los aromas de un vino, alguien podrá estar en desacuerdo y me dirá que ella es más didáctica que emocional o que las dos cosas se dan simultáneamente. Para que esa discusión tenga sentido, habría que ir más allá de la lista de palabras y entrar a justificar cada una, las que tengan más relevancia. Para hacerse una idea, cuando digo que la cita tiene un fraseo expansivo, me refiero a que en fragmentos como este:

Es un estilo cabal, conciso sin pobreza, correcto sin frialdad, intachable sin purismo, irónico y natural a un tiempo…

la autora podría haber dicho simplemente que el estilo es cabal, que significa “completo, exacto, perfecto”, pero para ella no fue suficiente. Prefirió expandir la cabalidad hacia otros cinco adjetivos (conciso, correcto, etc.), descartando los defectos que podían desprenderse de tres de ellos (que lo conciso es pobre, etc.). La expansión no repite lo mismo, sino que ayuda a que nos imaginemos mejor en qué sentido Flaubert es cabal. Lo mismo pasa al inicio, cuando compara la escritura de Flaubert con un lago o con una lápida. Acumula metáforas para decir cosas semejantes pero diferentes: que el estilo es claro y además muy cuidado, sin nada irregular.

Yo podría extender mi análisis, pero prefiero interrumpirlo para pasar a algo más urgente: la pregunta por la utilidad de este tipo de trabajos. ¿A quién le importa el estilo de los textos, más allá de los escritores y los profesores de literatura? Mi respuesta es que solo le importará a quienes quieran disfrutar más lo que leen. Con esto vuelvo a los vinos. Uno puede beber “porque el vino es bueno”, por emborracharse o porque la vida social lo exige, pero quien quiere que su vino valga realmente la pena, lo agitará suavemente en su copa a contraluz, apreciará su aroma y luego beberá lentamente, probando las reacciones de la lengua, el paladar y las encías cuando el vino está en la boca y cuando deja de estarlo. A continuación fijará esa experiencia con palabras, tal como los turistas se toman fotos en los lugares memorables. Estas costumbres modifican las experiencias. El turista viaja buscando ángulos y encuadres perfectos, tal como el degustador de vinos bebe buscando las palabras adecuadas, todo para que su experiencia sea más completa. Y en eso consiste analizar el estilo de un texto. Es leer buscando algo más que una trama, unos personajes o una argumentación, descubriendo las causas que explican las emociones (sin excluir el aburrimiento) que nos provocan las lecturas. Y es abandonar las interpretaciones rebuscadas para cumplir con un aforismo del poeta Hugo Von Hofmannsthal: “Lo profundo está escondido. ¿Dónde? En la superficie”.

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El cuento de CRISPR (feat. Chayanne)

La versión más corta de esta historia es que unas científicas se ganaron el Nobel por descubrir un sistema de defensa de las bacterias y adaptarlo para inventar una herramienta que edita el ADN. ¿Ejemplos de su aplicación? Granos de café naturalmente descafeinados, niños ciegos que recuperan la vista y el renacer de los mamuts.

La versión más larga la escribió Walter Isaacson, el biógrafo de Steve Jobs, y se llama El código de la vida, un documentadísimo libro de 500 páginas. Veamos si me resulta convertirla en una especie de cuento.

El cuento de CRISPR

La historia de CRISPR empieza en 1986, con el japonés Yoshizumi Ishino trabajando para su doctorado en biología molecular por la Universidad de Osaka. Él tenía 29 años y la lenta tarea de secuenciar un gen de una bacteria, es decir, de traducirlo a unas letritas que en ese caso serían 1.038 (menos de dos veces este párrafo). Al año siguiente publicó un artículo sobre su trabajo, observando al final una cosa que le resultó extraña. En el ADN que él había registrado, una secuencia de 29 letras se repetía 5 veces. Raro. Era un gen cortito (menos de dos veces este párrafo), que hacía algo tan molesto como mi paréntesis: se repetía. Ishino escribió al final de su artículo: “no se conoce el sentido biológico de estas secuencias”.

Yoshizumi Ishino, haciendo como que trabaja

En 1990, el español de 27 años Francisco Mojica se encontró con algo parecido. También para un doctorado, pero en la Universidad de Alicante, Mojica estudiaba el ADN de otro organismo unicelular sin núcleo, llamado arquea. Nuevamente un científico encontraba repeticiones en las letritas de un ADN. Pero esta vez no eran 5, sino 14, y aparecían en intervalos regulares. Además se fijó en otra rareza, y es que parecían palíndromos, esas frases que se leen igual en ambos sentidos (como “Yo hago yoga hoy”, “Somos o no somos” y “Sé verlas al revés”). Luego de confirmar que el error no era suyo por haber copiado mal las letras, salió corriendo al Google de su tiempo: la biblioteca. En un índice impreso de artículos académicos, buscó la palabra “repetición” y así llegó al texto de Ishino. Había encontrado algo, pero aún no sabía qué. Años después, Mojica le inventó el nombre de CRISPR, una sigla que en inglés significa “repeticiones palindrómicas cortas agrupadas y regularmente interespaciadas”. Pero olvidemos esa frase tan larga y quedémonos con CRISPR, que su señora aprobó inmediatamente al comentar que sonaba como el nombre de un perro: “¡Crísper! ¡Crísper! ¡Ven aquí, pequeñín!”

Francisco Mojica, haciendo como que trabaja

Sin embargo, el mayor aporte de Mojica surgiría recién el 2003, durante unas vacaciones. Él estaba en la ciudad costera de Santa Pola, en la casa de sus suegros, pero como no le gustaba la playa, conducía los 30 minutos que lo separaban de su laboratorio en Alicante y dedicaba sus días a analizar el ADN de unas bacterias. O sea que trabajaba en vacaciones. La buena noticia es que en ese tiempo sí había internet, por lo que al ingresar en el computador un fragmento de CRISPR de una bacteria, descubrió que coincidía con el ADN de un virus que atacaba a esa bacteria. El mismo fenómeno se repetía en otras bacterias, lo que lo hizo exclamar: “¡Madre mía!” Una tarde, seguro de su hallazgo, se lo explicó a su señora en la casa de la playa: “Las bacterias tienen un sistema inmune, pueden recordar qué virus las han atacado en el pasado”.

Aunque muchos creamos que los virus y las bacterias son básicamente enfermedades, la verdad son muchas otras cosas más. Para nuestra historia, digamos que son enemigos entre sí. Las bacterias son gente buena, tranquila y microscópica, que de vez en cuando recibe los molestos ataques de unos virus. Para ellas, los virus son también enfermedades. Lo que Mojica descubrió mientras su señora tomaba sol en la playa, es que tras siglos de recibir ataques virales, las bacterias inventaron una manera de defenderse. Su técnica se parece a la de nuestras vacunas, en el sentido de integrar una parte de la enfermedad invasiva para poder recordarla y, en el futuro, evitarla. Pero hay una diferencia. Como las bacterias tienen solo una célula, el aprendizaje registrado en su ADN pasa a formar parte de sus descendientes. De esta manera, el virus que fracasa atacando a una bacteria no puede vengarse contra sus hijitas porque ellas también estarán protegidas.

Lo anterior resultó especialmente valioso para un grupo humano que vive de las bacterias: los productores de yogur. Ellas son sus trabajadoras más importantes, las encargadas de transformar la leche fresca en postre hasta el día terrible en que un virus las ataca y toda esa millonaria producción de alimentos se interrumpe. Por eso Danisco, una enorme empresa danesa que vive de aquellos millones, formó equipos de científicos dedicados al bienestar de sus bacterias. Dos de sus científicos son los franceses Rodolphe Barrangou y Philippe Horvath, que se enteraron sobre los descubrimientos de Francisco Mojica y se lanzaron a buscarle aplicaciones prácticas.

Rodolphe Barrangou y Philippe Horvath, posando en el trabajo

Lo primero fue aprovechar los registros genéticos que Danisco había guardado de cada bacteria utilizada desde 1980. Como ven, una empresa donde cada trabajadora deja su huella. Ahí se dieron cuenta de que en cada ataque importante de algún virus, las bacterias habían modificado su ADN para repeler futuros ataques. Que las trabajadoras se unieran ante la adversidad confirmaba lo planteado por Mojica, pero los franceses no solo querían entender a las bacterias, sino también salvarlas (por el bien de sus jefes y nuestros yogures). Y ese fue el paso decisivo: aprender a manipular el sistema inmunitario de las bacterias. Cuando veían un virus, tomaban parte de su ADN y lo añadían a un espacio CRISPR de la bacteria, que entonces quedaba protegida. En el 2005 la empresa ya estaba “vacunando” a sus bacterias, que ahora trabajaban mucho más tranquilas, sin miedo a enfermarse. El 2007 el hallazgo se publicó en la revista Science, convirtiendo una defensa del yogur en un aporte a la ciencia mundial.

Interludio con Chayanne

Chayanne, que trabaja de posar

Después de tantos científicos, hagamos una pausa para hablar sobre Chayanne, que a los 53 años sigue siendo el hombre más sexy del 2021. Imagina cómo habrá sido a los 30, en el esplendor de su vida, cuando lanzaba Atado a tu amor, el álbum más exitoso de su carrera, y estrenaba una película, Baila conmigo. Por si fuera poco, a su lado en el film actuaba Vanessa Williams, ganadora del concurso de belleza Miss América 1984 y cantante del tema central de Pocahontas, “Colors of the wind”. Se veían tan hermosos, que en el afiche de la película solo aparecen ellos dos:

En la historia, Chayanne es un cubano que llega a Estados Unidos en busca de su padre y Vanessa es una excampeona de baile internacional. Se conocen, van a un local de música latina, ella lo invita a bailar y le pregunta:

—¿Bailas mambo?
—Sí, pero no sé lo que haces tú.
—Te enseñaré los pasos rápidamente. Cambias en el segundo tiempo.
—¿Cambio?
—Sí. Empieza con el izquierdo en el dos, con un cambio de pie.

“No sé lo que haces tú”

Para nuestra decepción, Chayanne resulta ser un pésimo aprendiz de baile. Tanto, que Vanessa le pide un descanso y se va al baño. Entonces otra mujer le hace señas desde lejos, él acepta su invitación y juntos bailan perfectamente. Cuando Vanessa los ve, se retira indignada.

Lo que nos enseña esta escena, es que Vanessa y Chayanne son dos excelentes bailarines en la práctica, pero solo ella domina la teoría de los tiempos y cambios de pie. Los dos se lucen en las fiestas, pero solo ella gana campeonatos de baile porque sabe lo que está haciendo. Gracias a esto, puede enseñarlo a quien no sepa nada, es decir, a los que no somos Chayanne. En la historia de CRISPR, Chayanne son los productores de yogur y Vanessa son las dos científicas que el 2020 ganaron el premio Nobel de Química: Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna.

La fórmula de CRISPR

En el año 2007, ya se sabía cómo usar CRISPR para modificar el ADN de algunas bacterias, pero se ignoraba la manera exacta en que eso sucedía. Hacía falta pasar del análisis in vivo al in vitro, del baile espontáneo de la vida al conteo de pasos en un laboratorio. La analogía con el baile la hizo Emmanuelle Charpentier, una francesa que a los veinte años abandonó el ballet profesional para dedicarse a las ciencias naturales. Según ella, el trabajo duro en ambas disciplinas “consiste en la repetición durante días y días de los mismos movimientos y técnicas”. Y así, repitiendo experimentos con bacterias, llegó a identificar que la molécula ARNtracr era fundamental para el sistema CRISPR. Había encontrado un paso de ese baile, pero necesitaría de una bioquímica que le ayudara a precisar sus alcances.

Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna, posando sin trabajar

Emmanuelle Charpentier fue a buscarla en marzo del 2011 a Puerto Rico, donde se realizaba un congreso de microbiología. Se le acercó en la cafetería del hotel y al día siguiente, caminando por las calles de San Juan, ya había convencido a la bioquímica estadounidense Jennifer Doudna: “¡Tenemos que averiguar cómo funciona exactamente!” Charpentier sumó a un investigador polaco y Doudna a uno checo. Este cuarteto, trabajando desde Estados Unidos, Suecia y Austria, comunicados por medio de Skype y Dropbox, determinó a inicios del 2012 los componentes esenciales de CRISPR, que la revista Science publicó en junio. Finalmente, todo el mundo podía bailar al ritmo de CRISPR.

Emmanuelle Charpentier (Francia), Jennifer Doudna (EE.UU.), Martin Jinek (República Checa) y Krzysztof Chylinski (Polonia)

Tres bailes

“Báilame como quieras, báilame”
Chayanne

Para entender la importancia de este baile universal, volvamos a los tres ejemplos que mencioné al principio. El primero es sobre el café, cuyo grano produce naturalmente cafeína, una sustancia que nos deja desvelados si la consumimos demasiado tarde. Hasta ahora, la solución a ese problema ha sido remojar los granos y cocerlos al vapor, pero una empresa británica descubrió cómo atacar el problema de raíz, o incluso antes, desde la primera célula de la semilla. Le quitan el gen de la cafeína y listo, los granos producen café descafeinado.

El segundo ejemplo cura una forma de ceguera, la amaurosis congénita de Leber. Lo admirable de este procedimiento es que no se trata de desactivar un gen en el embrión, antes de que se desarrolle el feto, sino que modifica el ojo de una persona viva. La técnica consiste en inyectar tres gotas de un fluido con CRISPR por medio de un tubito delgado como un pelo en la retina del paciente. Eso modifica las células receptoras de la luz y las personas vuelven a ver colores.

Y llegamos a los mamuts, un caso que ilusiona a todos los que amamos la explicación científica de Jurassic Park, porque es básicamente lo mismo: tomar el ADN encontrado de un animal extinto y mezclarlo con el de un animal vivo. Lo que en la película eran dinosaurios con ranas, en la realidad se está haciendo con mamuts y elefantes. Aunque podría tardar muchos años en llevarse a cabo, al menos sabemos que hay apoyo económico, pues personas de todo el mundo ya han donado más de 15 millones de dólares, ilusionados con el regreso a la vida de una especie extinta hace 37 siglos.

¿Y los problemas éticos? Revivir una especie extinta ya tiene mucho de jugar a ser Dios. ¿Y si empezamos a diseñar a nuestros hijos exactamente como queramos? ¿Y si solo los ricos pueden pagar por los superpoderes de CRISPR? Yo solo prometí el cuento de un proceso de descubrimiento, pero si te interesa este tipo de preguntas, recomiendo mucho leer la séptima parte en el libro de Walter Isaacson, titulada “Las cuestiones morales”. Su epígrafe, del biólogo James Watson, resulta provocador: “Si los científicos no juegan a ser Dios, ¿quién lo va a hacer?”

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¿Por qué se llama Kino el juego de azar?

La única respuesta que tengo a esta pregunta la encontré, coincidentemente, por azar. Quise confirmarla en internet, pero lo más cercano que había al origen del juego chileno fue que empezó en 1990. Nada más. También busqué la palabra en diccionarios y aprendí que kino significa árbol en japonés, cuerpo en hawaiano y cine en alemán. Por esto último en inglés se usa kino para hablar de un cine más intelectual y difícil. En el origen de este sentido cinematográfico está el griego kine, que significa movimiento, y es de donde surge otro uso en inglés para kino: la técnica de moverse hasta tocar sutilmente a una persona para ganar su confianza y luego tener sexo con ella (¡al fin algo útil!).

Kino en tres idiomas

Lo que encontré por azar fue La perla, una novela de 1947 escrita por John Steinbeck, cuyo protagonista se llama Kino. Él vive con su mujer y su hijo de pocos meses en una modesta casa junto al mar, en el golfo mexicano de California. Llevan una vida sencilla hasta que el hijo recibe la picada de un escorpión en el hombro. La madre succiona rápidamente el veneno de la herida, pero sabiendo que ello no será suficiente, corre con su marido a la casa del único médico del pueblo, un hombre que rechaza atenderlos si solo van a pagarle con las pocas y pequeñas perlas que Kino ha recogido del mar. Desesperados, Kino y su mujer van al mar en busca de perlas más valiosas. Mientras él prepara una canoa, ella aplica unas algas en la herida de su hijo y no reza por su recuperación, sino por encontrar perlas que financien la atención del médico. En este punto el narrador, que había tratado con cariño a sus personajes, comenta que “la mentalidad del pueblo es tan insustancial como los espejismos del Golfo”. La falta de sustancia se manifiesta en el deseo de esta mujer, que en lugar de pedir lo realmente importante, que sería la buena salud del hijo, solo espera un medio para conseguirla, las perlas de mar.

Concha de mar con perlas (World Chess Hall of Fame)

Según el texto, ellas surgen de un accidente al cual se exponen las ostras: que un grano de arena caiga entre los pliegues de sus músculos e irrite su carne. Esta, para protegerse, cubrirá el grano con una capa de suave cemento que seguirá creciendo hasta formar una esfera de nácar: la perla. Ellas “eran meros accidentes y hallar una era suerte, una palmadita en la espalda de Dios, los dioses o ambos”. En otras palabras, una perla es un accidente ofrecido por Dios a unos pocos afortunados que pueden convertirlo en dinero, algo muy parecido a ganarse el Kino.

La probabilidad de ganar este concurso logrando 14 aciertos entre los 25 números disponibles es bajísima, de 1 entre 4.457.400. Para hacerse una idea, es como si uno marcara un grano de arroz con un plumón y lo echara en un barril con 92 kilos de arroz. La probabilidad de meter la mano en el barril y solo sacar el grano marcado es equivalente a la que tenemos de ganar el Kino cuando compramos un cartón. Si tenemos dos cartones, la probabilidad aumenta a la de haber marcado un segundo grano en el mismo barril. Por esto se ha dicho que gastar en juegos de lotería es como pagar un “impuesto a la estupidez”, apostar a un premio que es casi imposible recibir. La diferencia está en ese casi.

25 pelotas rojas giran en una gran esfera transparente impulsadas por un aire hacia una compuerta superior, a través de la cual solo pasan 14 pelotas, todas esféricas como la perla que Kino está buscando en el mar, combinándose de una manera tan improbable como lo que él encontraría bajo el agua. Junto a unas rocas, “bajo un pequeño reborde, [Kino] vio una ostra muy grande, aislada de todos sus congéneres más jóvenes. El caparazón estaba entreabierto, pues la vieja ostra se sentía segura bajo aquel reborde rocoso y entre los músculos de color de rosa vio un destello casi fantasmal momentos antes de que la ostra se cerrase”.

Cuando emergió hasta la canoa con la gran ostra cerrada, su mujer lo percibió agitado, pero disimuló mirando en otra dirección. “No es bueno desear algo con excesivo fervor. Hay que ansiarlo, pero teniendo gran tacto en no irritar a la divinidad”. Prudente como su mujer, Kino demora la apertura de la gran ostra, sabiendo “que lo que había visto podía ser un reflejo, un trozo de concha caído allí por casualidad o una completa ilusión. En aquel Golfo de luces inciertas había más ilusiones que realidades”. Ella le recomienda abrir la ostra y él empieza a manipularla con un cuchillo. “El músculo se relajó y la ostra quedó abierta. Los carnosos labios saltaron desprendidos de las valvas y se replegaron vencidos. Kino los apartó y allí estaba la gran perla, perfecta como la luna. Recogía la luz purificándola y devolviéndola en argéntea incandescencia. Era tan grande como un huevo de gaviota. Era la perla mayor del mundo”.

Edición Penguin de The pearl

Hasta aquí el nombre Kino es perfecto para una lotería. Tenemos a una familia desesperada por financiar la salud de su hijo, que se entrega al azar de buscar perlas en el mar y que ayudada por los dioses encuentra lo que creía imposible: la perla más grande del mundo. La noticia recorre la ciudad, donde muchos se alegran imaginando que recibirán algo de la nueva riqueza de Kino. Este también imagina cosas. Habla de casarse, de comprarse ropas nuevas, de conseguir un rifle y de enviar a su hijo a la escuela, pero nada de esto se cumplirá en el libro. La perla se volverá un objeto maldito, que solo traerá estafas, robos, persecuciones, asesinatos y un incendio, infortunios muy bien elegidos para que la novela de Steinbeck sea una lectura deliciosa, pero muy mal asociados al nombre de un juego que promete una riqueza repentina como la encontrada por Kino. ¿Acaso es tan peligroso recibir una riqueza repentina?

Algunas anécdotas dicen que sí. Está la terrible historia de Rolando Fernández, que ganó el Kino el 2007, fue acusado ante tribunales de haberle robado el boleto a un amigo y el 2008 sufrió un accidente carretero en una camioneta que había comprado con el premio. Según el amigo de la acusación, Fernández estaba bajo una maldición que terminaría cuando devolviera el dinero, algo que no alcanzó a pasar, pues murió 47 días después del accidente. Otra historia es la del empresario Jack Whittaker, que el 2002 ganó 315 millones de dólares en Powerball, la lotería estadounidense. Diez años después su hija y su nieta habían muerto por sobredosis de drogas, su mujer se había divorciado y él había recibido varias demandas, además de un robo de 545 mil dólares cuando lo drogaron en un cabaret. “Desearía haber roto ese boleto”, declaró ante la prensa.

Juan Bravo lustrando botas en la Plaza de Armas de Concepción (La Tercera)

Historias más comunes son las de quienes ganaron el premio y lo perdieron todo. Es lo que le pasó a Juan Bravo, un lustrabotas de Concepción que ganó el Kino el 2003, se compró una casa, se casó, tuvo hijos, viajó, tuvo taxibuses, colectivos, una botillería, un centro de internet y hasta una chanchería, pero al final lo perdió todo. “Nos separamos y hoy pago una pensión de alimentos para mis tres hijos”, contó en una entrevista. Solo conservó la casa y el 2017 volvió a ser lustrabotas. Pero esto también es raro. Un estudio aplicado en Florida a 35 mil ganadores de la lotería descubrió que mil 900 cayeron en banca rota dentro de los primeros cinco años, un número muy grande, pero que solo corresponde al cinco por ciento del total.

En conclusión, llamar Kino al juego de azar es una buena idea si solo leemos los primeros dos capítulos de La perla, donde la riqueza sí parece resolver muchos problemas, pero muy mala si leemos el libro completo, donde la riqueza genera nuevos y peores problemas que los iniciales. Ganar el Kino es un acontecimiento improbable pero posible, que no debiese tener las terribles consecuencias que sufre el Kino creado por John Steinbeck. Por mi parte, seguiré jugando al Kino de vez en cuando. Hace poco me alegró ganar 600 pesos, incluso sabiendo que había gastado 6 mil pesos en tres cartones de ese único sorteo.

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Ocho maneras de escribir sobre lo que leemos

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Cuando en el colegio se pide escribir un ensayo argumentativo a partir de una lectura, cunde el pánico entre los alumnos. ¿Qué hacer? ¿Qué decir? ¿Por dónde empezar?

Los profesores tratamos de ayudar diciendo que todo es muy simple, que solo hay que tener una tesis y después fundamentarla en un texto con introducción, desarrollo y conclusión. Eso aumenta el pánico: todos quedan en blanco, nadie hace nada porque nadie tiene una tesis personal, que al final será misteriosamente parecida a la del resto del curso.

Entonces los profesores, que esperábamos recibir textos tan diversos como nuestros estudiantes, terminamos revisando treinta versiones de las mismas ideas para cada libro: que La Metamorfosis es autobiográfica, que Subterra hace crítica social, que La Tregua es existencialista, que Macondo es Latinoamérica, que La última niebla es feminista… Generalmente ideas que dijimos en clases y que los estudiantes, acostumbrados a triunfar repitiéndolas, escriben a partir de sus apuntes en Arial 12 justificado tamaño carta.

***

Mi trabajo de este año como profesor reemplazante me ha hecho ver este triste fenómeno en colegios que dejan de llamarme cuando sus profesores están sanos o sin viajes. En esos tiempos de cesantía que he aprovechado leyendo, creo haber encontrado una solución. Mi diagnóstico es que la escritura de ensayos falla entre los estudiantes porque cuesta mucho expresarse en géneros que uno no lee y porque la finalidad de los ensayos con tesis y argumentos se aleja demasiado de las vidas de nuestros estudiantes. Quizás la academia funcione así, con artículos que continúan o refutan otros artículos, pero la lectura de obras literarias no debiese tener esa finalidad. ¿Acaso leemos novelas para ganar discusiones?

Mi remedio son las Prosas no obligatorias de Wisława Szymborska. Ella es una gran poeta polaca que publicó cientos de reseñas sobre todo tipo de libros: manuales, diccionarios, ensayos, textos históricos y autobiográficos. Más que la amplitud de sus lecturas, me interesa la de sus maneras de leer. Enumero algunas con citas de ejemplo:

  1. Convertir un libro en el relato de alguien que lo usa
    Antes de empapelar una casa, Szymborska recomienda leer la guía Empapelando la casa como si fuera una advertencia. “Guiándonos por las instrucciones del libro, tendremos que pasarnos por una tienda de pinturas, donde, según dicen, prestan unas determinadas herramientas bajo fianza. Pero en realidad no lo hacen. Dedicamos algunas tardes a visitar a los conocidos porque, quién sabe, quizá tengan alguna de las herramientas que necesitamos. Plantarse así por las buenas no suele ser muy apropiado; es preciso llevarles algo de chocolate a los niños y preguntar a los padres por su salud y su estado”. Lo de los chocolates es invención de ella, pero lo hace a partir del libro, que termina mezclado con la realidad de quien lo leyó.

  2. Identificar por qué un libro no se dirige a nosotros
    De un libro de historia Szymborska lamenta su nivel de abstracción. “Cuando habla de ‘los movimientos migratorios’, una necesita verdaderamente de un don para adivinar si se refiere a un tranquilo asentamiento en unos nuevos territorios o a la huida desesperada de alguna tribu provocada por el empuje de otra. Por desgracia, el poeta sigue pensando en imágenes”. O sea que ella, por ser poeta, obtiene muy poco de ese libro.

  3. Preguntarse por qué leemos un libro que parece no dirigirse a nosotros
    ¿Por qué estoy leyendo este libro? No tengo la menor intención de instalar un terrario en casa. Y aún menos un acuaterrario… En fin, que no soy la destinataria idónea de este libro. Solo lo estoy leyendo porque, desde pequeña, me produce placer acumular saberes innecesarios. Y porque, después de todo, ¿acaso puede alguien saber de antemano qué será necesario y qué no lo será?”

  4. Describir el libro que nos habría gustado leer en lugar del que leímos
    Szymborska lee un libro de cuatrocientas páginas sobre las enfermedades de los perros, pero escribe sobre lo que el autor pasa por alto: “las enfermedades más comunes entre los perros, es decir, todos los tipos de neurosis y psicosis”, que luego imagina: “Cada vez que salimos de casa, el perro se desespera, pues cree que nos marchamos para siempre”. De eso sí que sería interesante leer.

  5. Enumerar datos que cumplen una misma función
    Szymborska lee Los científicos y sus anécdotas, cuyas torpezas encuentra reconfortantes. “Naturalmente no fui el primero en hallar la arsfenamina, pero al menos no soy tan despistado como Ehrlich, quien se escribía cartas a sí mismo. […] ¿Y he olvidado alguna vez presentarme en mi propia boda como Pasteur?”

  6. Contar nuestra anécdota favorita del libro
    De una historia de la paleontología, “no puedo resistirme a la tentación de narrar uno de los episodios de esa historia. No será ni el más dramático ni el más importante, pero mi bolígrafo se estremece ante él”. Y cuenta lo que Wikipedia llama la Guerra de los Huesos (aunque es mejor leerla en la versión de Szymborska).
  7. Inventar la historia de alguien que necesita el libro
    Si sueñas con vivir en la Varsovia del siglo XVIII imaginando los salones de sus reyes, lamentarás llegar a ese mundo real: “un caos de calles, montones de basuras y sucias casas en ruinas”. Si al fin te duermes en una cama llena de chinches, podrían despertarte los gritos de un incendio. “No esperando el rescate de los bomberos, quienes todavía no han sido inventados, te lanzas por la ventana y, únicamente gracias a la montaña de pestilentes desechos que hay en el patio, no te partes el cuello, sino solo una pierna… Cojeando vuelves a tu época y te compras el libro por cual deberías haber empezado: La vida diaria en Varsovia durante la ilustración”.
  8. Explicar por qué no le creemos a un libro
    Sobre un libro dedicado a las pinturas de Vermeer, Szymborska sintetiza la interpretación del autor sobre una obra y comenta que “nos parecerá sensata siempre y cuando no miremos el cuadro”, que luego describe para justificar su desacuerdo. “Miro una y otra vez y no estoy de acuerdo con nada de lo dicho”.

Este último ejemplo es sin duda un ejercicio argumentativo, pero mucho mejor para un estudiante que el ensayo completamente abierto, pues resulta más concreto hacerle una pregunta que lo guíe. El problema no está en argumentar a partir de los libros, sino en que los estudiantes no perciban la libertad que los profesores queremos darles. Por eso pienso que estas ocho opciones podrían ser de utilidad. Además me parece que todas transmiten algo muy valioso sobre la lectura: que no leemos para ganar discusiones, sino para iniciar conversaciones.

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Una página en blanco sobre Nicanor Parra

Prueba de Parra

Cuando recibí el sacramento de la Confirmación, el año 2005, mi abuelo ateo asistió a la ceremonia y luego me regaló un libro dudosamente religioso: la antología de Nicanor Parra Poemas para combatir la calvicie. Me acuerdo de que me leyó en voz alta un par de textos tomados al azar y de que se rio fuerte con cada uno de ellos, sin que yo entendiera por qué.

Meses después ese libro me sirvió para Lenguaje en el colegio. Mi profesor se paraba adelante y hacía más o menos lo mismo que mi abuelo: tomaba un poema al azar, lo leía en voz alta y se reía o se quedaba en silencio, esperando que alguien dijera algo. Yo leí todo el libro en mi casa, marcando las frases que me gustaban y siguiendo adelante con todo lo que no entendía. Para la prueba, el profesor nos entregó una hoja en blanco tamaño oficio a cada estudiante y nos dio un endecasílabo como instrucción: “demuestre que leyó a Nicanor Parra”.

Siempre he creído que las pruebas son la peor parte de la educación, sobre todo ahora que soy profesor y me toca corregirlas. Siendo alumno me demoraba en empezarlas porque me daban mucha flojera. Eso me pasó con la de Parra. Mis compañeros llevaban media página escrita sobre la diferencia entre poesía y antipoesía, y yo seguía en blanco. De ahí saqué la idea. Abrí mi libro y me puse a buscar. Estuve un buen rato en eso, releyendo toda la antología hasta encontrar las citas que me servían. Fueron dos y las copié en mi hoja:

El deber del poeta
consiste en superar la página en blanco
dudo que eso sea posible.

me considero
un drogadicto de la página en blanco
como lo fuera el propio Juan Rulfo
que se negó a escribir
+ de lo estrictamente necesario

Puse mi nombre y curso en una esquina, entregué la hoja con el par de citas y volví a sentarme. Días después me había sacado un siete.

Convertí esa experiencia en un un relato típicamente chileno, el de quien se jacta por triunfar habiendo hecho trampa. Aunque había leído a Parra, había engañado a mi profesor, o eso creía hasta hace muy poco, cuando leí Nicanor Parra, rey y mendigo, la biografía de Rafael Gumucio sobre el antipoeta.

La clave me la dio una expresión de Parra en el libro. Cuando encontraba algo bien dicho, una frase aguda, un poema perfecto, él preguntaba: “¿qué se hace después?” (48), “¿cómo se responde a eso?” (139), “con eso basta y sobra” (17). La idea era que lo bien dicho deja a todos sin palabras, como cuando leyó “Los vicios del mundo moderno” a Pablo Neruda y sus amigos. En su relato la reacción era “cáspitas, recórcholis, sorpresa general, escándalo, silencio totaaaaal” (29). Su triunfo era callar al poeta, lo que internet llamaría un “drop the mic”, el gesto de los raperos que dicen una rima incontestable por sus oponentes y dejan caer el micrófono. ¿Para qué entregarlo si ya se dijo la última palabra?

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La versión académica del drop the mic la formuló Harold Bloom, autor del prefacio a las obras completas de Parra. Su idea es que la tradición literaria no es un amable proceso donde los maestros transmiten enseñanzas a sus discípulos, sino “una lucha entre el genio anterior y el actual aspirante” (18). Esta lucha produce la angustia de las influencias, que “cercena a los talentos débiles, pero estimula al genio canónico” (21). En este esquema el aspirante a poeta se compara con los autores reconocidos y se descubre inferior. Por eso prefiere callar, dejar la página en blanco hasta estar muy seguro de su valor.

Gumucio dice que así se reconoce a un parriano, “por su angustia a la hora de escribir. Por los chistes, pero sobre todo por los espacios en blanco, las páginas que se preguntan si pueden ser escritas. […] ¿Se puede decir esto? ¿Se puede no decir esto?” (32). Desde esta visión, la buena literatura no inspira a los nuevos poetas, sino que los calla. “Para él, los escritores son como los físicos que buscan fórmulas que anulan las fórmulas físicas anteriores” (111).

Dicho todo lo anterior, mi prueba del colegio habría acertado en la elección de su tema, pero no todavía en su forma. En una entrevista de 1989 Parra decía haberse demorado 17 años en escribir los antipoemas. “Van cinco años desde las Hojas de parra. Entonces tengo doce años por delante” (408). Yo podría haber hecho eso, devolver la página en blanco anunciando romper el silencio en unos años más, quizá con un preciso “voy & vuelvo”, como el título de las obras completas que se publicarían el año siguiente. ¿Por qué tuve un siete si al indicar la página en blanco terminé manchándola con palabras?

La respuesta está en que lo dije citando, robando palabras al mismo poeta que inició una de sus obras más famosas, “Defensa de Violeta Parra”, robando dos versos a un soneto español del siglo XVII. “Eso era Nicanor”, dice Gumucio, “la insolencia de usar versos de otros, sin cita ni explicación, para escribir el más personal de sus poemas” (277). Es lo que hizo en “Yo me sé tres poemas de memoria”, incluido en Hojas de Parra, que transcribe poemas de Juan Guzmán Cruchaga, Carlos Pezoa Véliz y Víctor Domingo Silva, sin decir sus títulos ni autores. Lo que buscaba Parra era “hablar con otra voz distinta a la suya” (364), como hizo en los Sermones y prédicas del Cristo de Elqui, “un ejercicio de convertir en verso la prosa de los folletos” (364) de un campesino que predicaba en los parques de Santiago hacia 1930. Hablar a través de otros es también lo que encontró Alejandro Zambra en Poemas y antipoemas, donde “el lugar de la primera persona lo ocupan dos antagonistas que se disputan el micrófono. De un lado está el poeta tradicional, que responde a las expectativas del lector […]. Del otro lado está el antipoeta que descree de la inspiración y de Dios y de toda ideología” (172). Es, por último, lo que hizo casi al principio en su Quebrantahuesos, con Jodorowsky y Enrique Lihn, esos recortes de diarios que pegaron en una pared de Santiago en 1952. Poesía hecha con pedazos de voces ajenas, tratar de decir algo desde lo que ya se dijo.

Quebrantahuesos

En cuarto medio yo no comprendía francamente ni cómo me llamaba. Hice una especie de broma que mi profesor se tomó adecuadamente en serio, trece años antes que yo. Solo ahora entiendo que la página en blanco fue un problema central en la obra de Parra y que la cita sin atribuir fue una manera suya de resolverlo. Al fin acepto que mi profesor hizo muy bien al haberme puesto esa nota siete. Sin saber por qué, me la merecía.

Fuentes citadas
Bloom, Harold. El canon occidental. Barcelona: Anagrama, 2009.
Gumucio, Rafael. Nicanor Parra, rey y mendigo. Santiago: Universidad Diego Portales, 2018.
Zambra, Alejandro. “Algunos rostros de Nicanor Parra”. No leer. Barcelona: Alpha Decay, 2010. 169-177.

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Una censura en la PSU

Quiero denunciar un caso de censura en la PSU. Es de hace tiempo, del año 2014, pero yo lo descubrí esta semana, haciendo una clase de Lenguaje. Mis estudiantes se habían llevado una guía con preguntas de pruebas oficiales, la resolvieron en sus casas y llegaron a mi clase quejándose de los mass media, tal como hizo Twitter en diciembre del 2014:

La causa del fracaso, la incomprensión y el odio fue un texto de Umberto Eco sobre los mass media, expresión que el texto no traducía, definía ni ejemplificaba. Se traba de una lista de cuatro acusaciones contra los medios masivos, es decir, contra la radio, el diario y la televisión, pero no contra internet, que no existía cuando Umberto Eco publicó su texto en 1964, aunque el fragmento de la PSU tampoco lo indicaba. Como encontré importante conocer algo de este contexto, decidí proyectar en mi clase las páginas citadas del libro Apocalípticos e integrados.

Apocalipticos

Yo quería hablar de todo el libro, que leí con gusto en unas vacaciones, pero creí más adecuado centrarme en el fragmento de la prueba. Solo mostré que el libro no tenía cuatro sino quince acusaciones contra los mass media, y que también había nueve defensas de los mismos. La idea era enseñar que Umberto Eco no era un enemigo de la televisión o los cómics, sino alguien interesado en pensar sobre ellos desde diversas perspectivas. Dicho esto, empezamos a leer.

Las cuatro acusaciones de la PSU eran las primeras tres y la última de Umberto Eco, aunque la adaptación omitía este salto y le asignaba a cada acusación una letra sucesiva del alfabeto. Decía A, B, C y D en lugar de A, B, C y Q. Resumo con mis palabras las cuatro acusaciones:

  1. Los medios masivos evitan las cosas extrañas para llegar a un público diverso, que entiende más fácilmente las cosas normales.
  2. Esas cosas normales destruyen las diferencias culturales al interior del público, que los medios normalizan.
  3. El público no sabe que es un grupo y por eso no puede organizarse para exigir cosas a los medios.
  4. Los medios masivos nos engañan. Creemos ser individuos libres, pero estamos dominados por otros; creemos acceder a los frutos de la alta cultura, pero los recibimos incompletos, sin las críticas originales; creemos que los medios crean una cultura popular, pero ella es otra cosa porque viene impuesta desde arriba, sin la sal, el humor y la vulgaridad que es tan importante en lo popular (Eco dice: “la vitalísima y sana vulgaridad de la cultura genuinamente popular”).

En la clase discutimos y ejemplificamos cada afirmación hasta asegurarnos de haberlas entendido. En eso un ingenioso alumno propuso que la cultura popular impuesta desde arriba se parece al puré instantáneo: es fácil de comprar y preparar, grandes empresas lo dejan al alcance de todos, pero no es tan rico como el puré casero hecho con papas de la feria. Algo se pierde de esas papas cuando las deshidratan, embolsan y meten en cajas para el supermercado. Según Umberto Eco y mi alumno, los medios le hacen algo parecido a la cultura.

Entonces leímos lo que venía justo después en el cuarto punto del texto proyectado y una alumna alegó que en su guía salía otra cosa. A la PSU le faltaban doce palabras del libro, las de la censura que estoy denunciando. Las palabras borradas acusaban a los medios de parecerse a algunas religiones por su manera de controlar a las masas. La PSU ofrecía una versión deshidratada del texto original.

Supongo que la hicieron para evitarse problemas con las religiones, aunque si eso importara podrían haber elegido otro texto, indicar con tres puntos la parte eliminada o por último haber hecho un corte que no volviera al texto incomprensible, como les resultó:

Umberto Eco en su libro Umberto Eco en la PSU
Como control de masas, desarrollan la misma función que en ciertas circunstancias históricas ejercieron las ideologías religiosas. Disimulan dicha función de clase manifestándose bajo el aspecto positivo de la cultura típica de la sociedad del bienestar (50). Como control de masas, desarrollan la misma función de clase manifestándose bajo el aspecto positivo de la cultura típica de la sociedad del bienestar (46).

El libro dice que los medios masivos y algunas religiones han desarrollado “la misma función”, es decir, que ambos han impuesto ideas desde arriba. La PSU perdió la semejanza al eliminar la mención a las religiones, pero mantuvo la expresión comparativa “la misma función”, sin que los lectores sepan cuál es. En un texto que completo ya es difícil, muchos alumnos deben haber creído que todo el problema estaba en ellos, en su falta de comprensión, y no en una fragmentación del texto que lo volvía incomprensible.

No digo que las doce palabras habrían evitado los reclamos, sino que su ausencia aumentó aun más la dificultad del texto y, principalmente, que él se volvió un ejemplo de lo que denunciaba. Reproducido en el medio masivo que es la PSU, el texto de Eco perdió su crítica contra las religiones, quizá por no incomodar al diverso público que resuelve la prueba. Aparentó ofrecer un fruto de la alta cultura, pero lo entregó incompleto, sin las críticas originales.

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Un Quijote para reírnos juntos

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Miguel de Cervantes cuenta que un día, en el mercado de Toledo, un muchacho le ofreció unas carpetas y unos papeles viejos escritos en árabe. Como le gustaba leer de todo, incluso “los papeles rotos de las calles”, se interesó en esas páginas de caracteres árabes, que “aunque los conocía no los sabía leer”. Por eso buscó un intérprete que tradujera del árabe al español. Encontró a un árabe bilingüe, le puso el libro en las manos, él lo abrió en una página cualquiera y “leyendo un poco en él, se comenzó a reír”. Cervantes le preguntó lo que todos querríamos saber en su lugar: ¿De qué te ríes? ¿Qué cosa graciosa me estoy perdiendo? ¿Me cuentas el chiste para reír contigo?

Los papeles contaban la historia de don Quijote de la Mancha, de la cual Cervantes solo conocía los primeros capítulos, sin saber dónde encontrar los siguientes. Los tenía al frente suyo, escritos con letras que él conocía sin saber leerlas. Naturalmente, para compartir las risas del intérprete, Cervantes le pidió que tradujera todas las páginas, que compró por poco dinero. Para facilitar la traducción, se llevó al árabe a su casa, donde trabajó un mes y medio a cambio de doce kilos de pasas y cincuenta kilos de trigo. Finalmente pudo saber cómo seguía la historia y reír con todas sus partes graciosas.

Aunque el libro fue publicado en español, muchos hablantes de esa lengua experimentan actualmente lo que le pasó a Cervantes: conocen las letras del Quijote, pero no las saben leer. En los colegios pasa todo el tiempo. Profesores que aprendieron a leer el libro en la universidad, lo abren frente a sus alumnos y se ríen solos, ante personas que se quedan esperando una explicación. Los profesores dan a entender que no es tan difícil, que todos podemos leer y disfrutar el Quijote con paciencia y ganas de leer los glosarios y las notas al pie, inexplicables para un autor que quería dar su historia “monda y desnuda”, sin añadiduras.

El profesor Pablo Chiuminatto formó y coordinó un equipo de diez intérpretes que demoró cuatro años, treinta veces más que el árabe, en volver gracioso y comprensible un libro que no se entendía sin subtítulos. Sacrificamos las voces originales para conseguir una versión doblada al español de América que se lee sin bajar la vista, con los ojos concentrados en la acción y los personajes. Quisimos que la historia volviese a ser como la describió el bachiller Sansón: “tan clara, que los jóvenes la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran”. Por eso la abreviamos, convirtiendo un libro de mil cien páginas en uno de 574, con letras más grandes y márgenes más anchos.

Nos repartimos los capítulos de las dos partes del Quijote. Cada intérprete se encargó de reducir, simplificar y volver amigables esos capítulos, que luego hicimos rotar para que todo el trabajo fuera revisado entre nosotros. De esta manera se unificaba el estilo, aunque la versión definitiva de ese esfuerzo quedó a cargo del profesor Chiuminatto, que editó el conjunto para asegurarse de que constituyera un libro unitario. Finalmente, cuando el libro estuvo listo para mandarse a imprimir, cada colaborador revisó un conjunto de páginas, corrigiendo erratas y resolviendo los últimos malentendidos del texto.

Para mostrar el resultado, tomo un ejemplo del relato que cité al principio, comparando las dos versiones.

El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha El Quijote
“…vile con carácteres, que conocí ser arábigos. Y puesto que aunque los conocía no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese, y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua le hallara. En fin, la suerte me deparó uno”. “…vi que tenía letras del alfabeto árabe. Como no sabía leerlas, busqué a alguien que me las tradujera y, por suerte, encontré un intérprete”.

Quizás algún lector lamente la pérdida del morisco aljamiado, que no era exactamente un árabe, sino un musulmán que hablaba una lengua extranjera como el castellano. Otro podrá echar de menos la mención al hebreo, que por ser la lengua del Antiguo Testamento se consideraba la mejor y más antigua. Un tercero necesitará una frase significativa que solo encontrará en el original, como la que cité al principio, “aunque los conocía no los sabía leer”. En definitiva, para los lectores minuciosos, interesados en los detalles más precisos de cada frase, será mejor leer la versión original.

Pero también hay otro tipo de lectores, aquellos interesados en el panorama completo, la globalidad de una novela que antes de ser materia de estudio fue una historia entretenida para que “el melancólico se mueva a risa, [y] el risueño la acreciente”. Para ellos trabajamos en este Quijote abreviado.

Ambos tipos de lectores son compatibles en una misma persona: hay días en que prefiero reflexionar sobre un diálogo específico del Quijote y otros en que me interesa seguir la sucesión de sus aventuras. Para esas dos maneras de leer, ahora hay dos libros, el Quijote antiguo y el adaptado. La comunidad de lectores, que no siempre coincide en una sola persona, ahora cuenta con más vías de acceso a la misma historia. Uno y otro tipo de lectores podrán encontrarse en un diálogo sobre las mismas aventuras de los mismos personajes y podrán, como quería Cervantes ante el morisco aljamiado, reír al mismo tiempo.

El libro se puede encontrar en librerías, encargar a Ediciones UC o conseguir como e-book para el Kindle.

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Los cuentos inresumibles de Miguel Ángel Cortés

borgona

“Ninguna historia puede explicarse a sí misma:
este enigma en el corazón de cada historia
es en sí mismo una historia”.
James Wood, The nearest thing to life

Empezar a hacer clases en un colegio es enfrentar una serie de decepciones. Básicamente, uno descubre que ninguna de las soluciones fáciles funciona para mejorar la educación. Por ejemplo, yo creía que los alumnos me prestarían atención sin necesidad de ser autoritario porque notarían que les estaba enseñando con pasión. No era verdad. También pensaba que las preguntas desafiantes los estimularían a aprender y crecer interiormente. Tampoco era cierto. Pero como no lo sabía, diseñé mi primera prueba de lectura con preguntas difíciles. Además, al notar que pocos habían leído el libro que se evaluaba, Los jefes de Mario Vargas Llosa, y que muchos estaban confiando plenamente en los resúmenes de Wikipedia, se me ocurrió preguntar a mis alumnos de segundo medio:

“¿Qué tienen los cuentos de Los jefes que no esté en sus resúmenes? Compare el resumen de algún cuento con la realización del mismo. Refiérase al estilo de escritura”.

La pregunta, igual que el resto de la prueba, fue un fracaso total. Primero porque muy pocos habían leído el libro. Segundo, porque estaban acostumbrados a otro tipo de preguntas, fácilmente realizables con solo haber leído los resúmenes (nombres de los personajes, acontecimientos centrales y algo más subjetivo del tipo: ¿qué opinas sobre el trato del director Ferrufino hacia los jóvenes?). Tercero, porque creyeron que la pregunta tenía una sola respuesta correcta: que leer libros es bueno y leer resúmenes es malo. Las notas estuvieron pésimas, hubo reclamos, el profesor jefe me pidió una segunda oportunidad, diseñé una nueva prueba y por segunda vez les fue mal, prácticamente por las mismas razones que antes.

Me acuerdo de las respuestas que dieron. La mayoría observó que el cuento es más largo que el resumen. Sin embargo, muchos dedujeron de eso la consecuencia de que el cuento dejaría todo más claro. Ahí se equivocaron. Lo explico con un ejemplo de Wittgenstein. Él dice razonablemente que una escoba es un palo con un cepillo encajado a él, pero que decirlo así, describiéndola, es más analítico. La palabra “escoba” sintetiza lo que analizado por la vista es un palo con un cepillo encajado. Entonces propone esta situación: “Supón que en vez de ‘¡Tráeme la escoba!’ le dijeses a alguien: ‘¡Tráeme el palo y el cepillo que está encajado en él!’ ¿No es la respuesta a eso: ‘¿Quieres la escoba? ¿Por qué lo expresas de manera tan rara?’? ¿Va a entender él mejor la oración más analizada?” (§60). Con los resúmenes, al menos los de Los Jefes que hay en Wikipedia, pasa lo mismo. Los cuentos son una manera rara de expresar esos resúmenes. Con esto me refiero a que muchas cosas quedaban sin decirse literalmente en los cuentos, algunos acontecimientos no seguían el orden cronológico y las voces se confundían entre sí. Estas características, pensaba yo, son parte del estilo de Mario Vargas Llosa, de su particular manera de narrar, y para captarlas no bastaba con solo leer los resúmenes.

***

Hablo de todo esto porque cuando la Holly, mi polola, me preguntó por los relatos de Irse a las manos, de Miguel Ángel Cortés, sentí esa diferencia entre el cuento y el resumen. Algunos me gustaron mucho, pero me costó explicárselo cuando me preguntó de qué se trataban. Le dije que el primer cuento, “Borgoña”, es sobre un pololo que sale con otra mujer y al final decide seguir con su polola. Así de simple. Entonces tuve que agregar algo más. Le dije: “Pero súper bien pensado, lleno de simetrías, relaciones internas. Muy coherente”. Ella quedó contenta con eso. Le quedó claro que su pololo lo estaba pasando bien con una lectura, pero no le dieron ganas de leer el libro.

Esto les debe haber pasado más de alguna vez. Ven una película, la recomiendan contando de qué se trata y ven que desconfían de ustedes. Entonces dicen algo medio tonto, especialmente si intentaban justificar la recomendación: “es que mejor vela, ahí vas a ver que es buena”. Gente más inteligente, más preparada, dice cosas como que “está súper bien hecha” o la versión analítica de lo mismo: “el guión, las actuaciones, la fotografía, la música, todo es demasiado bueno”. Creo que el problema se entiende. Cuesta hablar bien de una historia cuando su gracia no está en el resumen. Los que me hayan leído antes ya saben cuál es mi solución más frecuente a estos asuntos: analizar en detalle algún fragmento. Haré eso con el cuento “Borgoña” en su totalidad, que contaré varias veces desde diversas perspectivas.

Al principio el pololo de Antonia llama a una mujer que conoció volado en un centro cultural. Los dos, sin Antonia, van a un bar que habían visitado antes en Valparaíso. Ella llega temprano y espera en un café de al frente, porque le parece buena idea hacerse “esperar el tiempo justo y para saber exactamente cuánto es el tiempo justo, es necesario estar ahí antes y ver cuándo llega él” (8). Las simetrías se inician en esta espera. Ella toma dos cafés y ve que él, al llegar, fuma dos cigarros. Al encontrarse tomarán juntos dos cervezas y, si todo sale bien, dos borgoñas. Pero las cosas no salen bien, el equilibrio se rompe cuando él decide no seguir reflejando los actos de ella. Este pequeño desorden se resolverá con la borgoña final, que él tomará con Antonia al volver a su casa y elegir quedarse solo con ella.

Empezaré de nuevo, esta vez desde un punto que no desarrollé del párrafo anterior, la llegada anticipada de la mujer. Ella observa en secreto al hombre para actuar mejor con él, busca tener más información para ser superior a él. Esta intención reaparece en dos o tres oportunidades más. La primera es cuando la mujer llega al bar, saluda al hombre, se sienta y le pregunta: “¿Por qué pediste una cerveza siendo que el borgoña de este bar es el mejor del Puerto?” (10). Por segunda vez ella muestra saber más que él, estar mejor preparada para la situación, tal como solo ella llegó duchada y, según él, quizás “algo sobrevestida” (9). Él ha sido más espontáneo: se puso un pantalón cualquiera, llegó a la hora acordada y pidió la cerveza que quiso tomar. Luego suena la música de una cantante, ella le pregunta si la conoce, y él dice que no le gusta, “que vio una vez un videoclip de uno de sus singles y lo encontró ridículo” (12). Aquí ella vuelve a saber más que él, al decir que “esa es precisamente la gracia, que esa cantante se ha dedicado a convertirse a sí misma en un símbolo de extravagancia decadente” (12). Él tomó las cosas literalmente, mientras ella captó la ironía oculta. Supo más que él y usó eso para reírse de él. Toda esta relación jerárquica que ella ha intentado construir se rompe al final, pues ella cae hasta una situación que no supo prever: él está con Antonia, que es mejor que ella. Ahí no pudo llegar antes a observar desde un café, se le escapó la información más importante para conquistar al hombre, asegurarse de que no estuviese conquistado por otra.

Finalmente están las comparaciones que el hombre imagina entre su acompañante y Antonia. Apenas la mujer lo saluda en el bar, él observa que “su pelo huele a champú. El que usa Antonia no tiene un aroma tan frutal” (10), sin que se evidencie un juicio de valor. Después la mujer se ríe de que él nunca haya probado el borgoña y a él le gusta como lo hace. “Es como si la risa, la verdadera, naciera de ella, como si le perteneciera. Antonia tiende a contenerla. Es como si esta simplemente estuviera de paso. Ni siquiera cuando anda de buen humor se ríe con tantas ganas” (10). Punto menos para Antonia. La conversación sobre una banda que les gusta evidencia la diferencia de edad entre los dos. Ella lo considera un tata por haber entrado a la universidad cuando ella estaba en tercero básico. Él piensa en Antonia: “Los dos salieron del colegio el mismo año” (12). Nuevamente el juicio de valor es relativo, según se prefiera la juventud o la cercanía generacional. La cuarta comparación es la fundamental. Él defiende convencido que la música es más importante que la parafernalia artística en los cantantes. Ella se ríe de su argumentación, demasiado ajustada al título de abogado que él tiene. Antonia también se ha reído de eso, “pero en su caso es gracioso, pues ella también estudió leyes” (13). Con esto se define todo. Él va a decir algo, pero se arrepiente. Ella va a comprar borgoña para los dos y cuando vuelve él ha tomado una decisión. Se siente más seguro con Antonia que con la mujer del bar, le gusta que tienen más cosas en común, y por eso se va.

Me gusta que la diferencia decisiva parezca insignificante. Fue solo una broma, pero una que permitió reconsiderar las comparaciones previas. Todas las diferencias que no tenían un juicio de valor aplicado, que no eran buenas ni malas, se volvieron buenas para Antonia y malas para la mujer de la cita. Esto tiene un correlato científico: según Geoffrey Miller, el humor evolucionó con la selección sexual y ha sido una forma efectiva de señalar la inteligencia y creatividad de potenciales compañeros sexuales. Dicho en simple: preferimos estar con quienes se ríen de lo mismo que nosotros.

Retomemos: mi primer resumen fue muy general (un pololo sale con otra mujer y al final decide seguir con su polola), el segundo tomó el camino específico de las simetrías realizadas y frustradas, el tercero se centró en las diferencias jerárquicas que la mujer establece con el hombre y el cuarto es sobre el contraste que él realiza entre la mujer y Antonia. Ninguno es un resumen demasiado emocionante, pues la emoción está en leerlos todos al mismo tiempo, en paralelo, como transparencias de colores diferentes que solo al juntarse conforman una imagen, o como si no hubiera un palo y un cepillo, sino solo una escoba.

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Como en los buenos cuentos, todo este esquema lógico se presenta con los ropajes de lo cotidiano. Las simetrías, jerarquías y contrastes aparecen con naturalidad. Por eso no me gusta algo que omití: el texto está escrito en párrafos que alternan la segunda persona del hombre y la mujer (ejemplo inventado: “Sonríes mirándola. / Le sonríes de vuelta”). Pienso que es un recurso que distrae volviendo evidentemente artificioso un cuento que en todo lo demás disimulaba elegantemente el artificio. Porque la elegancia es eso: disimular un esfuerzo.

***

Con lo dicho hasta aquí me habría ido bastante mal en la pregunta de la prueba, pues la he resuelto de manera incompleta. Creo haber comparado el resumen de “Borgoña” con la realización del cuento, o al menos dije que un solo resumen no le hace justicia a las tramas superpuestas que el texto de Miguel Ángel Cortés combina con elegancia. Sin embargo, sigo sin responder lo más importante: ¿qué tienen los cuentos de Irse a las manos que no esté en sus resúmenes?

Tienen un gran sentido del humor. Un cuento es sobre la secreta carrera de un tipo al que no le gusta ser adelantado cuando camina por la calle. Hay que tener talento para no aburrir con una historia donde pasan tan pocas cosas, y Cortés lo tiene. Un cuento de título humorístico, “Ztandup”, corre otro riesgo. No es una historia mínima, pero está escrito como el título, imitando una manera gangosa de hablar. “Hoda. Me llamo Duiza, tengo 61 añoz y no zoy un tedetubbie. Tengo pdobdemaz de pdonunziazión” (40). Solo un autor muy seguro de sí mismo se atreve a escribir cuatro páginas y media con este estilo sin fallar ni una sola vez. Lo leí en voz alta y me vi forzado a hablar con un convincente estilo gangoso. No voy a contar de qué se trata, pero les digo que uno termina tomándose muy en serio a esta mujer de habla ridícula. Me encantaría trabajar el cuento en una clase de colegio. Creo que captaría la atención de los alumnos por la novedad formal de un texto mal escrito, y que nos permitiría una buena conversación sobre los efectos de las burlas en quienes las reciben constantemente. Además el texto es divertido. De niña Luisa creía que su problema de pronunciación compensaba algún superpoder, como los que tenía el Superman de los cómics de sus hermanos. Entonces dice: “No quize pdobad con ed fuego pod doz ojoz. Me dio miedo que me dodieda. Y ved a tdavez de laz cozaz no me intedezaba. Penzé que no me guztadía midad a mi mamá y ved un mojón moviéndoze ahí dentdo” (40). Es una buena ocurrencia: ver a través de las cosas implica poder ver lo que no queremos ver, incluyendo el proceso digestivo en las personas que queremos.

Hay otro cuento que también podría llamarse stand-up, porque es muy divertido. A mí me hizo reír muchas veces. Se llama “Turbulencia” y, siguiendo el principio de la serie Seinfeld, es casi un cuento sobre nada. Cuenta algo muy chico que pasa en un avión, pero la gracia está en las cosas que se le ocurren al narrador. Copio el primer párrafo porque me gustó mucho:

“En Jurassic Park, la primera, cuando la rubia y el guardaparques encuentran al matemático odioso herido (no recuerdo bien si en la escena está lloviendo o no, pero sí me acuerdo de que es de noche), empiezan a escuchar unos golpes graves, sordos y a lo lejos, pero lo bastante cercanos para hacer que el piso tiemble suavemente. Entonces, el matemático dice: ‘¿Sintieron eso? Esos son… esos son temblores de impacto, eso son’, todo mientras la cámara enfoca un Jeep pintado de más colores de los que soy capaz de recordar. El encuadre permite ver, además del auto y los personajes, una poza de agua que es en realidad una huella de Tiranosaurio. A cada golpe (que a estas alturas de la película uno ya sabe que son pisadas de dinosaurio), se forman ondas en el agua, partiendo desde afuera y uniéndose hacia el centro. Ahora que lo pienso, no puede haber estado lloviendo o si no las ondas en la poza no se verían, disueltas en el ruido generado por las gotas. Pero estoy dando vueltas sin meterme al tema. El punto es que, desde que vi esa película, siempre que tiembla, y cuando tengo cerca un vaso con agua o un plato con sopa, miro siempre el plato/vaso tratando de ver la onda. Nunca he podido”.

Me gusta que se refiera a Ian Malcolm como “el matemático odioso”, una caracterización bastante precisa. También valoro algo que aplica en otros cuentos, que es fingir la oralidad del texto al hacer como si lo pensara mientras lo escribe. Él pudo reemplazar el primer paréntesis, donde dice no recordar si llovía en la escena, por la observación de que no puede haber estado lloviendo, pero lo deja así intencionalmente. Las dudas de la oralidad se pueden reemplazar por certezas al editar textos escritos, pero Cortés las deja ahí, para que uno sienta que está conversando con el lector o que le está dando acceso directo a sus pensamientos en tiempo real. Por último, me encanta que el personaje quiera comprobar en la vida real algo que pasa en una película. (Interrumpí la escritura de este párrafo para ir a la cocina de mi casa, llenar un vaso con agua, ponerlo sobre una mesa y golpearla con el puño. Efectivamente, las ondas se dibujan desde afuera hacia adentro en la superficie del agua, aunque el efecto es brevísimo. Lo hice porque me había entrado la duda: ¿he vivido toda mi vida engañado por Jurassic Park? La respuesta es no).

Para insistir en mi punto de que Miguel Ángel Cortés escribe buenos cuentos a partir de ideas insignificantes, hablaré sobre el único cuento donde esto no se cumple. “Transformarse en rana” es sobre alguien que se enamora de una bibliotecaria que no lee libros. Ese es su único defecto: “Si tan solo le gustara leer, sería perfecta” (51). Entonces él prueba algunas técnicas para volverla una lectora. Le deja encima libros con las esquinas dobladas en sus páginas favoritas, pero ella las desdobla concentrada en un celular donde juega 2048. La segunda estrategia consiste en recortar citas de libros para que ella las vea y se interese en esos libros. Hasta aquí el cuento es muy entretenido, pero tiene un giro sorprendente que me parece un error. La bibliotecaria busca los libros, se interesa en ellos, se vuelve una lectora, pero cuando intenta hablar de libros con el hombre que le dejaba los recortes, descubre que él ha perdido el interés en la lectura, como si se lo hubiese transferido a ella. La teoría se explica de la siguiente manera: “Recuerdo que mi profe de matemáticas en segundo medio decía que los bostezos no se contagian, sino que en el mundo hay solo un bostezo y que salta de persona en persona. Seguramente los gustos por leer son muchos más que los bostezos, pero de todas formas no son suficientes” (61). Funciona como posibilidad, pero no como realidad, porque es indudablemente falso (no necesito hacer experimentos en mi cocina para decir esto). De hecho, otro cuento afirmaba exactamente lo contrario, cuando alguien dice que descubrió la borgoña gracias a su ex y que le quedó gustando. Entonces le dicen: “Es bonito cuando dejas uno de tus gustos en otra persona. Es como si nunca más se separaran” (25).

No intento negar la literatura fantástica o las tramas extravagantes. Solo creo que el talento de Cortés no está aquí, sino en narrar cosas tan sencillas que uno pensaría que no merecen ser escritas, demostrando siempre lo contrario, porque las historias bien escritas siempre merecen ser leídas. Volviendo a Vargas Llosa, él contaba que a Gustave Flaubert le dieron un consejo parecido. Luego de cuatro años escribiendo su primera novela, Flaubert llamó a dos amigos para leerles el fruto de su trabajo. En la medianoche del cuarto día de lectura, habiendo leído la última palabra de su obra, Flaubert pidió a sus amigos que opinaran con franqueza sobre el libro. “Nuestra opinión es que debes echarlo al fuego y no volver a hablar jamás de eso”, le dijo uno de ellos (23). Discutiendo durante la noche, la crítica se volvió constructiva. Los amigos descubrieron que el problema de Flaubert estaba en haber elegido un tema elevado. “Puesto que tienes una invencible tendencia hacia el lirismo, busca un tema en el que el lirismo resultaría tan ridículo que te verás obligado a controlarte y a eliminarlo. Algún asunto banal, uno de esos incidentes que abundan en la vida burguesa” (24). Se les ocurrió que escribiera sobre un suceso provinciano muy comentado en la época, donde una joven se casó con un médico y, sin que él lo supiera, tuvo un par de amantes y terminó suicidándose. Esta historia sencilla y banal fue el origen de Madame Bovary, una de las mejores novelas del mundo.

Como Seinfeld y Flaubert, Miguel Ángel Cortés logra lo mejor de sí al escribir relatos que resumidos parecen banalidades sobre nada, demasiado cotidianos, como estados de Facebook. Por eso hay que leerlo, porque el resumen, la reseña o la crítica no transmiten el gusto que solo ofrece su lectura directa. Ojalá los recortes que incluí en mi texto atraigan a nuevos lectores. Como yo no habré perdido el interés, podremos conversar en los comentarios o en alguna biblioteca.

El libro se consigue impreso en Antartica y Feria Chilena del Libro o digital en Amazon.

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Libros, Sociedad

Los secretos y silencios de Maivo Suárez

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Desde el principio noté que la situación económica jugaba un rol importante en los cuentos de Lo que no bailamos, de Maivo Suárez. En el primero, una tía de Providencia le enseña a su sobrina de Puente Alto a triunfar en la vida desde una perspectiva socioeconómica, indicando, por ejemplo, que mal vestida no llegará a ninguna parte. “Tía siempre queriendo llegar a algún lugar” (9). En el segundo, un grupo de ricos toma vino Late Harvest junto a una piscina mientras escucha la historia que una trabajadora social cuenta sobre unos niños vulnerables. “Pobres, dije yo” (15). En el tercero, durante el temporal santiaguino del 82, un hombre no sabe cómo decirle a su pareja que lo despidieron del trabajo. En el cuarto un tipo miente para tomarse la tarde libre de un viernes en el trabajo porque prefiere pasear y pensar, mientras recuerda que se metió con un hombre a solo dos meses de casarse con una mujer. Ahí supe, al terminar este cuarto cuento, que el gran tema del libro, el tema que me interesaría seguir, sería el de los secretos.

El ejercicio funcionaba al repensar la síntesis de los cuentos leídos. El primero no era sobre las enseñanzas de una tía a su sobrina, sino sobre la imposibilidad de cumplirlas por algo que la joven guarda en secreto. El segundo no era el relato sobre un niño pobre, sino su adaptación para un público que no quería saber tanto, que prefería un final feliz y no el final real. El tercero no era sobre la cesantía, sino sobre una relación donde sus miembros se ocultan lo más importante que pasa entre ellos. Y el cuarto ya está claro, no narra una ausencia laboral sino la homosexualidad oculta de un novio a su novia.

Podría hacer lo mismo con los otros seis cuentos para mostrar que buena parte de la unidad en este libro se debe al rol central que juegan los secretos y los silencios en cada uno de ellos. Pero no quiero ser exhaustivo. José Ortega y Gasset reflexionó alguna vez sobre la profundidad y los bosques. ¿Cómo sabemos que un bosque es profundo? ¿Necesitamos recorrerlo entero, conocer cada uno de sus árboles? No, dice Ortega, y comenta que la frase “los árboles no dejan ver el bosque” está equivocada porque la percepción del bosque y su profundidad se basa en los pocos árboles que tenemos más cerca y nos permiten sentir la presencia de los otros. “El bosque verdadero lo componen los árboles que no veo” (69). Por eso, en lugar de analizar cada cuento intentando agotar su profundidad, hablaré en detalle de solo uno. Quienes quieran adentrarse al resto, tendrán que conseguir el libro.

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El cuento que elegí se llama “Un pedazo de cerro y una punta de sol”. Es el quinto del volumen y tienen nueve páginas. Cuenta que Rosa y Mauricio, casados desde hace unos diez años, discutieron por las deudas hasta que ella propuso ordenarlas. Mientras toman desayuno en su departamento, se escuchan taladros y una tolva de cemento. Al frente se construye un edificio que les quitará lo indicado en el título, un pedazo de vista al cerro y un poco de sol. La advertencia había llegado en clave. Cuando estaban en la notaría con la vendedora del departamento, “ella dijo al pasar que, en el sitio eriazo de enfrente, se construiría El Parque. Se los dijo así, con mayúsculas: El Parque. Y ellos le creyeron” (50). Hay que tener un oído muy fino para escuchar las mayúsculas. Al final este edificio con nombre de parque funciona como la letra chica de los contratos, una información codificada, invisible para el consumidor. Un secreto. Luego tenemos la reacción de Mauricio. Él sabe que no se puede “reclamar en ninguna oficina. Lo que en el fondo le resulta tranquilizador. No podían hacer nada. Nada que dependiera de ellos” (50). Al conocer el secreto, siente la comodidad de no tener nada que hacer, de poder quedarse en silencio.

Haré una pausa. Los cuentos de Lo que no bailamos son verdaderamente buenos. Se leen con gusto porque son entretenidos y bonitos. Junto con eso, captan en espacios privados consecuencias de procesos históricos públicos. Muestran conflictos del Chile contemporáneo en las vidas de unos pocos personajes anónimos. Antes de retomar el cuento, del cual todavía no superamos el primer párrafo, presentaré brevemente la tesis de un libro que se publicó solo dos meses después que el de Maivo, en mayo del 2016. Daniel Mansuy escribió un ensayo de título emparentado con los secretos: Nos fuimos quedando en silencio. La negación del sonido realizada por un nosotros también se acerca a Lo que no bailamos, además de lo difícil que es bailar cuando todo ha quedado en silencio. Pero vayamos al argumento central del ensayo.

Mansuy explica nuestra crisis política actual como el resultado de una serie de silencios que se adoptaron desde el golpe militar, la dictadura y la transición. Fueron silencios sostenidos sobre el miedo al marxismo, a la violencia militar, a la polarización política y al reconocimiento de haber pactado demasiado con el enemigo. No fueron silencios de calma o paz interior, sino de neutralización política. “Consistió básicamente en un acuerdo tácito de no discutir cosas muy profundas, ni de cuestionar los aspectos fundamentales del régimen [de Pinochet]. Dicho de otro modo: en reducir los desacuerdos a aspectos cosméticos o laterales” (87). Se discutían cosas, pero con la condición de que no tuvieran importancia. Estos silencios fundados en el miedo abundan en los cuentos de Maivo. Cuando la narradora del segundo cuento podría rebatir a quienes piensan que la pobreza ha disminuido en Chile, ella prefiere callar. “Los años de discutir en esas reuniones ya habían pasado. Ahora sólo conversábamos montados en las aristas de los temas, equilibrándonos para no herir a nadie” (16).

Pero el silencio de Mauricio por el engaño en la comprar de su departamento no se basa en el miedo, sino en la inutilidad de luchar por causas que no llevarían a nada. Desde la política, ese fue un objetivo de Jaime Guzmán para la Constitución de 1980. La idea era que la libertad económica volviera innecesaria la libertad política y la democracia efectiva, que antes había instalado el socialismo con resultados fatales. Entre otras medidas que apuntaban en esa dirección, se estableció el sistema binominal y un congreso con senadores designados. La Constitución de Pinochet impuso “un horizonte de acuerdos, dándole a la minoría un cúmulo de herramientas para oponerse a las decisiones de la mayoría. Esto tuvo varios efectos. Por un lado, fue generando un creciente sentimiento de impotencia (e irrelevancia) política. ¿De qué sirve ser mayoría si cualquier cambio relevante exige el acuerdo de la minoría? Más profundamente, ¿de qué sirve la política si desde allí no es posible impulsar cambios importantes?” (Mansuy, 88). Al principio se sufre la impotencia, pero luego uno se acostumbra y siente la tranquilidad de Mauricio, que calla porque ha aprendido que hablar no sirve de nada.

Con esto volvemos al cuento. Teníamos a Rosa y Mauricio ordenando cuentas mientras tomaban desayuno con los ruidos de la construcción. Él piensa que ella le da demasiada importancia al asunto de las deudas, pero no se lo dice. “No le gustaba contradecirla. Si ella encendía un cigarro en la pieza, él abría un poco la ventana. Si Rosa jugaba hasta tarde en el computador que habían instalado en el dormitorio, él se dormía sin chistar mirando el perfil de ella iluminado por la pantalla” (50). Siempre soluciones secretas, silenciosas, sin chistar. Soluciones de neutralización, de una paz aparente pero no interna, porque Mauricio quiere hablar.

Cuando lo intenta con el contador de su oficina y se queja de su señora, él le contesta con un vago y conformista “así nomás son las mujeres” (51) y vuelve a archivar facturas. “Necesitaba un compañero que lo escuchara, pensaba Mauricio. Alguien a quien contarle que a veces se sentía una persona detestable. Cada vez que su mujer aparecía con una nueva idea, él la dejaba seguir adelante y se sentaba a esperar a que ella regresara derrotada” (51). Mauricio no tiene a quién decirle que se siente mal por no decirle a Rosa lo que debería. Su silencio por miedo al conflicto se suma al silencio de no tener a quién contarle sobre él.

Los años felices con Rosa le parecen muy lejanos. Si se esfuerza consigue recordar unas risas, una copa de vino o que “que habían compartido algún secretillo de ellos mismos o de otros” (51). ¿Por qué lamentar la falta de secretos compartidos con la pareja? La filósofa Sissela Bok observa que “la separación entre los de adentro y los de afuera es inherente a los secretos. Pensar algo secreto es prever un conflicto potencial entre lo que ocultan los de adentro y lo que quieren inspeccionar o poner al descubierto los de afuera” (I, a). Acumular secretos ante otra persona es ponerle un límite, iniciar un conflicto contra quienes quedan al otro lado, los que nos saben. Esto explica el valor narrativo de los secretos, que sostienen la trama de tantas historias y que nos interesa tanto conocer. Queremos estar en el grupo de los que saben y, desde ese lado, percibir a los que quedan fuera, verlos actuar en la ignorancia y esperar sus reacciones en el gran momento de la revelación.

Alguna vez Mauricio y Rosa intentaron tener hijos, pero fue médicamente imposible. Después dejó de importar. “La falta de hijos ya no era el tema, sino pagar todos los meses el dividendo, la tarjeta Ripley, la de Falabella, la tarjeta del supermercado” (52). ¿Se acuerdan de que Jaime Guzmán quería hacernos olvidar la libertad política por concentrarnos en la libertad económica? Esto es más o menos así, pero sin libertad. Mauricio renuncia por esas razones a la libertad de quejarse por El Parque que le construyen al frente: “¿Acaso no tenían suficiente con la situación financiera en la que se encontraban?” (50). Todo desaparece o se vuelve irrelevante ante los problemas económicos. “Mauricio no podía imaginarse una vida sin deudas. ¿De qué mierda hablaríamos?” (52). Cuando inventa una salida, Rosa no le entiende. Él propone dejar de pagar:

–Imagina por un segundo. Los dos sueldos completos. ¿Qué haríamos?
–Primero pagar el dividendo, eso sí o sí.
–Bueno, mujer, pagamos el dividendo.
–Y también el agua, la luz y el gas.
–¿Te escuchas, Rosa? Te estoy pidiendo que sueñes. Que soñemos con locura. Y tú me sales con las cuentas del agua y la luz” (54).

Se quedan en silencio, sin nada que decirse. Mauricio empieza “a arrepentirse de haber abierto la boca. Deseó terminar pronto con el jueguito para echarse en el sofá a ver una película en el cable” (55). Hubiese preferido seguir en silencio, en la tranquilidad de quien ignora que vive para pagar deudas sin tener otra razón para existir. El edificio del sistema económico les ha ocultado la vista al cerro y el sol, ha convertido ese horizonte amplio en un secreto indescifrable. Al final están de pie, mirando la construcción del frente. “Se quedan allí un largo rato. Quietos. Sin hablar. De lejos parecen dos gatos en un balcón. Dos viejos gatos domesticados que alguna vez soñaron con saltar” (57).

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La gran diferencia entre mentir y guardar secretos, observa Sissela Bok, es que solo mentir es en principio algo malo, que supone estar en contra de los otros. “Mientras cada mentira necesita una justificación, todos los secretos no. Estos pueden acompañar al más inocente y al más peligroso de los actos; son necesarios para la sobrevivencia humana, aunque a la vez realcen cada forma de abuso. Lo mismo es cierto en los esfuerzos por invadir o destapar secretos” (Introduction). En otras palabras, guardar secretos puede ser bueno o malo según el caso. Hasta aquí me he centrado solo en las situaciones negativas: los secretos basados en el miedo, causados por la inutilidad de hablar o los de quien no tiene a nadie que se los escuche. Pero también hay silencios positivos, que los personajes agradecen.

En “Minotauro”, el sexto cuento, una mujer se interesa en otra porque la descubre silenciosa. “Era lo bastante taciturna para invitarla a tomar un café, nunca me habían gustado las mujeres que hablaban demasiado” (59). Luego agradece la omisión de ciertos temas: “Por suerte nadie mencionó el hecho denigrante de nuestras respectivas solterías. A los cincuenta y tres años yo cargaba la mía como una monstruosa joroba que crecía en mi espalda y no me gustaba hablar del asunto” (61). Convengamos en que es muy distinto callar los problemas de una pareja que convive, a las dificultades personales de quienes empiezan a conocerse. Hay silencios que no expresan ocultamientos, sino una forma de respeto. Así son los de los buenos oyentes: “Nos fumamos un cigarro y conversamos un rato, mejor dicho, yo hablé y ella asintió con alguna que otra palabra” (61). Más adelante la mujer que habla se habrá enamorado de la que la escucha.

Dejo algunos cuentos sin mencionar, incluyendo “Una de hormigas” y “VDM”, quizá mis favoritos, aunque me cuesta saberlo porque al final de varios cuentos sentí que había leído el mejor de todos. Lo bueno es que el lector no necesita elegir. Basta con que pida el libro a la autora por correo (loquenobailamos@gmail.com), lo compre en la Nueva Altamira del Drugstore o descargue una copia digital desde Amazon para Kindle a solo 3 dólares, para poder leerlos todos.

(Ensayo también publicado en Letras en Línea)

Bibliografía
Bok, Sissela. Secrets: On the ethics of concealment and revelation. New York: Vintage, 2011. Digital.
Mansuy, Daniel. Nos fuimos quedando en silencio. Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2016.
Ortega y Gasset, José. Meditaciones del Quijote. Madrid: Residencia de Estudiantes, 1914. Digital.
Suárez, Maivo. Lo que no bailamos. Santiago: 2014.

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